La sesión de sexo en la bañera continuó y me llevó a ser
testigo directo del goce supremo de mi maestra. En un momento dado
Conchita arqueó su cuerpo dejando su pubis fuera del agua y me pidió
que le comiera el clítoris. Yo dudé un instante. Me daba un poco de
asco, pero enseguida pensé que, puesto que estábamos sumergidos en
agua con jabón, aquello no podía estar más limpio y que cuando me
incitaba a hacerlo, era porque debía de ser un práctica normal en
las relaciones sexuales. Así que acerqué mi lengua a su sexo y se
lo lamí, primero despacio, casi con timidez, pero poco a poco me fui
adaptando al ritmo de sus movimientos.
-Así, así, pásame la lengüita... me vuelvo loca, ohhhh.
Conchita movía sus caderas cada vez con más ahínco, mientras
el resto de su cuerpo se tensaba y de su garganta surgían tenues
gemidos gozosos que se convirtieron en casi un grito cuando todo su
cuerpo estalló de placer.
Yo continuaba con mi pene tieso como un mástil y ella se dio
cuenta. Se incorporó y me hizo salir de la bañera. Me secó el
cuerpo lentamente mientras iba depositando besos por toda mi piel de
adolescente asustado y primerizo en aquellas lides del amor carnal.
-Ahora vamos a la cama – me dijo –, tienes que probar lo
principal.
Nos fuimos a mi dormitorio. Ella se echó en mi cama,
completamente desnuda. Abrió las piernas, mojó sus dedos en saliva
y luego se acarició el sexo.
-Acércate – me dijo –. Échate sobre mí y métemela toda.
Una vez más me porté como un buen chico y obedecí. Introduje
mi pene en su interior y me moví torpemente mientras le acariciaba
aquellos pezones erectos que tanto estaban comenzando a gustarme.
Desgraciadamente me corrí enseguida, antes de que Conchita pudiera
llegar a satisfacerse plenamente.
-No te preocupes – me dijo –, sigue con la lengua, que me
gusta tanto o más.
De nuevo estimulé su entrepierna con mi lengua, llenando mi
boca de sus jugos, de aquel sabor nuevo y extraño. Se notaba que le
gustaba. Movía su cuerpo de forma casi desesperaba y sus dedos
crispados agarraban la almohada.
-Oh, Teo, sí, sigue así, pequeño, lo haces muy bien...
Escuchar sus palabras entrecortadas por sus gritos de placer
me estimulaba y me excitaba de nuevo. Cuando ella se corría yo ya
estaba preparado una vez más para la batalla. Supongo que era cosa
de la sangre joven, la fuerza de la juventud.
Cuando por fin se sintió satisfecha, se abrazó a mí y me
dio un beso en la mejilla. Me miró con aquellos ojos marrones, tan
expresivos, y me sonrió. Yo poco a poco iba perdiendo la vergüenza
y me iba sintiendo como un hombre, un hombre de verdad, un hombre
completo, incluso experimentado.
-Teo son casi las cuatro de la tarde. Y yo había bajado para
preguntarte qué querías de comer y resulta que... ya ves, no he
tenido tiempo de preparar nada.
En aquel momento quise preguntarle si todo lo que había
ocurrido había sido fruto de la casualidad o ya lo había planeado
de antemano, pero a pesar de sentirme tan hombre, no me atreví.
-Tenemos que reponer fuerzas – prosiguió Conchita –, así
que vamos a subir a mi casa y comer algo ¿de acuerdo?
Nos vestimos y subimos a su casa. No recuerdo bien cual fue el
menú de aquel día, tal vez unas conservas o unos bocadillos. En
todo caso tampoco importa demasiado. Lo realmente importante era lo
otro, el mundo lujurioso y pecaminoso en que Conchita me había
introducido, un mundo que me gustaba más de lo que nunca me hubiera
imaginado.
Mientras comíamos en silencio me asaltó una idea, la
posibilidad de que Conchita se quedara embarazada. Yo no quería que
aquello ocurriera, me daba pánico la simple idea de que pudiera
gestar en su vientre un hijo mío mientras vivía al lado de don
Ricardo; pero entonces recordé las palabras de mi madre.
-Pobre Conchita, aguantar a ese desgraciado, al menos si Dios
le hubiera dado algún hijo... pero que va... no puede ser madre, ni
siquiera esa satisfacción tiene la pobre.
Bueno.... no tendría la satisfacción de tener hijos, pero la
compensaba con creces con otras satisfacciones mucho más mundanas.
Con el último bocado de nuestro frugal almuerzo me dijo que
teníamos que probar su cama. Creo que me dio un vuelco el corazón
al escucharla. No me hacía mucha gracia usurparle el lecho a don
Ricardo. La mera posibilidad de verle aparecer por la puerta del
cuarto mientras yo me montaba a su mujer era poco menos que la visión
de los propios infiernos. Pero podía más el deseo que el miedo y
yo, sumiso y obediente, seguí a Conchita hasta su dormitorio,
dispuesto a comenzar de nuevo la contienda.
