Inicié entonces con Juana una dinámica masturbatoria que
llegado un momento amenazó con convertirse en rutina, cosa a la que
yo no estaba dispuesto. Frecuentábamos los cines o los locales en
penumbra y nos tocábamos hasta estallar de placer. Ella era un loba
sexual. Se corría una vez y otra y otra más. No gozaba de la
discreción como cualidad, y los gemidos se escapaban de su garganta
con suma facilidad, hasta tal punto que en alguna ocasión, creo
recordar que en el cine Rena, una pareja se volvió hacia donde
estábamos y nos llamó la atención por el escándalo que estábamos
armando.
El caso es que aquello estaba muy bien y nos lo pasábamos
genial, pero yo no estaba dispuesto a continuar así toda la vida, a
mí lo que me gustaban eran los trabajos de cama, hacer gozar allí a
una mujer tal y como me había enseñado mi maestra. Andar
masturbándonos por los cines era muy incómodo. No podíamos dar
rienda suelta a nuestra pasión ni actuar de manera espontánea. Para
eso había hecho yo un duplicado de la llave del piso de Conchita,
aunque desgraciadamente nunca llegué a estrenarla. Fue por ello que
un día me decidí a darle a Juana un ultimatum.
-Juana o mañana nos buscamos un sitio solitario y discreto
para poder echar un polvo o esto se tiene que acabar. Llevamos
saliendo casi seis semanas y yo ya estoy un poco harto de tanto
toqueteo.
Ella me miró y levantó la cabeza en un claro gesto de
superioridad y me dijo muy digna:
-Teo eres muy libre de hacer lo que te de la gana, pero yo no
voy a hacer el amor contigo. Quiero llegar virgen al matrimonio o al
menos que el hombre que me desflore sea el que después se convierta
en mi marido.
Como yo no tenía semejante intención, lo nuestro se terminó
y aquel fue el último día que salimos. La acompañé a su casa en
silencio, aunque no llegué a hacerlo del todo, pues ella, dando
nuestro escarceo amoroso como finalizado, se puso a andar con más
rapidez, como si yo no existiera, y cuando me sacó un buen trozo de
ventaja yo me di la media vuelta y la dejé continuar su trayecto
sola.
La relación se terminó definitivamente. No volvimos ni
siquiera a hablar ni a tomar una copa juntos. A veces nos
encontrábamos por la calle y nos intercambiábamos un educado
saludo, nada más.
No sé lo que significó aquella ruptura para Juana, no sé lo
que sentía por mí, si yo era sólo una distracción o si en ella
había comenzado a brotar un sentimiento más profundo, tampoco me
rompí mucho la cabeza con el tema, yo iba a lo que iba y unos fines
de semana más tarde comencé mi nueva conquista.
Se llamaba Adela y era una chica preciosa. La conocí en un
guateque y en seguida la situé en mi punto de mira. Adela era una
muchacha alta y esbelta, ni gorda ni delgada, de formas perfectas,
con una larga melena morena y unos expresivos ojos verdes. Estaba
como un queso e imaginarme entre sus piernas era el perfecto acicate
para conquistarla. Pero Adela no tenía nada que ver con Juana, como
pude comprobar la misma tarde en que la conocí.
La saqué a bailar y comenzamos a charlar. Me dijo que
estudiaba cuarto de filosofía y letras en la universidad de Santiago
y violín en el conservatorio. Así supe que era una chica muy
ocupada, con lo cual, fuera de los fines de semana, no íbamos a
tener mucho tiempo para disfrutar juntos. A pesar de todo no me
rendí, pues me gustaba demasiado.
Nos pasamos la tarde bailando, pero en todo momento Adela se
ocupaba de mantener las distancias. Cuando sonaba alguna melodía
lenta, que invitaba más al acercamiento, y que yo aprovechaba para
que nuestros cuerpos se rozaran más, sentía sus manos firmes sobre
mis hombros, separando mi cuerpo del suyo, dejando que corriera el
aire entre los dos. No fue hasta el final de la tarde cuando me
atreví a besarle el cuello y el lóbulo de la oreja, cosa que no le
gustó demasiado.
-Teo, eres un encanto, pero no quiero que vayas tan rápido.
