Aquel desafortunado episodio
hizo crecer todavía más el resentimiento que el chico sentía hacia
su madre, resentimiento que pronto se tornó en sed de venganza.
Harto ya que de la idiota de Sebastiana manejase su vida a su antojo,
decidió esperar el momento oportuno para acabar con aquella
situación, aunque no sabía cómo ni de qué manera, mientras el
odio hacia su madre crecía por momentos. Todas las noches, en la
soledad de su habitación, cuando intentaba sin éxito conciliar el
sueño, imaginaba mil formas diferentes de deshacerse de ella,
trazando planes maquiavélicos con todo lujo de detalles, planes que
no dejaban nada al azar, pero que jamás se atrevió a poner en
práctica. Imaginó empujarla con disimulo a las vías del metro, o
al vacío desde cualquier viaducto, fantaseó con la posibilidad de
encerrarla en la casa dejando abierta la espita del gas, o de
propinarle un buen golpe en la nuca con algún objeto contundente,
concretamente con el horroroso jarrón de porcelana china que
adornaba la entrada al comedor y que al muchacho le dañaba la vista
cada vez que entraba en la estancia. Pero todo se quedaba en eso, en
sueños despierto, en esbozos mentales de situaciones que, a pesar de
tener ocasión para ello, nunca fue capaz de materializar.
Pero como dice el refrán “la
ocasión la pintan calva” y así fue. Una mañana Sebastiana
amaneció con una tos persistente y unas fiebres altísimas que la
postraron en la cama. Durante unos días su malvado hijo se limitó a
aplicarle remedios caseros que él mismo sabía harían nulo efecto a
la hora de curar la dolencia de su madre. Con ello lo único que
pretendía era que su estado empeorara de tal forma que se fuera para
el otro barrio sin intervención alguna por su parte, pues sólo de
esa manera su conciencia quedaría tranquila. Pero como los días
pasaban y Sebastiana ni se moría ni mejoraba y encima pensaba con
mente más que lúcida, pidiendo a su hijo, una y otra vez, que
llamara al médico, a Judas no le quedó más remedio que hacerlo,
aun en contra de su voluntad. El doctor tuvo que acudir a examinarla
y diagnosticó una bronquitis de caballo que había que cuidar en
extremo si no querían que a la pobre mujer le quedaran secuelas.
Tenía los bronquios muy atascados y por momentos apenas podía tomar
aire. Cuando Judas se percató del detalle una oleada de adrenalina
lo sacudió por dentro. No tenía más que hacer que ayudarla a dejar
de respirar y todo se habría terminado, por fin sería libre para
manejar su vida.
Aquella misma noche, cuando
Sebastiana por fin concilió el sueño, Judas tomó un cojín y
acercándose cautelosamente a la mujer lo apretó con firmeza contra
su rostro macilento. Apenas luchó Sebastiana, a pesar de ser
perfectamente consciente de lo que le estaba ocurriendo, a pesar de
saber que era su hijo, aquel ser por el que había dado todo y al que
había protegido hasta la saciedad, el mismo que estaba terminando
ahora con su vida, pero las fuerzas la habían abandonado ya unos
días atrás y en aquel preciso instante se dejó matar, o más bien,
ayudar a morir. No sintió Judas, en contra de lo que pensaba, el
menor remordimiento cuando se percató de que por fin su madre había
abandonado este mundo, al contrario, una sensación de alivio y de
euforia malsana lo invadió al saberse libre de aquella opresión que
había soportado durante años. Al día siguiente avisó al médico.
Cuando éste acudió a la casa le dijo que aquella mañana su madre
no había despertado. El doctor no pudo hacer más que certificar su
muerte, consecuencia, sin duda, de una insuficiencia respiratoria más
que previsible. No hubo, por supuesto, investigación alguna, no hubo
autopsia. El fallecimiento de la pobre tonta fue de lo más natural.
Sólo su hijo sabía la verdad, una verdad que no hacía más que
abrirle las puerta a una vida diferente.
