Aquel desplante de Conchita significó un revulsivo en mi vida.
Comprendí que mi historia con ella pertenecía al pasado y que por
mucho que la recordara y que en mi mente permaneciera todavía viva,
los momentos de pasión que habíamos pasado juntos jamás se iban a
repetir. Ahora estaba a mi lado Marina y en una cosa había tenido
razón mi antiguo amor, era la mejor mujer que podía haber
encontrado. Así que en cuanto salí del piso de Felisa aquella
tarde, tomé la decisión de olvidar y de seguir mi vida. Enterré a
Conchita dónde se merecía, en el olvido, y ni siquiera me despedí
de ella y su esposo, el día que se fueron tenía cosas mucho más
interesantes que hacer.
Mi relación con Marina se formalizó, éramos novios de verdad,
oficiales, como eran los novios de aquellos años, pero eso no quería
decir que mis ganas de sexo hubieran desaparecido, más bien al
contrario, Marina era como la fruta madura y apetitosa que se tiene
al alcance y que por un motivo y otro no se puede comer y yo tenía
que comerla.
Disfrutábamos de nuestros momentos de intimidad, que se
limitaban a besos y caricias lascivas. La primera vez que la masturbé
estábamos en un rincón oscuro de una discoteca. Muchas veces le
había acariciado los pechos. Le metía mi mano por debajo de su
jersey o su blusa, y jugueteaba con sus pezones, poniendo mi oreja al
lado de su boca para escuchar bien sus gemidos reprimidos pero
cargados de excitación, una excitación que era contagiosa, puesto
que yo me marchaba a casa igual que un animal en celo, con mi polla
totalmente a punto de estallar, y debía meterme en el baño para
descargar aquella pasión contenida que a veces me ponía casi
enfermo.
Aquella tarde de domingo la boite estaba extrañamente vacía,
así que nos fuimos para la esquina más alejada y oscura y nos
pusimos a lo nuestros. Nadie reparaba en nosotros, entre otras cosas
porque había muchas más parejas en rincones oscuros dedicándose a
lo mismo, a darse el placer que no podían darse en otro lugar.
Comencé a acariciarle los pechos y al poco comenzó a excitarse,
como le ocurría siempre, pero aquel día quise dar un paso más y
lentamente fui subiendo mi mano por su muslo, dirigiéndola al rincón
oscuro de su intimidad. Ella se dejó hacer y abrió las piernas
ligeramente para que mi viaje fuera más ligero y sin obstáculos.
Cuando llegué hasta sus bragas pude comprobar que estaban totalmente
mojadas. Las separé y acaricié con mis dedos sus labios húmedos y
calientes. Ella dio un ligero respingo y la besé para que no es
escucharan sus gemidos cada vez más sonoros. Mi mano buscó el punto
justo que debía estimular y así lo hice. Me hubiera gustado
follármela allí mismo, pero no era plan. Además, en algunas
ocasiones en las que habíamos hablado del tema, ella me había dicho
que tenía un profundo temor a quedarse embarazada. Por aquel
entonces no teníamos acceso a los medios anticonceptivos con la
facilidad de hoy en día y había que recurrir a métodos poco
ortodoxos y no exentos de riesgos. Así que, a mi pesar, respetaba la
decisión de mi novia y me conformaba con aquellos escarceos amorosos
un tanto suaves después de todo lo que yo había vivido al lado de
la mujer olvidada. Así que lo de aquella tarde, a pesar de no ser lo
mejor, era un paso más en nuestra escalonada vida sexual. Sentir el
coño de Marina en mi mano, sus fluidos empapándome los dedos, su
protuberancia totalmente fuera de sí, como ella, era todo un logro.
De pronto el cuerpo de Marina se arqueó ligeramente, empujando su
pubis hacia fuera, señal de que el orgasmo estaba a punto de llegar.
Me afané un poco más y enseguida escuché sus gritos ahogados que
me indicaban que había alcanzado el placer supremo. Luego se relajó
lentamente, mientras temblaba como una hoja arrastrada por el viento.
Me miró con gesto avergonzado. Me abrazó escondiendo su cara en mi
cuello y me dijo al oído:
-Te quiero.
Sí, yo también la quería. Y por eso tenía que conseguir
que se entregara a mí como fuera.
*
El verano estaba tocando a su fin. Habíamos disfrutado todo
lo que habíamos podido en el siempre desordenado verano norteño.
Los fines semana, el tiempo que nos dejaban libres nuestras
respectivas ocupaciones , solíamos ir a la playa. Habíamos
descubierto una pequeña cala, de aguas tranquilas y de difícil
acceso, motivo por el cual estaba prácticamente vacía de gente, a
la que solíamos acudir casi todos los domingos, a veces incluso a
comer, unos bocadillos, o una ensaladilla rusa cocinada por la madre
de Marina.
Uno de aquellos domingos, por fin, ocurrió lo que yo tanto
tiempo venía esperando. La playa estaba desierta. En cuanto llegamos
nos metimos en el agua y al salir nos tiramos sobre unas toallas,
cerca de un árbol, resguardados de miradas ajenas que por otro lado
no existían. Marina estaba preciosa con sus cabellos mojados, con su
piel bronceada regada con minúsculas gotas de agua. No pude
resistirme y la besé en los labios, con pasión, con tanta pasión
que al momento mi órgano sexual respondió a aquel estímulo tan
simple. Acaricié su vientre y fui subiendo la mano hasta sus pechos.
Bajé el tirante de su traje de baño y liberé sus pechos. Eran
redondos, firmes, con unos pezones oscuros que en aquel momento
estaban en pie de guerra. Los acaricié y nuestra excitación creció
un poco más. Poco a poco, entre besos y caricias, le fui bajando el
bañador mientras paseaba mis labios por su piel salada y húmeda.
