Acudí puntual a la cita. No sé qué excusa puse en casa para
salir, tampoco tiene mayor importancia. Sólo recuerdo que a la hora
acordada subí al piso de mi amor y llamé al timbre con insistencia.
Cochita me abrió la puerta con semblante serio. No estaba como
siempre, con aquella blusita transparente que dejaba ver todos sus
encantos, sobre todo sus pechos turgentes y firmes cuyo pezones
erectos suplicaban a gritos mis caricias. No, aquella tarde Conchita
estaba vestida de forma recatada, con una sencilla falda marrón y un
jersey amarillo claro.
Me franqueó la entrada y me abalancé sobre ella. La abracé
por la cintura y le comí la boca con ganas, surcando sus interiores
con mi lengua ansiosa, y cuando pasé a su cuello pude escuchar sus
gemidos ahogados que demostraban que estaba tan caliente como yo. Sin
embargo, cuando deslicé mi mano por debajo de su jersey para
manosearle sus pechos, me separó con delicadeza y frenó mi pasión.
-No, Teo, por favor, no sigas. Te he dicho que no iba a pasar
nada y así va a ser. Vamos a la sala. Sentémonos y hablemos
tranquilamente.
No tuve más remedio que hacerle caso, así que la seguí a la
sala y nos sentamos frente a frente. Yo estaba nervioso y creo que
ella también, a juzgar por la forma en que estiraba su falda sin
mucho sentido.
-Teo, tengo que pedirte perdón – comenzó a decir –. Es
posible que te haya utilizado y te juro que no era esa mi intención.
-Conchita, pero qué cosas dices. Si durante todo este tiempo me
has hecho muy, muy feliz.
-A lo mejor tú te has sentido así, pero supongo que mi actitud
ha provocado que no sepas distinguir bien los sentimientos.
-Los distingo perfectamente, yo te quiero.
-No, no me quieres. Ni yo a ti. Simplemente nos buscamos... yo
te busqué por tristeza, por matar la desidia que había llenado mi
vida y tú... tú por sexo, porque conmigo despertaste a un mundo
desconocido. Tú también me has hecho muy feliz, mucho, pero esto no
puede continuar.
-Pero... ¿por qué no podemos seguir? Si hasta ahora todo fue
bien, si cuando vivía Ricardo no pasó nada...
-No Teo, no sigas por ahí. ¿Acaso crees que podemos estar
toda la vida manteniendo un amor clandestino, amándonos a escondidas
del mundo? No, Teo, ni tú te mereces eso ni mi futuro esposo
tampoco. Estoy enamorada y me ha pedido que me case con él. Y voy a
serle fiel, porque le amo. Tú conocerás a una chica y te enamorarás
de ella, pero de verdad. Te juro que el amor de verdad no tiene nada
que ver con lo que ha habido entre nosotros.
Se hizo el silencio y yo interpreté que había dado por
terminada la conversación. Estaba claro que la había perdido para
siempre. Resignado y triste me levanté y me dirigí a la puerta de
salida. Sentí sus pasos detrás de mí, pero sólo volví la cabeza
cuando tuve la puerta abierta y un pie en el rellano de la escalera.
-Conchita, yo te querré toda la vida. Estoy segura de que por
muchas mujeres que pueda conocer a ninguna amaré como a ti.
Salí al pasillo y cerré la puerta tras de mí. Con aquel
gesto simple, cerré también una etapa de mi vida.
*
Conchita y José Antonio se casaron un doce de octubre y por
supuesto a su boda acudimos toda la familia, incluida mi abuela, que
siempre había sentido mucho cariño por Conchita. El día amaneció
claro y soleado y desde primeras horas de la mañana la casa fue un
hervidero de preparaciones, un ir de aquí para allá, que si el
vestido, que si el ramo, que si no sé cuántas cosas más. Yo no me
sentía contagiado del entusiasmo general ni mucho menos. Pensar que
dentro de unas horas iba a ser testigo de cómo el amor de mi vida se
entregaba a otro hombre no era plato de buen gusto. Intentaba
disimular como podía, aunque la verdad es que tampoco era necesario;
aquel día nadie reparaba en mí.
Ya en la Iglesia, cuando vi a aparecer a Conchita con su
vestido blanco, luciendo bella como la más hermosa de las princesas,
la sensación de angustia con la que había despertado se acentuó.
Creo que incluso tuve ganas de llorar, al fin y al cabo hacía bien
poco que había dejado atrás la niñez y los hombres no lloran, pero
a los niños les está permitido. Alguna lágrima imprudente resbaló
por mi mejilla cuando se dieron el sí quiero. Mi madre me miró y
esbozó una tenue sonrisa.
