La
plaza volvía a estar abarrotada de gente ansiosa de un poco de
diversión. Tres años habían tenido que pasar. Tres malditos años
desde que la guerra tocó a su fin para que todos se decidieran
de nuevo a poner una pizca de alegría en sus vidas maltrechas, a
pesar de que en modo alguno era el tiempo necesario para que las
heridas comenzaran a cerrarse, para que las afrentas de unos y otros
fueran cayendo en el olvido.
Casi
todos habían perdido algún familiar en la contienda, casi todos se
habían enfrentado con sus vecinos y amigos por causa de una lucha
cuyos motivos eran tan absurdos como ininteligibles para la mayoría,
y a aquellas alturas, tres años después de que los bombardeos
cesaran y el aire volviera a convertirse en un silencio casi
olvidado, era cuando el miedo comenzaba a desdibujarse de sus mentes
y la vida resurgía de nuevo en su plenitud.
Celia
era sólo una niña cuando comenzó el enfrentamiento y a pesar de su
corta edad, ya conocía el terror y el sufrimiento de cerca, ya había
sido testigo de la marcha de hombres que nunca volvieron, de los
llantos desesperados de madres que perdieron a sus hijos, de mujeres
cuyos maridos cayeron en el frente por defender no sabían muy bien
qué. La muerte había rondado su existencia demasiado pronto pero,
por suerte, ya parecía haber dejado de ser su compañera de camino.
Sentada
en un banco de la plazoleta, escuchando la alegre música de la
banda, Celia pensaba que a pesar de todo, la suerte la había
acompañado. Adolfo, el guapo hijo del señor maestro, también había
tenido que ir a la guerra, como casi todos los jóvenes del pueblo,
pero al contrario que muchos de ellos, había regresado vivo. Ella
apenas recordaba el momento exacto de su marcha, suponía habría
salido del pueblo en medio de todos aquellos muchachos que eran
despedidos por sus familias arropados por gemidos entrecortados que
rompían el aire y le daban sabor a tragedia. Pero sí tenía grabado
en su mente el día de su regreso, con una pierna destrozada por la
metralla, tirado en aquella camilla, más muerto que vivo. Cuando
milagrosamente consiguió recuperarse, los pueblerinos lo trataron
como un héroe de guerra que había puesto el pabellón del
pueblo bien alto, defendiendo la causa nacional, una causa que ni él
mismo, ni la mayoría de los que la ensalzaban, sabían bien en qué
consistía.
Pasados
los años, Adolfo se convirtió de nuevo en el vecino anónimo que
siempre había sido, en el hijo del maestro, en un buen muchacho que
arrastraba tras de sí el estigma de haber vuelto de la contienda
medio inútil. Había sido un héroe y como tal lo habían aclamado,
pero los héroes de pueblo, aquéllos que son sin saber por qué
son, pronto se convierten otra vez en desconocidos, en seres ocultos
de nuevo a los ojos de la multitud. Por eso Adolfo había vuelto a
ser, simplemente, el hijo del señor maestro, el cojo, el inútil. A
Celia le daba igual lo que la gente dijera o dejara de decir sobre el
muchacho. Todos aquellos que se daban a murmurar eran tan idiotas que
no se daban cuenta de que él había podido regresar, de que por lo
menos podía contarlo, privilegio que a muchos otros se les había
quedado perdido por el camino.
Adolfo
y Celia no eran novios, pero se gustaban y ambos lo sabían. Él
pensaba que Celia era muy joven, sólo tenía diecisiete años y el
muchacho, tímido de por sí, no se atrevía a dar el primer paso y
el simple pensamiento de acercarse a ella y decirle media palabra,
aceleraba su corazón como un caballo loco. Aquella noche, sin
embargo, entre la algarabía de una fiesta largo tiempo
deseada, se fijó bien en ella. ¡Qué bonita era!. Pequeña, menuda,
frágil. Adolfo, armándose de un valor que estaba muy lejos de
sentir, se acercó tímidamente, con pasos diminutos y
deliberadamente lentos, y la invitó a bailar. Ella le miró y dudó
un momento. Adolfo pudo percibir el brillo de aquellos ojos
infantiles que trasmitían sin quererlo toda la emoción que
embargaba a su dueña y él mismo se emocionó envuelto en la mirada
de la chica. Celia finalmente se levantó y se echó en los brazos
de su enamorado. La banda tocaba una castizo pasodoble. Celia se
dejaba llevar por los pasos torpes del chico, temblando al sentirse
tan cerca de él como tantas veces había soñado. Cuando la
pieza acabó se despidieron con una simple sonrisa. Ya era tarde y
Celia debía regresar a su hogar.
De
camino a casa, mientras sus amigas charlaban y reían, Celia soñaba
despierta con los brazos firmes de Adolfo, unos brazos que minutos
antes le habían estrechado la cintura, soñaba con sus ojos de un
azul tan intenso como el cielo que día tras días arropaba la tierra
en una tierna caricia, con aquellas dos palabras de de forma
intempestiva y absurda revoloteaban en su cerebro sin atreverse a
salir de su boca : Te quiero.
