Cuando
transcurridos los nueves meses de rigor nació su vástago, la dicha
del matrimonio fue absoluta. Para Remigio por haber sido padre de un
varón, para Sebastiana por haber sido madre, sin más. Su mente
infantil apenas podía creer que aquel pedacito de carne sonrosada
que dormía plácidamente a su lado hubiera salido de su propio
cuerpo. Tan feliz se sentía que se dijo a sí misma que no se
separaría del niño jamás y que lo cuidaría como nadie se
imaginaba que fuera capaz. No dejaba que nadie lo tocara y se ocupaba
ella misma de todos sus cuidados, ante el asombro de los que la
conocían bien y el regocijo de su marido, al que la actitud
protectora y maternalista de su esposa confirmó que no podía haber
elegido mejor a la mujer con la que compartir su existencia. Sólo un
detalle lo contrarió y no fue otro que la elección del nombre del
niño. A él le hubiera gustado que llevara su nombre y continuase la
tradición comenzada por su tatarabuelo, pero Sebastiana, devota fiel
de San Judas Tadeo, cuya estampa le habían regalado una monjita
muchos años atrás, se empeñó en que el niño tenía que llevar el
nombre del santo, y a él no le quedó más remedio que transigir. Al
fin y al cabo ya vendrían más hijos y alguno, sin lugar a dudas, se
llamaría Remigio.
Pero bien es cierto que jamás
la felicidad dura para siempre y a nuestra pareja se le echó encima
la desgracia demasiado pronto. Remigió Fontan pagó caro los excesos
cometidos a lo largo de los años, demasiado trabajo, demasiado comer
y beber, demasiadas mujeres, y un buen día su corazón se negó a
seguir manteniendo con vida aquel cuerpo que él creía
incombustible. Durante una interesante disertación ante el Tribunal
Provincial, defendiendo con demasiado ímpetu la inocencia de un
cliente acusado de malgastar fondos públicos en juergas con mujeres
de mala vida y demás dispendios por el estilo, Remigio cayó
desplomado y nada se pudo hacer por salvar su vida. Se fue al otro
barrio así, sin despedirse y ni tan siquiera sin hacer testamento.
No
tenía el pequeño Judas más de seis meses cuando su padre
desapareció de este mundo, ante la incomprensible indiferencia de su
madre, que con tenerlo a él a su lado se daba por satisfecha y para
la que hasta las fastuosas noches de pasión que le regalaba Remigio
en vida habían perdido interés. No derramó ni una sola lágrima en
el velatorio, durante el cual se entretuvo manteniendo charlas
intrascendentes con antiguas conocidas que habían acudido a
acompañarla en el luctuso trance, ofreciendo café y pastelitos de
chocolate y coco a los asistentes, dulces que ella misma se había
puesto a preparar en el preciso instante en que le comunicaron el
fallecimiento de su marido, previendo el desfile de personalidades
que pasarían por la casa y a las que consideraba imprescindible
agasajar como se merecían con el fin de agradecerles su compañía.
Tampoco flaqueó durante el funeral de cuerpo presente y posterior
entierro, limitándose a sonreír a aquellos que con rostro severo se
acercaban a ofrecerle sus condolencias, sonrisa que acompañaba con
la coletilla “son cosas que pasan, así es la vida” como si la
muerte de su marido le importara bien poco, como en realidad así
era.
Como las desgracias nunca vienen
solas, apenas dos meses después de la muerte del abogado fue el
padre de la muchacha el que falleció de unas fiebres que terminaron
con él en menos que canta un gallo. Tampoco esta vez mostró
Sebastiana su pena al mundo, tan centraba estaba en el cuidado de su
pequeño, ni siquiera acudió al entierro, aduciendo que sus deberes
maternales se lo impedían, cosa impensable en otras circunstancias
dada la unión y complicidad que había mantenido siempre con su
progenitor durante su soltería.
Su
madre, una mujer hastiada de la vida, vio en la muerte de su marido
la posibilidad de resurgir de sus propias cenizas y se propuso
disfrutar todo lo que no había podido hasta el momento, para lo que
no se le ocurrió mejor cosa que pedirle consejo a su hija.
Sebastiana, que al contrario de lo ocurrido con su padre, con su
madre no había mantenido jamás relación estrecha dado el carácter
frío y autoritario de aquélla, le dijo que disfrutara lo que le
diera la gana pero que a ella la dejara en paz y que si necesitaba
ayuda que se la pidiera a la Graciana, la madama del burdel, que esa
sabía mucho de diversiones y disfrutes. Acudió pues la buena mujer
a solicitar consejo a la dueña del putiferio la cual, agradecida de
tener a alguien que le mostrara confianza, fue más allá de los
consejos y le ofreció casa y trabajo como peluquera y maquilladora
de sus putas, puesto que la anterior se había largado con viento
fresco, a lo que la otra aceptó en seguida, olvidándose de su hija,
de su nieto y hasta de toda su vida anterior.
De esta manera Sebastiana se
quedó sola en el mundo, sin más compañía que la del pequeño
Judas, que, por otro lado, ella consideraba que era más que
suficiente para ser feliz. Su marido la había dejado en buena
posición, por lo que dinero no le había de faltar para salir
adelante con holgura y siendo que su hijo era lo único que merecía
su atención, se dedicó a él en cuerpo y alma, sin percatarse, dada
su imbecilidad, de que con ello estaba contribuyendo a hacer de él
lo que había llegado a ser: un hombre sin carácter al que nadie
tenía en cuenta.
El
pequeño Judas resultó ser un niño tan guapo como su madre, de la
que afortunadamente no llegó a heredar su idiotez, muy al contrario,
pues con el tiempo llegaría a destacar por su extrema inteligencia.
Su pelo rubio y rizado y sus enormes ojos increíblemente azules, le
daban aspecto de querubín, y eso precisamente fue lo que llegó a
creer Sebastiana: que su niño era un angelito que le había enviado
el Señor y que por ello tenía que cuidarlo y protegerlo con suma
diligencia.
Vigilada de cerca por Doña
Luciana, la vecina, que sentía adoración y pena por la pobre
muchacha, Sebastiana tomó la primera decisión importante respecto a
su hijo el día que éste cumplió los cinco años: no iría a la
escuela, no sería conveniente para él. El contacto con los otros
niños no le haría ningún bien, pues además de ser fuente segura
de infecciones y enfermedades, también lo sería de mala educación.
Ella se ocuparía de enseñarle a leer y a escribir que al fin y al
cabo era lo único que necesitaría para desenvolverse por el mundo,
si acaso a sumar y restar para que pudiera hacer cuentas y no le
engañaran con los cuartos. La señora Luciana intentó convencerla
por activa y por pasiva de que estaba en un error, pero ella, con la
tozudez propia de los ignorantes, siguió en sus trece. No obstante
sí que aceptó un consejo de la buena mujer, que le sugirió que ya
que no quería enviar al chiquillo a la escuela, al menos debía
contratar un profesor particular para que le diera clases en la casa,
nada de enseñarle ella misma, que ya tenía bastante trabajo con las
tareas cotidianas. No se opuso a ello Sebastiana, es más, pensó que
aquella era la solución perfecta para su muchachito, que así podría
aprender a leer y escribir y a hacer sumas y restas sin salir de su
casa y orientado por un profesional.
