Poco me imaginaba yo que no
demasiado tiempo después de aquella conversación entraría en el
mundo del sexo por la puerta grande y de la mano de quién menos me
esperaba. Mis amigos, Fede y los demás, siempre habían opinado que
Conchita estaba como un queso y que sin duda alguna, si se les
llegara a presentar la ocasión, cosa harto imposible, no tendrían
inconveniente en retozar un rato con ella. Yo era de su misma
opinión, aunque lo de echar un polvo con Conchita era sólo un
sueño, evidentemente. Hasta que dejó de serlo.
Todo comenzó unos días antes de las Navidades de mil
novecientos sesenta y cinco. Yo no tenía más que quince años.
Había estado enfermo, con una bronquitis acompañada de fiebres que
me habían postrado en la cama durante casi dos semanas. Mis padres
debían ir a buscar a mi abuela, que vivía en un pueblo de Orense
sin más compañía que su gato, pues a pesar de sus reticencias,
mamá nunca permitía que pasara tan señaladas fiestas sola. Hacía
frío y no consideraron conveniente que yo les acompañara en el
viaje, pues no era cuestión de arriesgarme a una posible recaída
que podría resultar mucho peor que la propia enfermedad en sí.
-Sólo serán dos días, como siempre – me dijo mamá –,
así que te quedarás en casa al cuidado de Conchita. Ella se ocupará
de darte de comer. Además, ya vas siendo mayor y no está mal que te
vayas acostumbrando a estar solo de vez en cuando.
Yo no repliqué. Al fin y al cabo me daba lo mismo ir o no a
buscar a la abuela. Tomar el tren un día para regresar al siguiente
tampoco era algo especialmente emocionante. Así que el día en
cuestión, mis padres y mi hermana pequeña (mi hermano estaba en el
internado y no llegaría hasta unos días más tarde) madrugaron para
tomar el tren que les llevaría hasta Orense y me dejaron solo en el
piso de Ferrol.
Me
levanté casi a media mañana, encendí el brasero que mi madre tenía
en el salón, me envolví en una manta y me eché en el sofá con un
libro, dispuesto a pasar las horas mientras Conchita no me llamara
para comer. Mas al cabo de un rato sonó el timbre. Me levanté a
abrir y vi que era ella. La hice pasar y ambos nos sentamos en el
sofá del salón, dónde hasta hacía un rato yo tenía pensado
disfrutar de mi lectura tranquilamente.
-Hola Teo – me dijo –. Ya sabes que hoy y mañana me
ocuparé de ti. Estaremos solos, pues Ricardo se ha marchado a unas
maniobras a Cádiz y no regresará hasta la víspera de Nochebuena.
Me preguntaba qué te gustaría para comer.
Iba a contestarle que me daba lo mismo, pero no me dejó.
-Por cierto ¿cómo va tu catarro?
-Bien, Conchita, muchas gracias.
-Tengo un ungüento en casa que es mano de santo – dijo
obviando mi respuesta.
-Gracias – repetí –, pero ya estoy bien.
-Voy a buscarlo, ya verás que bien te sienta. Te daré unas
friegas por el pecho y te sentirás como nuevo. Ve quitándote la
camisa.
Estaba claro que aquella mujer no iba a hacer caso a nada de lo
yo pudiera decirle, así que la dejé por imposible, aunque debo
reconocer que su insistencia en darme aquellas friegas por el pecho
me puso un poco nervioso. La simple imagen de las manos de Conchita
recorriendo mi cuerpo me traía a la mente aquellas disertaciones
sexuales con Fede y Sebas, sobre las putas y demás, y no pude evitar
sentir una especie de excitación que llegó a inquietarme.
Conchita dejó la puerta de mi casa abierta mientras subía a
su piso y al poco rato apareció de nuevo.
-¿Pero todavía no te has quitado la camisa? Anda, hazlo y
túmbate en el sofá.
Obedecí sin rechistar. Ella se sentó a mi lado, en el escaso
hueco que quedaba en el sofá, y comenzó a refregar mi pecho con una
sustancia viscosa que olía a menta fuerte y a eucalipto. Mi corazón
palpitaba como queriendo salirse de su hueco. Estoy seguro de que
ella notaba aquellos latidos desbocados, que se hacían más fuertes
a medida que sus manos iban bajando por mi cuerpo hasta pasar de
manera disimulada por mi bajo vientre. Entonces, inevitablemente, sí
que advirtió la erección que en aquellos momentos amenazaba con
hacer estallar mi pene. Huelga decir que era virgen y que jamás me
había visto en situación semejante.
-¡Pero Teo, eres un canalla! Yo sólo pretendo ayudarte a
curar tu bronquitis.