*
La
vivienda estaba sumida en la más completa oscuridad. Celia se
descalzó y subió las escaleras que la conducían a su cuarto,
despacio, con sigilo, para no despertar a los demás habitantes de la
casa. Sus padres trabajaban duro durante todo el día y a aquellas
horas estarían disfrutando del merecido y reparador sueño que les
permitiría recuperar fuerzas para afrontar una nueva jornada. Sin
embargo al pasar por delante de la habitación de sus
progenitores, escuchó sus voces, lo cual le pareció ciertamente
extraño dado las horas intempestivas que eran. Ambos acostumbraban a
acostarse temprano. Mas aquella noche, al parecer, el sueño todavía
no los había vencido, pues conversaban, y la chica arrimó la oreja
a la puerta para enterarse de qué era aquello tan importante que
mantenía a sus padres en vela.
-Es
lo mejor que podemos hacer - decía su padre - además a ella le hará
bien, vivirá en la ciudad y desahogadamente. ¿Qué más puede
pedir?
-No
sé Damián. Es un hombre muy mayor, Celia sólo tiene diecisiete
años.
-Él
pasa poco de los cuarenta, tampoco es tan mayor. Además eso da lo
mismo. Lo que importa es que sea un hombre bueno y pueda
proporcionarle a nuestra hija un futuro digno y de eso podemos estar
seguros. Ya sabes que su negocio marcha viento en popa , que tiene
muchos y muy importantes contactos y que se codea con gente de
alcurnia. En realidad hasta debemos de estar agradecidos de que Dios
haya querido que posara sus ojos en nuestra hija. Nosotros somos poca
cosa, buena familia y honrados, eso sí, pero socialmente no estamos
a su altura.
-¿Tú
crees que ella le querrá?- la voz de Berta, la madre de Celia,
sonaba temerosa y preñada de dudas.
-¿Y
qué importa lo que ella quiera? No me vengas ahora con las monsergas
del amor y todas esas tonterías. ¿Cuántas veces nos vimos tú y yo
antes de casarnos? ¿Tres, tal vez cuatro? Nos limitamos a aceptar lo
que nuestros padres habían acordado para nosotros, como se hizo
siempre en el pueblo y aquí estamos. Hemos criado tres hijos y
tenemos con qué mantenernos. No necesitamos más. A lo mejor nuestra
hija no lo entiende al principio. Es muy testaruda, pero con el
tiempo comprenderá que lo que ahora hacemos es lo mejor para ella.
Dentro de una semana él quiere una respuesta y le voy a decir que
sí. Créeme Berta, es el mejor matrimonio que podemos concertar para
nuestra hija.
Cuando
la muchacha escuchó aquellas palabras se llevó las manos a la boca
para reprimir el grito ahogado que pugnaba por salir de su garganta.
No había duda alguna de que ella era la protagonista de la
conversación que acababa de escuchar.
Corrió
hacia su cuarto y se tiró en la cama dando rienda suelta a su
llanto. No podía creer lo evidente, no le cabía en la cabeza que
alguien pudiera ser tan insensible antes sus propios sentimiento. Sus
padres la querían casar sin tenerlos en cuenta. Su madre, por lo
menos ella, sabía que desde hacía tiempo bebía los vientos por el
hijo del señor maestro y aun así aceptaba de buen grado la
proposición sin sentido de su padre. Creía conocer, además, la
identidad del hombre al que pretendían convertir en su esposo. El
viejo que traía mercancía al colmado todas las semanas y la
miraba de aquella forma tan rara. Le daba miedo. Semejaba querer
devorarla con aquellos ojos de un negro tan intenso que no parecían
de este mundo. Y su padre hablaba de entregarla a él como si nada,
de casarla con un hombre por el que no sentía sino miedo y rechazo.
Durante
las interminables horas que duró aquella noche maldita, Celia, entre
lágrimas, no paró de darle vueltas a su cabeza imaginando una y
otra vez la remota posibilidad de escapar de aquella trampa. Tal vez
Adolfo estuviera dispuesto a ayudarla. A pesar de que nunca se habían
dicho nada al respecto, estaba segura de que los sentimientos de
ambos eran los mismos. Sólo haría falta ponerse de acuerdo y
marcharse lejos, a un lugar en el que nadie pudiera encontrarlos y
donde pudieran vivir su amor sin miedo y en libertad, en toda la
libertad que les era permitido. Pero Celia sabía que todas aquellas
conjeturas no eran más que eso, conjeturas sin mucho sentido que
nunca llegarían a materializarse. No tenía el valor suficiente para
enfrentarse a sus padres. El respeto se lo impedía.
Sólo
al rayar el alba Celia consiguió caer en un sueño ligero en
inquieto, del que le hubiera gustado no despertarse jamás.
*
-Celia,
levántate hija, que es muy tarde.
La
voz de la madre resonó en sus oídos procedente de la planta baja.