-Estás emocionado ¿verdad, hijo? Yo también. La vamos a
echar mucho de menos.
No sabía bien mamá hasta qué punto la iba a extrañar yo. Le
dije que sí con un gesto de cabeza y luché por tragarme el resto de
las lágrimas que se empeñaban en brotar de mis ojos. Creo que fue
en ese preciso instante cuando decidí que durante el banquete iba a
beber más que comer. Tenía que comprobar si era cierto aquello de
que bebiendo se olvidaban las penas.
Así fue. El alcohol corrió por mis venas durante toda aquella
tarde y cuando llegó la ahora del baile desde el primer momento lo
que yo quise fue bailar con la novia. Cuando lo conseguí, cuando la
tuve de nuevo y por última vez entre mis brazos, me empeñé en
hacerle recordar todos los buenos momentos que habíamos disfrutado
juntos, lo mucho que habíamos gozado retozando en la cama de la casa
de Fernanda. Conchita me miró durante unos segundos y después
paseó su vista alrededor. La gente bailaba y se divertía. Nadie se
fijaba en nadie. Ella me cogió de la mano y sin dejar de bailar me
arrastró con disimulo hasta un corredor donde nadie podía vernos y
allí, en medio de la penumbra, me besó con la misma pasión que
había hecho tantas veces.
-Esta es mi despedida Teo – me dijo –, a partir de ahora
mismo es mejor que empieces a olvidarte de mí.
Y aunque fuera un poco en contra de mi voluntad eso fue lo que
hice, olvidar, no de ella, eso imposible, sino de que un día hubo
algo entre los dos parecido al amor.
Aquella misma noche Conchita y su flamante esposo partieron de
viaje de novios. Ya no regresaron a Ferrol. Se fueron a Nueva York,
donde instalaron su residencia durante algún tiempo. Pasarían
algunos años antes de que nos volviésemos a ver.
*
Mi vida cambió como la noche y el día. En poco tiempo, en
muchos aspectos de mi existencia, me sentí un hombre más maduro y
me volví una persona introvertida, pero también es cierto que no
dejé de ser un muchacho joven al que le gustaba divertirse y en ese
sentido retomé de nuevo la relación más cercana con mis amigos de
siempre, en la medida de lo posible. Lo cierto es que a pesar de
todo, la salida de Conchita de mi vida me dejó hundido en una
profunda tristeza. Salí con los amigos, continué con mis estudios y
comencé a fijarme en otras chicas, pero ella continuaba presente en
mis pensamiento de forma insistente.
Muchas veces, cuando sumido en la incipiente depresión que
amenazaba mi equilibrio mental ( o al menos eso era lo que yo
pensaba), subía a su piso para recordarla un poco más y después de
acariciar aquellos muebles que un día habían sido testigos de
nuestra pasión, me echaba en la cama y le hablaba sumido en la
desesperación y la soledad. “Te esperaré mi amor – decía al
aire, que era el único que podía oír mis lamentos – tendré
paciencia y esperaré. Tu marido un día morirá y entonces, cuando
te veas sola y desvalida y yo ya sea un hombre respetable, te darás
cuenta de que jamás podrás disfrutar de un amor como el que yo te
ofrecí. Volverás a mis brazos y te casarás conmigo, conmigo,
Conchita, a quién jamás debiste abandonar”
Acompañaba mis palabras con el recuerdo de mi amor perdido, y
acompañaba el recuerdo de mi amor perdido con una buena dosis de
solitaria pasión. Con los ojos cerrados y la mente concentrada en
los magníficos polvos que nos habíamos regalado mutuamente, mi mano
envolvía mi pene y se afanaba en hacer lo que ya no podía hacer a
su lado. Como dice el refrán, “a falta de pan, buenas son tortas”.
Así transcurrieron los primeros meses de su ausencia. La
echaba tanto de menos que incluso en algún momento pensé en
escribirle una carta para hacerla conocedora de la pasión que me
consumía. Yo conocía su dirección, pues ella se carteaba con
frecuencia con mi madre, y en más de una ocasión me vi bolígrafo
en mano, dispuesto a contarle mil cosas. Afortunadamente en el último
momento desistía del intento. Mi cerebro, yendo en contra de mi
corazón y mis sentimientos, me decía que no cometiera aquella
locura, que la carta podría ir a parar a manos de su esposo y que no
era de recibo causarle problemas a la mujer que, hasta aquel momento,
yo había amado más en mi vida.
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