Conchita y su esposo llegaron a Ferrol dos días antes de fin
de año. Habían pasado parte de las fiestas con la familia de ella y
ahora llegaban a la ciudad a disfrutar del resto de sus días de
asueto con la familia de él. Se presentaron en casa un domingo por
la tarde, poco menos que de sorpresa, pues aunque sabíamos que
venían, no teníamos la certeza del día exacto. Yo estaba en el
salón, con el resto de la familia, y cuando ella y su marido
entraron por la puerta mi corazón comenzó a latir tan fuerte que
pensé que se me saldría del pecho. Estaba mucho más guapa que
antes. Se notaba que el matrimonio le sentaba bien y que su actual
marido no le daba mala vida como en su día le había ocurrido con
Don Ricardo. Saludó a todos con un beso y palabras cariñosas y me
dejó a mí para el final.
-Mucho has cambiado, Teo – me dijo después de darme el
consabido y clásico beso en la mejilla –. Estás hecho todo un
hombre. Y me han contado que tienes novia. Me alegro mucho, de
verdad.
No le dije nada. Me limité a sonreír con amargura, aunque no
estoy seguro de que ella llegara a captar tal amargura, porque en
seguida apartó su atención de mí para ponerse a charlar con mi
familia de cosas que a mí me no me importaban en absoluto. La miraba
y me parecía una completa desconocida. Era como si todo lo vivido a
su lado no hubiera existido y hubiera sido solo un sueño que me
había abierto los ojos al sexo y al amor carnal.
Miré mi reloj y vi que era hora de ir a buscar a Marina, así
que salí de casa sin despedirme, total nadie se dio cuenta, ella
tampoco, y me dirigí al lugar en que había quedado con mi novia
caminando despacio y sin entender muy bien por qué la presencia de
Conchita me estaba turbando de aquella manera. Marina se dio cuenta
de que no era el mismo de siempre y me preguntó qué me ocurría.
-Nada, simplemente no he dormido muy bien esta noche y estoy
cansado – mentí –. Debo estar cocinando una gripe o algo así.
Aquella tarde, cuando, ya de regreso a casa, acompañaba a
Marina a la parada del bus, triste y cabizbajo, estando ella también
un poco extrañada por mi actitud, le pregunté:
-Marina ¿tú me quieres?
-Ay Teo, qué raro estás hoy. Supongo que sí. No sé qué te
pasa, pero no creo que estés incubando nada. No sé por qué me
preguntas esas cosas.
-Es que yo sí que te quiero. Y.... como nunca te lo he
dicho.
El bus hizo acto de presencia y Marina, después de darme un
leve beso en los labios, subió a él, no sin antes echarme una
última mirada cargada de interrogantes.
De vuelta a casa mis pensamientos eran un ovillo de lana
enmarañada. Le había dicho a Marina que la quería, y era así, sin
embargo estaba seguro de que si se me presentara la ocasión para
revivir mi amor con Conchita, no dudaría ni un instante en
entregarme. Pesaban demasiado en mí los recuerdos, los momentos de
intenso placer vividos a su lado, las caricias que otro me había
robado y que todavía, a aquellas alturas, sentía que me pertenecían
por derecho propio.
Cuando llegué a casa ya todos se habían marchado. Me metí en
la cama y mi último pensamiento, antes de dormirme, fue para el
clítoris jugoso e hinchado de Conchita.
*
Aquella semana yo tenía vacaciones en el banco, así que en
las mañanas deambulaba por casa echándole una mano a mi madre,
sacando a pasear a la abuela o entreteniendo a mi hermana. Pensaba en
Conchita, pero no preguntaba. Sabía que no se marcharía a Nueva
York hasta pasada la fiesta de reyes, y sabía también que , de
manera inevitable, pasaría de nuevo por casa.
Una tarde mamá me envió a la terraza a recoger la colada. Yo
obedecía a regañadientes. Cuando volvía al piso me pareció ver
que por debajo de la puerta del de Felisa asomaba un papel blanco.
Corrí a dejar la ropa en mi casa, le dije a mi madre que había
quedado con un amigo para tomar algo y subí sigilosamente al piso de
Felisa. No me había equivocado, no había visto doble, la contraseña
estaba allí, ella me esperaba. Sumamente nervioso pulsé el timbre y
pronto escuché sus pasos livianos, suaves, que se acercaban a la
puerta. Allí estaba, como siempre, como antes, tan guapa, tan
sensual... aunque no vistiera su eterna blusa bajo la cual solía
llevar únicamente sus bragas. Llevaba un discreto vestido azul de
falda acampanada que le sentaba como un guante.