Yo no acertaba a pronunciar palabra. Estaba muerto de
vergüenza y todo aquel nerviosismo que me invadía me paralizaba el
cuerpo y la mente. Hoy, con la perspectiva que me da la edad y el
paso del tiempo, estoy seguro de que Conchita estaba disfrutando de
mi zozobra y gozaba controlando la situación ante un aterrorizado
muchacho de quince años, pero por aquel entonces no era capaz de
adivinar lo que se escondía en la cabeza de aquella mujer que me
estaba subyugando de manera brutal, a pesar de que sus palabras
fueron desmentidas por sus hechos casi a continuación.
Conchita desabrochó mi cinturón, me bajó la cremallera del
pantalón y liberó mi inflamado miembro. Esbozó una tenue sonrisa
mientras comenzaba a acariciarlo con suavidad y se desabotonaba
lentamente su blusa azul dejando al descubierto unos pechos turgentes
y rebosantes cuya visión me nubló la mente más de lo que ya
estaba.
-¡Oh, Teo, me encanta que estés así! Mira cómo estoy yo
también.
Guió mi mano por debajo de su falda hasta llegar a sus bragas,
que estaban completamente mojadas. Yo intenté retirarla. No entendía
el motivo de aquella humedad y no me resultaba agradable palpar unas
bragas mojadas. Pero ella me pidió que no dejara de tocarla.
-No pares, Teo, me gustan tus caricias.
Pensé en tocar sus pechos, pero no me atreví. Estaba tan
excitado que me daba miedo hasta mi propio placer, que estalló de
manera atroz cuando Conchita acercó mi pene a su boca y comenzó a
obsequiar mi sexo con suaves lamidas. No pude más y me corrí,
esparciendo el semen por su cara, por su pelo y por la blusa que
aquellas alturas ya estaba totalmente desabotonada.
-¡Teo, eres un cochino! ¡Mira lo que has hecho! ¡Me has
puesto perdida! Hasta te has puesto perdido a ti mismo.
Yo me deshacía en disculpas, tan azorado estaba que no sabía
dónde meterme.
-Lo siento, Conchita, no era mi intención....
-Pues ahora no nos quedará más remedio que darnos un baño
para limpiar todo este desaguisado. Ahora mismo voy a llenar la
bañera.
Así lo hizo. Llenó la bañera de agua caliente y me llevó
con ella al cuarto de baño. Yo intuía que la sesión sexual no
había hecho más que empezar y que lo que me aguardaba al lado de
aquella mujer era un mundo de placer hasta entonces desconocido y
lejano.
-Ahora vamos a desnudarnos y meternos ambos en la bañera. Es
suficientemente grande para los dos.
Me quité los pantalones y me metí en el agua tan rápido
como un rayo. A pesar de lo ocurrido, o quizá precisamente por ello,
sentía vergüenza de mi propia desnudez. Y desde la protección que
me daba la bañera llena de espuma observé como Conchita se iba
despojando de sus ropas hasta quedar totalmente desnuda. Yo sólo
había visto mujeres desnudas en las revistas cochinas que aquel
verano de años atrás nos había mostrado Sebas, jamás al natural,
era la primera vez... y me pareció absolutamente fascinante.
Aquellos pechos que se erguían descarados y provocadores, el vientre
plano, las caderas anchas, el vello púbico que escondía tras de sí
tantos goces insospechados... Mi pene volvió a ponerse alerta, con
la energía propia de la juventud y de la lujuria recién estrenada.
Conchita entró en la bañera y se acomodó en frente a mi.
Comenzó a restregar su cuerpo con sus propias manos mientras me
miraba con expresión pícara. Luego acercó mi mano a sus pezones,
que estaban increíblemente duros.
-Se ponen así cuando los acarician – me dijo –. Con
suavidad. Así...
Y colocaba mis dedos alrededor de aquellas protuberancias
oscuras haciendo que los pellizcara suavemente, mientras sus párpados
caían en señal descarada del placer que le provocaban mis manos.
Durante un rato me mantuvo así, acariciándole los pechos,
arrancando de su garganta gemidos ahogados que aumentaban mi frenesí.
-Teo – me habló de pronto, separando mis manos de sus pechos
- ¿Tú sabes lo que es el clítoris?
Negué con la cabeza. En mi vida había escuchado semejante
palabra.
-Pues es un botoncito que las mujeres tenemos en el coño, y
que sirve para darnos placer.
No sé si me gustaba oír a la mujer que se supone debería
estar velando por mi, utilizando las mismas palabras soeces que usaba
yo con mis amigos cuando hablábamos de sexo. Tal vez lo que me
resultara fuera extraño, porque lo cierto es que me excitaba.
-Y... ¿cómo...?
-Así...
Conchita se levantó. El agua corría por su cuerpo en
lánguidas caricias. Se acercó a mí y abrió sus piernas. Guió mi
mano hacia su sexo y me ayudó a encontrar su turgente clítoris, que
se alzaba entre sus labios como una protuberancia insolente. Comencé
a mover mi dedo alrededor, con suavidad. Ella cerró sus ojos y se
abandonó a mis caricias, mientras yo me conformaba con acariciarme a
mí mismo....
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