Olga Sanjurjo se levantó a las
siete en punto, como todas las mañanas, como la mayoría de los días
de la mayoría de los meses. Todo en su vida formaba parte de un hilo
rutinario y monótono que de repente se estaba cansando de seguir. Se
dirigió hacia la ducha y mientras las gotas de agua caliente se
deslizaban por su piel pensó, por enésima vez en los últimos
meses, que había llegado el momento de hacer algo diferente, algo
divertido, algo rompedor. Tenía cuarenta años que había malgastado
comportándose como una niña buena, haciendo todo por y para los
demás, casi sin tenerse en cuenta a sí misma, pero a partir de
entonces la cosa iba a ser diferente.
Olga había nacido en el seno de
una familia afectada por un conservadurismo exacerbado. Su padre,
alto funcionario del Ministerio de Trabajo, era un hombre culto y
educado, católico hasta la médula, que educó a sus hijas en la
disciplina y el amor a Cristo y a su Iglesia. La madre, una mujer
adelantada a su tiempo, que había estudiado Magisterio y soñaba con
una vida independiente y sin ataduras, abandonó profesión y sueños
cuando conoció al que se convertiría en su marido y, por amor,
transigió por todo aquello contra lo que siempre había luchado y se
dedicó a lo que jamás pensó dedicarse: a cuidar de casa, marido e
hijas, que fueron dos y porque el parto de la segunda la dejó
imposibilitada para la procreación, en caso contrario hubiera tenido
los hijos que Dios le hubiera enviado, según el parecer de su amado
esposo.
Olga, la mayor, desde bien
pequeña, mostró el carácter fuerte e independiente que caracterizó
a su madre. Era una niña alegre y risueña, extrovertida, con unas
tremendas ansias de beberse la vida, pero todo eso eran cualidades
que no estaban bien en una señorita de su clase, que tenía que ser
discreta y comedida si quería ser respetada y bien vista por la
gente en general y por el género masculino en particular. Olga
entendió, siempre entendía, no le quedaba más remedio, no se
cuestionaba las órdenes de papá, no podía, a pesar de que en
determinados momentos una extraña sensación le oprimía el pecho y
una voz dentro de su mente la empujaba a emprender el vuelo. A pesar
de todo fue una niña modelo, estudiosa y empalagosa en extremo, como
quería su progenitor; fue una adolescente atípica, obediente, sin
dar ni el más mínimo problema, sin despertar la más nimia
preocupación en sus orgullosos padres. No estudió porque las
señoritas de las familias bien no tenían necesidad de hacerlo, pues
no debían aspirar a más que a atrapar un buen partido que las
mantuviese en un nivel de vida igual o mejor del que disfrutaban con
sus familias. Ese escollo fue sin duda alguna el que más difícil se
le hizo de sobrepasar a la muchacha. Le hubiera gustado ir a la
Universidad, estudiar Derecho, o Medicina, o tal vez Economía, en el
fondo la disciplina le daba un poco lo mismo, con tal de que saciara
sus ansias de aprender y su natural curiosidad por las cosas. Le
hubiera gustado también tener su propio trabajo y disfrutar de
independencia económica, pero todo ello eran cuestiones no
contempladas en su círculo familiar, en el que las mujeres sólo
podían aspirar a concertar el mejor matrimonio posible, eso sí, el
amor poco importaba, pero cuanto más rico fuera el marido mejor que
mejor.
En vista de semejante panorama
las cosas no pudieron ocurrir de otra manera. Olga contrajo
matrimonio bien jovencita con Oscar Almeida, hijo de un importante
empresario textil del cual heredaría un emporio cuyo valor era
difícil de calcular. Aunque siempre supo que Oscar era el hombre
elegido por sus padres para que fuera su esposo, Olga fue feliz con
esa boda porque estaba enamorada como una idiota y el amor, no nos
engañemos, tiene el estúpido efecto de nublarnos los sentidos y de
anularnos el más importante de todos: el común. Porque si Oscar era
un joven apuesto y educado, el soltero de oro a quien se rifaban
todas las muchachitas solteras de la sociedad decadente de aquella
ciudad de provincias, no fue menos cierto que resultó ser un
pendenciero jugador y un despilfarrador. Se gastaba todo el dinero de
su padre en el juego y en las correrías nocturnas en las que se
enrolaba mientras a su mujer le decía que estaba en cenas de
negocios. Supo hacerlo de manera discreta, tanto que ni él mismo se
dio cuenta de que estaba terminando con su herencia antes de que
fuera efectivamente suya y cuando su padre falleció de repente una
tarde de verano, no le pudo dejar otra cosa que deudas y un negocio a
la deriva por sacar adelante, cosa que fue materialmente imposible.