Pero las cosas no resultaron tan
fáciles como el muchacho pensaba. Habían sido demasiados años de
dependencia absoluta de su madre, y al verse solo se dio cuenta de
que apenas sabía desenvolverse en la vida cotidiana del hogar, como
ya le había ocurrido al comenzar su vida laboral. Lo único que
realizaba con tino y precisión era su trabajo de contable, fuera de
ese campo las cosas se le mostraron harto difíciles. No sabía
hacerse de comer, no sabía zurcir los calcetines, ni poner una
lavadora, no sabía dónde comprar calzoncillos nuevos, ni camisetas
interiores, ignoraba el funcionamiento de una aspiradora o del
calentador y así, irremediablemente, su casa y su vida se
transformaron al unísono en una leonera. Las pizzas y los bocadillos
se convirtieron en su única y exclusiva fuente de alimentación, el
polvo y la porquería se fueron acumulando por encima de los muebles
y enseres, de las perchas de su armario empezaron a colgar ropas
sucias y harapientas y su aseo personal, a pesar de la ducha diaria
con la que se despejaba todas las mañanas, comenzó a resentirse.
Incluso su jefe, aquél que un día lo había admirado por su
inteligencia y pulcritud, tuvo que darle un toque de atención, visto
su aspecto de pordiosero que en nada beneficiaba a la buena imagen de
la empresa. Lo primero que hizo el buen hombre fue preguntarle con
sutileza si le ocurría algo, a lo que Judas respondió que no, que
se encontraba perfectamente, avergonzándose de un problema que no
quería dar a conocer por nada del mundo y para el que, por más que
pensaba, no encontraba solución. Él lo intentaba, por activa y por
pasiva, intentaba poner lavadoras y fregar los platos, pero lo único
que consiguió fue tintar toda su ropa interior de color rosa al
meter en medio un jersey rojo e ir rompiendo poco a poco la fabulosa
vajilla de porcelana fina, regalo de la abuela Ascensión, que su
difunta madre guardaba con amor en el aparador de caoba que presidía
el comedor de la casa.
El día que llegó a la oficina
pálido y ojeroso, vestido con unos pantalones raídos y sucios y una
camisa sin botones y con los puños descosidos, y soltando a su paso
un olor nauseabundo a fritanga de quince días, don Hilario Fuentes
lo llamó a su despacho, previa colocación de una mascarilla para
evitar las nauseas, y le conminó a contarle cuál era el problema
que le había llevado a descuidar su aspecto de semejante manera, de
lo contrario, si seguía de aquella guisa, no le quedaría más
remedio que despedirlo. Sucumbió Judas ante tal amenaza y confesó a
su jefe su absoluta falta de tino para las tareas del hogar y lo
perdido que se encontraba en ese terreno desde la falta de su madre.
Don Hilario Fuentes respiró aliviado, ciertamente asombrado, sin
embargo, ante el estúpido empeño del muchacho de no querer revelar
el motivo de su dejadez, y le dijo que aquello tenía fácil
solución.
-Tienes que contratar una mucama
que se ocupe de las labores del hogar. Yo mismo te enviaré una esta
misma noche, mi mujer tiene muchos contactos en este sentido y estoy
seguro de que no tardará demasiado en encontrar la adecuada para ti.
Aquella misma noche, a las diez
en punto, el timbre sonó y al abrir la puerta Judas se encontró
frente a sí a una mujer de piel oscura y mirada profunda que, maleta
en mano y sin mediar palabra, se le metió en casa y se puso manos a
la obra. A las tres de la mañana su hogar estaba como los chorros
del oro, mientras cinco sacos de basura esperaban a la puerta que
alguien los bajara al contenedor. Ella misma lo hizo, ante la mirada
atónita del muchacho que no podía dar crédito a lo que estaba
viviendo. Si su madre, en vida, había sido una ama de casa como la
copa de un pino, esta mujer le ganaba con creces. Parecía que le
habían dado cuerda. Cuando subió de nuevo al piso le preguntó a
Judas dónde estaba su cuarto. No contaba el chico con que la mujer
se quedara a dormir, así que tras unos segundos de indecisión,
indicó a la mujer que ocupara el cuarto de la Sebastiana, total ella
estaba bajo tierra y no lo iba a ocupar más, aparte de que estaría
encantada de cedérselo a semejante prodigio en las labores
domésticas.
Durante los días siguientes la
mujer renovó el vestuario de Judas, le tiró la ropa harapienta,
conservando unas cuantas prendas que parecían permanecer en mejor
estado, y lo llevó a la peluquería para que le cortaran las greñas
y las barbas que le daban aspecto de mendigo.
-Espero no volver a verle como
le encontré -le dijo cuando dio por concluido su trabajo.
A
partir de aquel día Judas volvió a ser el de siempre, bajo los
cuidados de su sirvienta, cuyo nombre y procedencia ignoraba, es más,
no lo importaban lo más mínimo. Lo único que deseaba era que
continuara trabajando con tanto ahínco, manía, sin lugar a dudas,
heredada del padre que nunca conoció.
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