Evidentemente accedí a sus deseos, pues no quería perderla
apenas encontrada. Cuando llegó la hora en que se tenía que marchar
le pedí permiso para acompañarla a la estación del tren, a lo que
accedió. Hicimos el trayecto con sus amigas, las cuales, haciendo
gala de la mayor de las discreciones, caminaban delante de nosotros,
dejando que así pudiéramos disfrutar de una cierta intimidad para
hablar. Al día siguiente era domingo, así que le propuse a Adela si
quería acompañarme al cine. Pensé que me iba a decir que no.
Parecía una chica con cierto recato, sin caer en la mojigatería,
así que a lo mejor pensaba que el cine era un lugar demasiado oscuro
y peligroso para la primera cita con un chico, pero para mi
satisfacción me dijo que sí, y quedamos en el Rena para la sesión
de las cinco.
-No podré quedarme mucho tiempo – me dijo –. El lunes me
voy para Santiago muy temprano.
Daba igual el tiempo que pudiéramos estar juntos, el caso era
estarlo. Cuando el tren llegó nos despedimos con un casto beso en la
mejilla y aunque yo intenté rozar sus labios ella supo mantenerse en
sus trece.
-Hasta mañana, Teo – me dijo con una sonrisa. Y así me
quedé. Mirando el tren mientras se alejaba y pensando ya en la
sesión de cine del día siguiente.
Adela llegó puntual. Yo ya había sacado las entradas. No me
atreví a llevarla a la zona peligrosa del cine, así que nos
sentamos entre el resto de la gente y comenzamos a charlar de cosas
intrascendentes mientras no comenzaba la película. Cuando por fin
empezó y las luces se apagaron, Adela fijó su vista en la pantalla
como si no existiera nada más a su alrededor. Yo la miraba de vez en
cuando, pensando en dar un paso más, pero no me atrevía. No sabría
decir el motivo, pero aquella chica me imponía. A lo mejor es que me
sentía como un chiquillo a su lado, aunque solo tuviera, creo
recordar, unos tres o cuatro años más que yo.
Finalmente me atreví a cogerle la mano. Noté que temblaba,
no solo la mano, sino todo el cuerpo, igual que una hoja arrastrada
por el viento. Estaba nerviosa y me pareció buena señal. También
me pareció buena señal que no me arreara un sopapo cuando me atreví
a darle un beso en la mejilla. Adela no se movía. Continuaba con la
vista fija en la pantalla, como si su cerebro se hubiera programado
para no apartar sus hermosos ojos del film, que yo ni siquiera
recuerdo.
Un poco más tarde, en un acto de osadía por mi parte, pasé
mi brazo por sus hombros y después de decirle que tenía unos labios
precioso le di un beso en ellos. Fue un beso suave, casi inocente,
ante el cual Adela me miró y con una tímida sonrisa me dijo:
-Maxi, todavía no, quiero ir despacio.
Y tan despacio que fuimos. No conseguí darle un beso con
lengua hasta la tercera o cuarta vez que salimos. Estábamos bailando
en una boite y me atreví a besarla. Esta vez no se opuso y se dejó
llevar. Como era mucho más interesante el morreo que el baile, nos
fuimos a sentar y continuamos con nuestra placentera actividad, que
yo no deseaba que terminara ahí. Comencé a acariciarle el muslo y
no dijo nada, así que me atreví a acercar la mano a su
entrepierna, siempre por encima de su falda en pos de mi impúdico
objetivo. Adela me dijo que no, y continuaba agarrando mi mano con
firmeza para separarla de los lugares prohibidos. Yo seguía
juguetón, intentando recorrer su cuerpo y le tocaba las tetas, pero
ella hacía lo mismo, separaba mi mano y se limitaba a ofrecerme sus
jugosos besos, que estaban estupendos, pero eran poco para mí.
En un momento dado me atreví a guiar su mano, por encima de mi
pantalón, hasta mi miembro, que estaba inflamado a más no poder.
Ella la retiró como si hubiera tocado un fuego ardiente y me
increpó.
-Teo eres un sinvergüenza. Siempre estás igual.
-Pero si esto es para ti cariño – le dije entre susurros y
besos al oído –. Si tú quieres lo podemos pasar muy bien, yo te
daré mucho placer.
-Ni hablar, yo no haré nada de eso, no seas cochino.
Por más que lo intenté no hubo manera y hube de dejarlo para
otro día. Yo no cejaba en mi empeño. Tenía que caer ante mí,
tenía que conseguirlo
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