-Pasa, anda – me dijo – que no te vayan a ver. Pasa al
salón, ya lo conoces.
Sí, ya lo conocía y allí me dirigí. Me senté en el viejo
sofá encima del cual tantas veces nos habíamos comido a besos y sin
atreverme a mediar palabra la miré interrogante.
-No tengo nada para ofrecerte para tomar – me dijo –
evidentemente aquí no hay nada.
Estaba en el umbral de la puerta, jugueteando nerviosa con sus
manos.
-No te preocupes – respondí – no me apetece nada.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros. Nos
miramos largamente y de repente aquella situación me pareció la
más absurda del mundo.
-Conchita ¿a qué me has traído aquí? – le pregunté
armándome de valor – Esto es absurdo, salvo que sea para...
-Necesitaba estar contigo a solas un momento – dijo, haciendo
que mi frase se quedara colgando en el aire –. Tienes razón, quizá
todo esto sea un absurdo. Pero el otro día te vi tan... hombre.
Me levanté y caminé hacia ella lentamente. Se apoyó en el
quicio de la puerta. Nuestras miradas estaban clavadas la una en la
otra. Llegué a su lado y mientras abrazaba lentamente su cintura
apoyé mi frente contra la suya. Yo ya estaba completamente excitado
y acerqué mi cuerpo al suyo para que notara la plenitud de mi sexo,
mientras la besaba con pasión en los labios, surcando el interior de
su boca con mi lengua. Su respiración agitada me animó a seguir.
Continuaba siendo la misma hembra caliente de antaño. Mis labios
bajaron hacia su cuello. El aroma de su perfume era distinto,
denotaba más clase, más elegancia. Mis manos acariciaron sus pechos
turgentes y pude notar la dureza de sus pezones a través de la fina
tela del vestido. Un gemido suyo rompió el aire. Le desabotoné la
parte delantera del vestido y le subí el sujetador para que sus
pechos quedaran al aire. Hundí mi cara entre ellos por un instante,
acariciándolos con mis manos temblorosas. Luego fue mi boca la que
succionó aquellas dos protuberancias que pedían a gritos mis mimos.
Conchita ya estaba fuera de sí. Su pubis se adelantó al resto de su
cuerpo pidiendo guerra, y yo estaba dispuesto a dársela, así que
levanté la falda de su vestido y mi mano se introdujo en sus bragas
y llegó hasta su sexo, húmedo, caliente, inflamado de deseo. Busqué
su clítoris y comencé a masajearlo con suavidad. Ella echó la
cabeza hacia atrás y se dejó hacer. La estimulé hasta que estalló
en un orgasmo que la hizo gemir fuertemente. Tuve que taparle la boca
con un beso para que no se escucharan sus gritos. Cuando se fue
apaciguando la arrastré al sofá con la intención de follármela,
pero entonces, de pronto, su actitud cambió. Cuando se vio recostada
en el sofá, cuando se dio cuenta de que le había sacado las bragas
y que me disponía a penetrarla para hacerla disfrutar de nuevo,
entonces se volvió atrás.
-No Teo, no puede ser – me dijo empujándome para liberarse de
mi cuerpo –. No puede ser, no podemos llegar tan lejos.
-Pero ¿qué dices? ¿Vas a dejarme así ahora? – pregunté
muy irritado.
-No puede ser – dijo de nuevo mientras se recomponía la
vestimenta –. Esto no debió ocurrir. Mi marido no se lo merece y
no puedo cargar mi conciencia con algo así. Y tú tampoco puedes
hacérselo a tu novia. ¿Sabes? El otro día, sin que te dieras
cuenta, te vi con ella. Es muy bonita, y parece muy dulce. Creo que
es la mejor novia que has podido buscar.
No podía ser que estuviera ocurriendo aquello. Debí
imaginármelo. Si cuando había iniciado su noviazgo ya no había
querido saber más de mí, debí imaginar que aquello había sido un
calentón sin sentido.
-Ojalá no vuelva a verte nunca más – le dije con odio
mientras me vestía.
Salí de allí pegando un portazo. Mi deseo no se cumplió. La
volvería a ver, pero muchos años más tarde.
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