Después de la cena Conchita recogió la mesa y fregó los
platos. Luego se sentó frente a mí y charlamos. Era lo que se hacía
por aquel entonces. Casi nadie tenía televisión, así que era
costumbre reunirse alrededor de la mesa para charlar un rato, por lo
menos en mi casa, aunque yo era de los que se retiraban al dormitorio
con un libro con bastante frecuencia. Aquella noche, sin embargo, no
quise perder ocasión de hacer con mi conquista algo más que follar:
hablar un rato.
-Dime Teo ¿Te habías acostado antes con alguna mujer? - me
preguntó.
-Que va – confesé casi con recelo.
-Es normal, eres muy joven. Y además... te confieso que me
gusta haber sido yo quien te haya hecho perder la virginidad. Siempre
me has parecido un chico encantador.
Creo que me puse colorado hasta las orejas. Jamás había sido
consciente de que aquella mujer sintiera algo por un mocoso como yo.
Tampoco el que le pareciera encantador llevaba emparejado sentimiento
alguno que fuera más allá de la mera simpatía. Pero mi mente
adolescente, que se estaba enamorando sin remedio, se ilusionó.
-Gracias, Conchita. Tú eres... eres muy guapa. Todos mis amigos
creen que eres preciosa. Yo también. Sólo que... hay alguna cosa
que no comprendo. Tú estas casada....
Bajó la mirada hacia sus brazos, que estaban cruzados encima
de la mesa.
-¿Y eso qué importa? – preguntó.
Su pregunta me hizo ser consciente de que había metido la
pata. A mí me parecía que las mujeres casadas no deberían de
acostarse con otros hombres que no fueran sus esposos, al menos eso
era lo que se veía, se palpaba en la sociedad en la que vivíamos.
Era lo decente y lo correcto. Y jamás me hubiera imaginado, por
ejemplo, a mi madre disfrutando del sexo con otro hombre que no fuera
mi padre. A decir verdad no me la imaginaba haciendo lo que yo había
hecho aquel día con Conchita, ni siquiera con él.
-Pues no sé si importa – respondí –. Siempre me han
enseñado que el sexo fuera del matrimonio es pecado. Y si encima
estás casada...
Conchita me miró con aquellos ojos oscuros cargados de
tristeza.
-Teo, yo no soy feliz. Seguramente habrás escuchado hablar en
tu casa, a tus padres, de las correrías de tu tío Ricardo. ¿O no?
-Bueno... alguna vez. Papá dice que en alguna ocasión le ha
visto con el cuello de la camisa manchado de carmín y oliendo a un
perfume que no es el tuyo.
-Así es. Ricardo es un desgraciado, un mujeriego y un
borracho. Todo el mundo sabe que tiene queridas aquí y allá, pero
como es un hombre... puede hacerlo sin que nadie le reproche nada. A
mí apenas me hace caso. Me quiere para exhibirme antes sus amigos
militares, para llevarme a sus estúpidos actos, y para tenerme de
criada, pero nada más. La mayoría de las noches llega a casa tarde
y borracho como una cuba. El sexo entre él y yo... es escaso y
mecánico.
No entendía yo bien qué era aquello del sexo mecánico, pero
la dejé continuar.
-Me casé con él muy enamorada y al principio no era así. O a
lo mejor sí era y yo no supe verlo. Todo lo que hoy te he enseñado
a ti, me lo enseñó él. Él hizo que me gustara el sexo, pues yo
fui virgen al matrimonio, y juntos disfrutábamos plenamente, pero
ahora ya eso se acabó. Siente más atracción por sus putas que por
su mujer y yo... me gusta gozar, Teo. Sé que a lo mejor no está
bien que te haya metido en esto. Te juro que no fue premeditado. Pero
lo que tengo claro es que no me arrepiento.
Me dio un poco de pena escucharla decir aquellas cosas. Mis
padres siempre decían que no era feliz y tenían razón. Comprobarlo
no fue plato de buen gusto. Una mujer tan fantástica como aquella no
se merecía ser desdichada. Pero a la vez me sentí contento por ser
yo el elegido para hacerla salir de su tedio, de su vida monótona y
gris. Yo, un mocoso de quince años al que hasta aquel día lo único
que le había dado eran clases de aritmética y gramática, de
repente me convertía en el príncipe azul que rescataba a la
princesa de las garras del lobo.
-Yo tampoco – le dije con una sonrisa de oreja a oreja –.
Lo de hoy ha sido fantástico.
Miré el reloj y vi que eran casi las once de la noche. Un
bostezo me hizo darme cuenta de que me estaba muriendo de sueño.
-Creo que me voy a ir a la cama – dije –. Hoy ha sido un
día muy largo.
Conchita entonces puso voz melosa y zalamera
-Anda, cariño, quédate a dormir conmigo esta noche. ¿Para
qué te vas ir a tu casa y dormir solo? Además a mi me dan miedo los
ruidos en la oscuridad.
Inmediatamente volvió a mi cerebro la imagen de su marido.
-Pero... no aparecerá Ricardo ¿verdad? – pregunté
temeroso.