Olga no se amilanó ante la
desgracia y a pesar de que sus padres, disgustados y arrepentidos
por la horrorosa elección de marido que habían hecho para su hija
mayor, le instaron a separarse y pedir la nulidad eclesiástica, la
chica, que estaba enamorada hasta la médula, se mostró rebelde por
vez primera en su vida y les dijo que ni hablar, que si su marido
estaba en la ruina sería ella, con su propio esfuerzo, la que
levantaría de nuevo la maltrecha economía familiar. Ningún
argumento logró hacerla desistir de su empeño y después de algunos
meses de encierro y estudio demostraba su inteligencia aprobando unas
oposiciones al Ministerio de Justicia, consiguiendo así un puesto
fijo por el que ganaría el sueldo suficiente para vivir sin grandes
lujos, pero sin estrecheces. Sus padres, en lugar de alegrarse por el
logro de su hija mayor, se mostraron abochornados al tener que
aguantar la nefasta visión de su muchachita trabajando y ella, por
el contrario, se sintió feliz al ver que el acariciado sueño de
hacer algo por sí misma podía hacerse realidad. Mas sin lugar a
dudas el que más contento se puso por el éxito de la mujer fue
Oscar, que a pesar de prometerle a su tierna esposa que se iba a
reformar y que jamás volvería a su anterior vida de juerguista
recalcitrante, lo primero que hizo cuando vio que de nuevo engordaba
su cuenta bancaria, aunque fuera muy poco a poco, fue invitar a sus
amigotes a una fiesta en una de las discotecas más distinguidas de
la ciudad. No sólo no había cambiado, sino que se prestaba a la
vida licenciosa con más ligereza que antes. Olga perdonaba, como
siempre, y comprendía, y daba oportunidades que en el fondo sabía
no servirían para nada, como así fue.
Diez años aguantó la mujer en
semejante situación, hasta que un día su amado Oscar le dijo “adiós
muy buenas” y se largó con la asistenta sin ni siquiera
despedirse. La buena de Olga lloró lo indecible y se sintió
engañada y abandonada, pero teniendo conciencia por primera vez de
lo idiota que había sido queriendo con locura a aquel imbécil al
que jamás había importado lo más mínimo, se puso las pilas, dejó
de llorar y se dijo a sí misma que había llegado la hora de ponerse
el mundo por montera y disfrutar lo que no había disfrutado nunca.
De pronto se dio cuenta de que el abandono de su marido representaba
la puerta abierta a la vida que siempre había querido llevar, libre,
sin ataduras y eso era lo que iba a hacer, vivir a su manera, sin
más.
No fue fácil. El primer
obstáculo fue, como no, sus propios padres, que aunque reconocían
su propia equivocación no veían con buenos ojos las ansias de vivir
la vida que de repente le habían entrado su hija. El marido le había
salido rana, era cierto, pero el fin del matrimonio tenía que tener
lugar de manera discreta y sobre todo decente, lo cual quería decir
que la muchacha había de comportarse como era menester en toda mujer
separada, es decir, con el mayor recato del mundo, nada de salidas,
nada de diversión. Primordial era que la gente que la rodeaba
percibiera su pena, la desdicha que va aparejada a toda ruptura,
aunque en este caso concreto esa ruptura no fuera sino un motivo de
alivio y alegría.
Olga Sanjurjo les dijo a sus
padres que ni hablar del peluquín, que ella no tenía ni que dar
explicaciones ni hacer ver a los demás cosas que no sentía “Quiero
un hombre con el que poder divertirme sin compromisos” les espetó
“si llega el amor, bien, y si no llega, pues bien también”. A su
madre, cuando la escuchó pronunciar tales palabras, le dio una
apoplejía que casi le deja paralítica, y su padre le prohibió la
entrada en su casa por sí y por generaciones sucesivas, lo cual
supuso para Olga un alivio añadido a su reciente separación.
Así pues, sola y libre, comenzó
una nueva vida con la intención de que no tuviera nada que ver con
la anterior. Desde luego romper con todo, padres y marido incluidos,
era lo mejor que podía haberle ocurrido dadas sus intenciones, más
ocurrió que, pasados los primeros momentos de euforia, los ánimos
se fueron calmando y Olga se asentó en su nueva rutina diaria sin
pensar demasiado en sus primitivas ganas de diversión desbocada.
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