La tarde se convirtió en polvo nada más. El silencio del piso
se rompió sólo con los ruidos del somier, los suspiros y los
gemidos que salían de nosotros mismos. Los de Conchita eran cada vez
más sonoros, señal inequívoca de que cada vez gozaba más. Aquella
misma noche llegaría a confesarme que había tenido unos ocho
orgasmos. Yo no sabía si aquello era mucho o poco, ni si era bueno o
malo, ni si tendría efecto alguno en su salud. Ella no parecía
preocupada, así que para qué me iba a preocupar yo.
Hasta la hora de cenar follamos como cosacos. Como yo me
corría demasiado pronto siempre completaba la faena lamiendo el
clítoris de Conchita. Pasar mis labios por sus otros labios rosados,
hinchados, calientes y jugosos se convirtió en mi mejor golosina.
Durante aquella tarde practicamos nuestros juegos amorosos en no sé
cuantas posturas distintas. Conchita cabalgando sobre mí, sobre mi
pene totalmente introducido en su vientre, mientras yo le tocaba los
pezones, o se los tocaba ella misma, que no sé que me gustaba más,
si darle placer yo, o contemplar como se lo daba ella a sí misma;
Conchita arrodillada en la cama, como un perrito a cuatro patas,
mientras yo la penetraba por detrás y le masajeaba el clítoris,
guiado por su propia mano; Conchita echada en la cama y yo
arrodillado en el suelo, con su sexo abierto, suculento y turgente a
la altura de mi pene, que entraba y salía de él con una maestría
impropia de mi inexperiencia.... Cuando dimos por terminados nuestros
encuentros ya había caído la noche.
Estábamos echados en la cama, con nuestros cuerpos
entrelazados, la pierna de Conchita sobre mis piernas. Ella
acariciaba con parsimonia el incipiente vello que comenzaba a cubrir
mi pecho.
-Oh Teo, qué feliz me has hecho hoy. Te has portado como un
jabato. Necesitas reponer fuerzas, así que ahora te prepararé una
suculenta cena para así compensar el frugal almuerzo, pero antes te
tomarás un ponche, que es un buen reconstituyente y además es muy
bueno para el catarro.
La seguí a la cocina. Ella estaba vestida sólo con una bragas
y una blusa medio desabrochada cuya fina tela dejaba traspasar la
silueta de sus pechos firmes y rebosantes. Y no me pude resistir. Me
armé de valor y la abracé por detrás. Llevé mis manos a sus tetas
y me apreté contra su culo para que notara mi nueva erección. Ella
dejó caer su cabeza sobre mi hombro.
-¿Quieres más cariño? Pues vale, te doy más.
Apoyó sus manos en la mesa de la cocina y puso su culo en
pompa. Separó las bragas para que yo pudiera penetrarla por detrás
y así nos dejamos llevar de nuevo por la plenitud del sexo. Cuando
finalizamos, y mientras reanudaba su tarea de preparación de mi
ponche, me hizo una pregunta:
-Oye, Teo ¿tú tienes pensado contarle lo que ha ocurrido hoy a
alguien? A algún amigo... no sé.
Percibí en el tono de su voz algo entre el miedo y la
impaciencia. Al fin y al cabo yo era sólo un crío. Supongo que era
normal que no confiara en mí plenamente.
-Por supuesto que no, Conchita, qué cosas tienes. Ni se me
ocurriría contar esto a nadie, ni siquiera a mi mejor amigo. Será
un secreto.
Me entregó el ponche y se sentó a mi lado.
-Eso espero. Te lo digo porque... bueno, si algún día se lo
llegases a contar a alguien, aunque fuera de casualidad, puedes estar
seguro de que tu tío Ricardo acabaría enterándose. Ya sabes que
los militares tienen muchos confidentes por ahí, gentes sin
escrúpulos que les cuentan todo, absolutamente todo, y si él llega
a saber que entre tú y yo hay algo, seguramente aparecerías tirado
por cualquier barranco con la excusa de un accidente inexistente. Lo
entiendes ¿verdad?
Las piernas me temblaban y por segunda vez la imagen de aquel
monstruo apareció ante mí, amenazante. Sin duda alguna su mujer
tenía razón, aunque yo estaba seguro de que las consecuencias no
sólo las iba a padecer yo. Ella también se llevaría su ración y
si a mí me mataba ella tampoco iba a quedar con vida. De todos modos
era mejor no pensar en ello. Yo no sabía si lo comenzado aquel día
iba a seguir o no, y en el caso de que continuara, tenía claro, a
pesar de mi niñez, que debíamos ser prudentes.
-Claro que lo entiendo – respondí finalmente –, y de mi
boca no saldrá ni media palabra jamás.
Me revolvió el pelo sonriendo y se levantó a hacer la cena.
Una tortilla de patata y unos filetes empanados que estaban realmente
apetitosos. Como toda ella.
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