-Claro que no, no te preocupes. Cuando está de maniobras es
imposible que aparezca, está en Cádiz, a muchos kilómetros de aquí
y no llegara hasta dentro de una semana. ¿Te quedas?
Me quedé y una vez más usurpé el lecho a don Ricardo. Pero
si pensaba que iba a echarme a dormir de inmediato me equivoqué de
parte a parte. Nada más meternos en la cama Conchita se acercó a mí
y me agarró mi pene, moviendo su mano de arriba a abajo y provocando
de nuevo una erección. Yo comencé a pensar que aquella mujer era
insaciable y que yo era un superhombre, pues nada más sentir el roce
de su piel me ponía caliente como si estuviera en un placentero
infierno.
No recuerdo cuántas veces hicimos el amor aquella noche.
Cuando se dio cuenta de que yo estaba exhausto me dejó dormir,
aunque estoy segura de que ella hubiera aguantado unos cuantos polvos
más. Pero tuvo consideración conmigo. Se abrazó a mí y antes de
cerrar los ojos me dijo.
-Hoy me has hecho la mujer más feliz del mundo, cariño. Creo
que he tenido por lo menos ocho orgasmos.
*
Cuando desperté Conchita ya no estaba en la cama. Miré el
reloj y comprobé que pasaban de las once. El sol débil del invierno
se colaba por las rendijas de las persianas. Me desperecé y cuando
estaba a punto de echar un pié fuera de la cama ella entró en el
cuarto.
-Buenos días, Teo ¿Has dormido bien?
Vestía una tentación negra totalmente transparente. No
llevaba nada debajo y supe que estaba preparada para un nuevo asalto
sexual. Se tiró en la cama, prácticamente encima de mí, y me
cubrió de besos.
-He dormido de maravilla, Conchita, no me he despertado en toda
la noche, hasta ahora.
-Pues yo me he dormido muy tarde – dijo –, porque me he
puesto a mirarte, cómo dormías, tan dulce... con esa carita de
ángel que tienes...me gustaba contemplarte. En algún momento me
dieron ganas de despertarte para hacer de nuevo el amor contigo, pero
me contuve. Me dije, “Conchita, deja descansar un poco al muchacho”
Se echó a reír y yo la imité.
-¿Qué te parece si ahora nos duchamos juntos y luego
desayunamos? – me preguntó mientras pasaba su dedo índice por mi
pecho y me miraba con ojos pícaros.
-Me parece una idea perfecta – contesté.
Se levantó de la cama y me arrastró fuera de ella también.
Frente a mí se despojó de la tentación y quedó completamente
desnuda. Luego me desnudó a mí. Me tomó de la mano y me llevó al
baño. La ducha ya dejaba correr el agua, que salía a la temperatura
adecuada. El cuarto estaba envuelto en un ligero vaho.
Nos metimos en la ducha y ella me preguntó si me apetecía
pasarle la esponja por su cuerpo. Nada me apetecía más en aquellos
instantes.
-Pues entonces enjabona la esponja y empieza.
Acaté sus órdenes con sumisión y comencé a frotar su cuerpo
con lentitud premeditada, mirando la espuma resbalar por su piel en
una caricia que se me antojó lasciva. Me detuve en sus hombros, en
su espalda, en sus pechos...
-Frótame bien aquí.
Abrió las piernas y dirigió mi mano hacia su sexo. Mi
excitación era tal que quise penetrarla ya pero no me dejó.
-Espera. Vamos a hacerlo así. Mira.
Apoyó una de sus manos en los azulejos de la pared y, como la
noche anterior, me ofreció su culo. Tomó mi pene con la otra mano y
lo acarició de arriba a abajo. El jabón me hacía gozar de una
sensación diferente. Luego se la introdujo dentro de sí.
-Métemela despacito – decía –. Ahora muévete, así,
así, oh, Teo es fantástico.
Mis movimientos, cada vez más seguros y firmes, me llevaban
irremediablemente al orgasmo antes de tiempo.
-Me corro, Conchita, me corrooo ohhhhh.
-No te preocupes cariño, ahora cómeme todo el coñito, ya
verás que rico está, pero espera. Vamos a la cama que estaremos más
cómodos.
Nos secamos con premura y ya en la cama me hundí entre sus
piernas y me puse manos a la obra. Ella me agarraba la cabeza y la
movía a su ritmo. Mi lengua lamía y mis labios succionaban sus
jugos mientras de su boca salían unos gemidos tan fuertes que tuve
miedo de que alertaran a los vecinos. Conchita cada vez gozaba más.
Y yo me sentía feliz de su goce.
Después de aquella primera sesión sexual del día nos
tomamos el desayuno y luego Conchita me dijo que iba a salir un
momento a hacer algo de compra para la comida.
-Será sólo un ratito. Tú quédate en casa. Hace frío y no
te conviene todavía exponerte e los rigores del invierno
Durante el tiempo que estuvo fuera la mente se me llenó de
miedos y a la vez de ilusiones. Miedo porque era consciente del lío
en el que me estaba metiendo. Ilusiones porque por primera vez me
sentía enamorado y de qué manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario