Judas Fontán esperaba paciente
en la cola del Registro Civil a que le llegara su turno y así poder
solicitar una partida de defunción de su madre, fallecida apenas una
semana antes. Unas doce o quince personas le precedían, si bien al
menos tres de ellas se habían colado descaradamente sin que él se
atreviera a recriminarles su actitud, simplemente les dirigía
miradas cargadas de una falsa ira de las que, evidentemente, no se
percataban. Ya estaba acostumbrado, en todos lados era absolutamente
ignorado, lo trataban como si fuera invisible, como si no existiera.
Sin duda su carácter apocado y extremadamente tímido tenía mucho
que ver en ello.
Judas era hijo de Remigio
Fontán, un famoso abogado de la época franquista estrechamente
vinculado al régimen, y de Sebastiana Arniches, una buena mujer con
un ligero retraso mental, elegida así adrede por su marido, que sólo
quería a una esposa que le diera hijos y que se ocupara de él como
Dios manda, pues ese era el deseo de su progenitora fallecida poco
antes y de él mismo, que no tenía la menor intención de
desperdiciar su valioso tiempo en las estúpidas tareas de la casa.
Se conocieron de casualidad, cuando el padre de la muchacha, Romualdo
Arniches, capitán de la marina mercante retirado, acudió al bufete
del abogado a realizar una consulta sobre unas tierras que tenía en
propiedad. Ella le acompañaba, le acompañó aquella primera vez y
todas las demás veces que, huelga decirlo, fueron bastantes.
Sebastiana se sentaba en el hermoso sillón de cuero verde que el
abogado amablemente le ofrecía y observaba en silencio las
conversaciones que mantenían su padre y el letrado, y aunque no
entendía absolutamente nada de aquellos términos jurídicos,
asentía de vez en cuando, como la estúpida que era, mirando a su
padre con profunda admiración y a Remigio con infinito respeto.
Cuando llegaba la hora de marcharse se levantaba y seguía a su
progenitor como un corderillo a su madre, saludando educadamente al
letrado con una leve inclinación de cabeza.
A
través de aquellas horas de conversaciones jurídicas con su
cliente, Remigio pudo darse cuenta que aquella bonita chiquilla, que
apenas articulaba palabra y que semejaba obedecer ciegamente a todo
lo que su padre le decía, podía ser la mujer que él necesitaba a
su lado. Parecía media parada, de eso no cabía duda, pero tan nimio
detalle le daba lo mismo si la mujer sabía desenvolverse con
desparpajo en los tediosos quehaceres domésticos. Evidentemente
tenía que comprobar que estaba en lo cierto, lo cual no sería
difícil dada la estrecha relación profesional que tenia a bien
mantener con el padre de la susodicha. Cierta tarde se presentó en
el domicilio del buen hombre con la excusa de ofrecerle asesoramiento
sobre la venta que deseaba realizar y allí sus agradables sospechas
se vieron gratamente confirmadas. Sebastiana no sólo era discreta,
eso saltaba a la vista durante las visitas a su bufete, sino también
extremadamente hacendosa y atenta con las visitas. Después de
franquearle la entrada y de conducirle a la salita en la que Don
Romualdo Arniches quemaba las horas vespertinas leyendo y fumando en
pipa, le ofreció un café y una copita de brandy a las que Remigio
accedió gustoso. Luego, mientras los hombres charlaban sobre sus
asuntos, la moza se sentó en un sillón algo apartado y sacando su
labor de bordado se concentró en la misma ajena a las miradas de
soslayo que le dirigía con disimulo el fornido abogado.
Hubo de realizar dos o tres
visitas más al domicilio de los Arniches, alguna en horario de
mañana, cuando Sebastiana tenía más trajín, antes de decidirse a
pedir la mano de la muchacha. Cuando finalmente se dio por satisfecho
en sus comprobaciones no tardó en hablar con su padre y ponerle al
corriente del interés que su hija despertaba en él y no se volvió
atrás, como el buen hombre pensaba, cuando éste le informó de que
Sebastiana era ligeramente subnormal, un poco tonta, simple. Sabía
leer y escribir, realizaba a la perfección las tareas domésticas y
se comportaba en público como una perfecta dama cuya discreción era
motivo de loa en cualquier reunión, pero no debía esperar mucho más
de ella. Remigio le respondió que precisamente todo eso era lo que
buscaba en una mujer, y no dudó un instante en reiterar su petición
de mano.