Marina suspiraba y arqueaba su cuerpo hacia mí. Yo respondí a su
deseo acercando mi mano a su pubis, cubierto de un ligero vello
rizado y oscuro. A pesar de haber salido del agua, estaba caliente y
viscoso. Despojé a mi novia por completo de su traje de baño y me
dispuse a darle placer con mi lengua. Era la primera vez que hacíamos
tal cosa y cuando vio que acomodaba mi cabeza entre sus piernas se
puso tensa.
-Relájate cariño – le dije –, solo voy a hacer que lo
pases muy bien.
Poco a poco, casi al mismo ritmo que mi lengua se afanaba en
su clítoris inflamado y sediento de placer, Marina se fue relajando
y se dejó hacer. De vez en cuando yo acariciaba mi miembro, con la
esperanza de no tener que terminar en solitario aquel encuentro
sexual. Marina se corrió de forma brutal, retorciendo su cuerpo en
un frenesí de pasión incontrolable y entonces, casi de inmediato me
puse sobre ella e intenté que abriera sus piernas.
-No, Teo, eso no. No me atrevo.
-Pero ¿por qué? Lo pasaremos muy bien de nuevo, y esta vez
los dos juntos – le dije intentando convencerla.
-¿Y si me quedo embarazada?
-No te preocupes, me controlaré, ya verás como no pasa nada.
Mientras le hablaba la iba besando, acariciando de nuevo, y
poco a poco en medio de negativas que no lo eran tanto, fue abriendo
sus piernas y dejándome vía libre para introducirme en su cuerpo.
Era virgen, así que lo hice despacio, con mucho cuidado, con
lentitud premeditada para no hacerle daño, para que aquella primera
vez quedara grabada en su memoria como un momento hermoso e
inolvidable.
La miré a los ojos y en ellos vi todo el amor que nunca había
visto en los de Conchita. La amé de verdad, como nunca antes había
amado y la hice gozar como mi maestra me había enseñado.
A partir de aquel día nuestros encuentros sexuales se
hicieron habituales. En su casa, en la mía, escondidos entre la
maleza de un parque o en los servicios de la discoteca cuando ya la
gente comenzaba a marchar. Recuerdo especialmente un sábado en que
sus padres se fueron a no sé dónde. Su madre había dejado la
comida preparada y yo me presenté allí en cuanto ellos se
marcharon. Nos pasamos el día follando. En la cama, en la ducha, en
la mesa del cocina, en el sofá. La lujuria y la pasión fueron
nuestras compañeras durante aquellas horas de soledad. El sexo había
dejado de ser lo prohibido.
Una fría y lluviosa tarde de febrero Marina me llamó a casa
pidiéndome que la fuera buscar a la salida del trabajo. Lo hice y la
vi con el semblante serio y preocupado. Nos fuimos a una cafetería y
delante de unos cafés humeantes me dio la noticia:
-No me baja la regla desde hace quince días, me parece que
estoy embarazada.
Es fue el principio del final de mi vida de libertino, de mis
intentos de promiscuidad que la mayoría de las veces se quedaban en
eso, en el intento. Marina estaba embarazada y como era natural en
aquellos años, preparamos la boda enseguida. Apenas dos meses
después pasamos por la vicaría.
Indefectiblemente Conchita y su esposo estaban invitados a
la boda, pero no acudieron. No obstante me enviaron un sustancioso
regalo. Una cantidad de dinero impensable para los demás invitados.
Recuerdo que aquel día, en un descanso del baile. Me asomé a uno de
los balcones y encendí un cigarro. Cuando me di cuenta mi padre
estaba a mi lado.
-¿En qué piensas hijo? – me preguntó.
-En nada especial – respondí sin mentirle.
-¿Piensas en ella?
Le miré sorprendido, interrogándole con la mirada.
-¿A quién te refieres?
-A Conchita – respondió mi padre, provocando en mí una
profunda sorpresa –. Siempre tuve la impresión de que entre
vosotros hubo algo más que la inocente amistad que aparentabais.
Tiré la colilla el suelo y la aplasté con el pié.
-¡Qué cosas tienes, papá! Anda, vamos adentro, que la fiesta
sigue.
Creo que mi padre no quedó muy convencido de mi respuesta. Pero
yo tenía la intención de llevar mi secreto a la tumba, hasta ahora,
que no sé bien por qué, me he decidido a contar mi historia.
Mi boda con Marina dejó atrás todo lo vivido anteriormente. A
los pocos meses nació nuestra única hija. Y fui feliz.
*
El banco en el que trabajaba me envió a hacer un curso a
Madrid. Durante un año, un fin de semana al mes, tomé el avión
para dirigirme a la capital y seguir las enseñanzas que me habían
ordenado. Quiso la casualidad que una de esas veces me encontrara con
Conchita en el aeropuerto. Habían pasado muchos años en los que
apenas había sabido de ella, pues fallecidos mis padres le había
perdido la pista por completo. Aun así la reconocí. A pesar del
tiempo y de que ya no cumplía los sesenta se conservaba
fenomenalmente bien. Apenas tuvimos tiempo más que para cruzar unas
palabras de cortesía. Me preguntó si iba a pasar muchos días en
Madrid y yo le expliqué. Me dio una tarjeta con su dirección y me
dijo que fuera a visitarla cuando quisiera, que estaría encantada de
recibirme en su casa. Al salir del aeropuerto, antes de tomar un taxi
al hotel, la arrojé a una papelera. La mujer que me había enseñado
a amar ya no era más que un recuerdo dormido. Para siempre.
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