Apenas había dormido pero no le quedaba más remedio que levantarse
ya. Las tareas de la casa la reclamaban. Sus padres ocupaban sus
horas con la gestión del colmado, así que la que debía atender el
hogar era ella. Se lavó y se vistió. Mientras lo hacía recordaba
la conversación escuchada la noche anterior y por unos instantes se
preguntó si no habría sido un mal sueño, mas al momento halló la
respuesta lógica. Todo había sido real, tan real que le daba miedo
rememorar la voz de sus padres pronunciando las palabras que
significaban su condena.
Bajó
a la cocina despacio, como queriendo retrasar el momento de encararse
con su madre, pues estaba segura de que le daría la noticia de su
obligado casamiento. Cuando entró en la estancia, ya su madre le
había preparado el desayuno: una taza de leche y unas rebanadas de
pan negro con miel. Celia se sentó a la mesa y miró la comida. El
nudo que tenía en el estómago le impedía probar bocado alguno. Dos
lágrimas rodaron por sus mejillas, al principio en silencio, hasta
que finalmente no pudo evitar que la mujer, en medio de su trajín,
escuchara los sollozos ahogados que procedían de su hija. Se sentó
al lado de la muchacha y rodeó sus hombros con el brazo.
-¿Qué
te pasa hija, estas enferma?
Celia
lloraba sin poder contestar. Las palabras se negaban a brotar de su
garganta.
-Por
favor ,Celia, contesta, ¿qué te ocurre? - insistió la buena mujer.
La
chica volvió hacía ella la cabeza y la miró con sus ojos cargados
de tristeza.
-Anoche
la escuché a usted y a padre hablando en la habitación cuando
regresaba de la verbena - pudo decir por fin.
La
madre se levantó con gesto serio y reanudó sus tareas sin decir
nada. La chica se levantó, fue hacia ella y tomándola del brazo la
encaró.
-¡No
pueden hacerme eso madre, no me lo pueden hacer! - gritó
desesperada.
Su
madre se zafó de su mano con un gesto brusco.
-Tu
padre y yo lo hemos estado hablando y creemos que es lo mejor para
ti.
-¿Lo
mejor para mí? ¿Cómo puede ser lo mejor para mí casarme con un
desconocido? Madre, por favor, no me entreguen a ese hombre.
-Por
favor, Celia, hablas como si te fuéramos a abandonar a tu suerte a
manos de un criminal. Las cosas no son así. Es un hombre bueno y con
posibles. A su lado estarás bien.
-Pero
yo no quiero estar con él. No le amo, madre, ni siquiera le conozco.
No me hagan esto, por favor.
-Celia,
ahora no lo entiendes, pero lo entenderás con el tiempo.
-No
quiero entenderlo, yo no quiero casarme con ese hombre. No le amo.
-Amarle,
¿qué sabrás tú qué es el amor? Esas son tonterías de la gente.
Lo importante es tener al lado a un hombre bueno y Justo lo es. El
amor ya llegará, si llega, y si no tampoco pasa nada.
-Madre,
¿pero qué dice usted? ¿acaso no quiere usted a padre? ¿acaso no
se casó usted enamorada de él?
-Celia
hija, yo me casé con tu padre porque mi padre me lo ordenó.
Llevamos muchos años juntos y con el tiempo he llegado a quererle.
Pero el amor vino después...
-¿Y
si no viene? ¿Y si nunca le llego a querer? ¿Tendré entonces que
ser una desgraciada toda mi vida? Además yo quiero a otro y usted lo
sabe.
-Si
claro, a Adolfo, el hijo del maestro. ¡Valiente elección! Un
inválido que nunca podrá encontrar un trabajo digno para
mantenerte. Ya te puedes ir olvidando de él. Ni tu padre ni yo vamos
a dejar que nuestra hija se muera de asco al lado de un lisiado.
-¡Pero
es el hombre que quiero!
-Celia,
la decisión está tomada. La próxima semana vendrá Justo y
fijaremos la fecha de la boda. Y tú harás lo que tu padre y yo te
ordenemos.
-No
me lo puedo creer.
-Pues
tendrás que hacerlo. Y es mi última palabra hija, no quiero seguir
discutiendo.
Celia
salió corriendo de la casa y se refugió en la trastienda del
colmado, medio escondida entre sacos de harina y barriles de vino. Se
sentía muy inquieta y el corazón le latía tan fuerte que hasta
parecía querer salirse del pecho. Quería llorar, gritar, patalear,
pedir auxilio... pero en el fondo sabía que de nada valdría lo que
hiciera. Sus padres habían tomado la decisión y ella tenía que
acatarla le gustara o no. Cogió una botella de ron escarchado, la
abrió se echó un trago. El alcohol quemó su pecho por dentro y la
hizo toser, pero repitió otra vez, y otra, y otra.... hasta que la
mente se le fue embotando y un dulce placer desconocido la fue
llevando al país de los sueños en el que su vida era diferente, era
bella... porque a su lado estaba Adolfo, el hijo del señor maestro.
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