Aquello fue motivo de extrema
alegría para los padres de la muchacha, que jamás mantuvieron
esperanza alguna de casarla y mucho menos con aquel buen partido que
Dios había tenido la bondad de poner en su camino. No le preguntaron
su opinión porque consideraban que no importaba demasiado, no fuera
a ser que a la tonta se le ocurriera poner algún defecto a su
selecto pretendiente. Cierto es que jamás, en sus veinte años de
insulsa vida, había puesto el menor inconveniente a nada, pero ya se
sabe, a veces en el momento menos pensado salta la liebre, y estaba
claro que no había que tentar al diablo. Se limitaron a comunicarle
su próximo enlace con el señor Remigio Fontán, y ella, que sabía
perfectamente quién era el afortunado, asintió levemente mostrando
una tímida sonrisa. No obstante, durante las tres o cuatro noches
siguientes a la recepción de tan importante noticia, Sebastiana no
pudo dormir pensando en aquel matrimonio que de repente venía a
convulsionar su tranquila vida de boba. Pensaba en el novio al que
apenas conocía y al que, sin embargo, atribuyó generosas virtudes
con las que, sin darse cuenta, intentaba idealizar la imagen del
hombre. Y es que, inevitablemente y en contra de su voluntad, desde
el primer día que lo vio no pudo evitar compararlo con un rollizo
cochinillo. Se imaginó que, a pesar de resultar tan poco atractivo
físicamente, seguramente sería Remigio tan romántico como los
atractivos galanes de las películas dulzonas y empalagosas que tanto
le gustaba ir ver al cine. Había algo, sin embargo, que la
obsesionaba con insistencia, y no era otra cosa que la diferencia de
edad entre ambos, lo cual hacía que, a sus ojos, su repentino novio
se le antojara más un padre que una pareja con la que compartir vida
marital. Por eso mismo se atrevió a preguntar tímidamente a su
madre si no consideraba que el abogado era un poco mayor para ella. Y
es que Remigio se acercaba ya a los cincuenta años, a pesar de lo
cual sus facultades tanto mentales como físicas se encontraban al
cien por cien, y si no que le preguntaran a las putas del burdel de
la Graciana, a donde todos los sábados por la noche acudía a saciar
sus necesidades más bajas. La madre de Sebastiana le dijo que la
diferencia de edad poco importaba cuando se trataba de compartir vida
con un caballero de tan alto renombre como el que se había enamorado
de ella, y la chica, tonta como era, le dio a su madre la razón sin
cuestionarse nada más.
Se dijo a sí misma que tenía
que estar como estaban todas las novias en los días previos al
enlace, felices e ilusionadas, y feliz e ilusionada fue pasiva
espectadora de los preparativos de su propia boda. Su madre tomó las
riendas de la situación y se encargó de preparar todo lo necesario
para que el enlace de su única hija fuera el mayor acontecimiento
del año en la pequeña ciudad de provincias en la que habitaban.
Concertó iglesia, decoración floral y confeccionó una extensa
lista de invitados, entre los que se encontraban las más altas
personalidades civiles y militares de la región con las que tenían
relación. También encargó atuendos para toda la familia en la
tienda de alta costura más prestigiosa de la ciudad, incluido el
vestido de la novia, un vestido de un blanco inmaculado, de corte
romántico, con sedas y encajes que hacían que la Sebastiana
pareciese un ángel directamente bajado del cielo y cuando por fin
llegó el día señalado, la muchacha acudió feliz al altar del
brazo de su padre, dispuesta a entregarse ciegamente a un hombre con
el que apenas había cruzado un par de palabras y que, inmediatamente
después de su fastuosa boda, la ignoró por completo, salvo por las
noches. No le pareció mal a la tonta, sin embargo, la actitud de su
marido, al contrario, el desinterés que Remigio parecía sentir por
ella no era sino un alivio, pues le permitía continuar llevando la
vida rutinaria que llevaba cuando estaba soltera. Ella era feliz con
su escoba, su plancha ,la preparación de las comidas diarias y el
eterno bordado al que se entregaba cada tarde sentada cómodamente en
la soleada galería de su vivienda. Descubrió sin embargo con gozo
que su nueva vida de casada le proporcionaba también una inmensa y
desconocida felicidad por las noches, cuando su esposo jugueteaba con
su cuerpo de tal manera que despertaba dentro de ella unas extrañas
y placenteras sensaciones que jamás se había podido imaginar que
existían y que la empujaban a mostrar actitudes soeces y atrevidas a
las que no era capaz de encontrar explicación, dado su natural
carácter recatado. Hay que decir que Remigio estaba, de igual
manera, extremadamente satisfecho con la desbordante pasión de la
que hacía gala su idiota mujer, pasión que le hacía disfrutar casi
tanto como los morbosos juegos a los que se entregaba con las chicas
del burdel de la Graciana.
Así las cosas, su vida parecía
no poder marchar más a derechas. Sólo cuando unos meses más tarde
Sebastiana enfermó y tuvo que dejar de lado las tareas de la casa,
cosa esencial para su marido, éste pensó que bien pudiera ser que
los padres de la muchacha le hubiesen ocultado algún trastorno de
salud que ahora se manifestaba cual vicio oculto de cualquier negocio
ilegal. La muchacha se sentía enferma todas las mañanas a la hora
de levantarse, con vómitos y mareos que la dejaban más lánguida
que una verdura pasada de fecha, inservible para otra cosa que no
fuese permanecer en la cama en posición horizontal y ni aun así se
calmaba su malestar. Remigio estaba seguro, no obstante de sus
sospechas, que la pobre chica no fingía y que su enfermedad era tan
real como ella misma, así que se puso en contacto con su amigo
Armando Sepúlveda, viejo conocido y amigo de correrías
universitarias, médico de profesión con fama de tener buen tino en
el diagnóstico e inmejorable hacer en la cura. Armando examinó a
Sebastiana y fue rotundo: no estaba enferma, sólo estaba preñada,
asunto que se solucionaría previsiblemente dentro de ocho meses más
o menos, los que faltaban a la muchacha para parir si todo iba como
debía ir. Recetó el galeno unas pócimas para aliviar los
malestares de la futura madre y la vida del matrimonio volvió a su
curso normal, ambos ilusionados y satisfechos por ese hijo que venía
en camino con el que Dios había tenido a bien bendecir su unión.
Sebastiana no dejaba de imaginarse con su bebé en brazos y su eterna
labor de bordado fue sustituida por la confección del ajuar completo
para su hijo. Remigio, por su parte, se sentía altamente satisfecho
por aquel retoño que venía en camino, futuro heredero de su fortuna
y seguramente de su profesión, que a aquellas alturas de su vida se
había convertido ya en una posibilidad relegada al olvido.
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