Contrató pues la mujer al
profesor, que resultó ser un muchacho culto y formal, que se
dedicaba en exclusiva a dar clases particulares a domicilio, en
general a chicos que no iban demasiado bien en los estudios, por ello
se sorprendió gratamente cuando se percató de las habilidades
intelectuales de su nuevo alumno. Judas aprendió a leer y escribir
perfectamente en apenas un mes y a hacer sumas y restas en apenas una
semana. Desde el principio mostró una leve inclinación hacia las
matemáticas, aunque la lectura se convirtió en su pasatiempo
preferido, dada su nula vida social. En realidad el chico no le hacía
ascos a nada. Dominó pronto la geografía y la historia de España,
mostró gran interés por la física y la química, así como por la
biología y se reveló como un gran dibujante. No había materia que
se le escapara. Rodrigo, que así se llamaba el profesor, pensó que
Judas se merecía algo más que sus clases, pues él carecía de
medios suficientes para enseñar lo que aquel chico parecía ser
capaz de aprender. Dos años estuvo el muchacho enseñando al niño,
que aprendió mucho más que cualquier muchacho de su edad. Pasado
este tiempo el profesor habló seriamente con la madre para
plantearle la situación, su hijo era muy listo y necesitaba ir a una
escuela donde pudieran ofrecerle la educación que se merecía. Pero
la pobre Sebastiana no entendía de listezas ni de educación y se
negó en rotundo a dejar a su hijo salir de la casa sin que ella lo
acompañase, y el maestro particular, viendo que no podía hacer
absolutamente nada, decidió poner la situación en manos de los
servicios sociales de la ciudad. Si ya no era muy ortodoxo tener al
pequeño sin acudir al colegio mucho menos lo era no dejarle aprender
todo lo que su mente privilegiada podía absorber. Más no tuvo
demasiada suerte en su empeño. La asistenta social a la que
asignaron el caso, una mujer menuda y frágil y aparentemente débil
de carácter, resultó ser prima lejana de Sebastiana, por lo que en
lugar de mostrarse dura e intransigente con las bobadas de la mujer,
se dejó llevar por la pena y redactó un informe en el que hacía
ver que aquel niño no estaría mejor con nadie que con su madre, la
cual le aportaba cuidados y conocimiento necesarios para que el día
de mañana pudiera defenderse en la vida. Ante tal cúmulo de
despropósitos Rodrigo dejó de dar clases a Judas, pues nada podía
aportar a los ya extensos conocimientos del chico, y considerando su
relación profesional con el pequeño un total y completo fracaso, se
retiró a una cueva y se volvió anacoreta.
El pequeño Judas, ajeno a todo,
siguió ejercitando su afición por la lectura y por los números,
consultando y leyendo los numerosos libros que su padre le había
dejado en herencia y que contribuyeron, sin duda alguna, a alimentar
su sed de saber autodidacta. Se encerraba todas las mañanas en la
amplia y luminosa biblioteca y devoraba los volúmenes que llenaban
las estanterías, le daba lo mismo la materia de la que trataran,
desde geografía, hasta química; desde matemáticas hasta física y,
por supuesto, todos y cada uno de los compendios de derecho, tesoros
que su padre había mimado con la sana intención de dejarlos en
herencia a aquel que continuara su labor jurídica. Sólo cuando en
su casa no hubo ya libros que consultar convenció a su madre para
que le dejara acudir todas las mañanas a la biblioteca de la ciudad,
a lo que ella accedió con la ineludible condición de ser su asidua
acompañante.
Fueron entonces ambos,
protagonistas de un cuadro que merecía la pena ver. El chico leía
con desmesurado interés todo lo que se le ponía por delante,
mientras la idiota de su madre se sentaba a su lado y sacaba su labor
de bordado, ante la estupefacta mirada de la bibliotecaria y de los
demás usuarios del recinto, a los cuales no dejó de parecerles
graciosa semejante situación, mas como ni uno ni otro molestaban lo
más mínimo terminaron por aceptarlos y dejaron de prestarles
atención.
Varios años vivieron madre e
hijo de esta guisa, sin más aspiraciones que seguir en aquella
situación que a ambos les parecía no sólo cómoda, sino incluso
idílica. Todo cambió aquella tarde en que apareció por la casa Don
Hilario Fuentes, un hombre respetable y de bien, antiguo amigo de Don
Remigio, que con la llegada de la democracia se había apuntado a la
moda del cambio de chaqueta renegando de su pasado fascista, de tal
manera que en ciertos círculos se había convertido en ejemplo para
todos aquellos que querían apuntarse al carro de las libertades.
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