Recuerdo aquel invierno como uno de los mejores de mi
existencia. A pesar de que mis amigos casi dejaron de tener un hueco
en mi vida, todo lo ocupaba Conchita y los fabulosos polvos de que
disfrutábamos, día sí y día también. Había días que hasta dos
veces subíamos al piso de Fernanda a disfrutar de nuestra intimidad.
Aquellas horas robadas al tiempo eran maravillosas. Mi deseo
imposible más vehemente era que el reloj se detuviera, que el mundo
se detuviera y sólo Conchita y yo siguiéramos el curso de una vida
juntos que, tarde o temprano, acabaría por esfumarse. Sin embargo en
los albores del verano ocurrió algo que, iluso de mí, me insufló
nuevas esperanzas para creer que lo mío con aquella mujer podía
llegar a buen puerto.
El dieciséis de julio era el día de mi cumpleaños. Unas dos
semanas antes, Don Ricardo llegó del cuartel muy contento con la
noticia de que lo habían ascendido. Era algo ya esperado, pero no
por ello dejó de causar menos alegría en aquel monstruo, tanta que
aquella misma noche salió de celebración y no regresó hasta tres
días después. Que faltara una noche de casa no era cosa del todo
extraña. Más de una vez se había dedicado a salir de farra por ahí
abandonando a su esposa para pasárselo de vicio con sus putas. Pero
a media mañana del día siguiente Conchita comenzó a preocuparse.
Bajó a casa de mis padres llorosa, contándoles lo ocurrido y
suplicando que la ayudaran a encontrar a su marido. Mi padre aun no
había regresado de trabajar y mamá intentaba consolarla con
tópicos, que si ya sabes cómo es, que si volverá en seguida, que
si de un momento a otro se abrirá la puerta y aparecerá... pero la
pobre mujer no tenía consuelo y lloraba desesperada, imaginándose a
su marido tirado en cualquier cuneta, malherido o muerto. Confieso
que a mí la idea no me parecía del todo mal. La muerte del militar
significaría la puerta abierta para mis planes.
El llanto de Conchita, sin embargo, me provocaba sentimientos
encontrados. Por un lado me daba pena. Yo la amaba con todas mis
fuerzas y lo que menos me gustaba en el mundo era verla sufrir de
aquella manera. Ella no se merecía pasarlo mal, ella debería tener
a sus pies un mundo feliz, sin preocupaciones y sin malos rollos.
Pero por otro lado la odiaba, porque aquellas lágrimas las derramaba
por alguien que no se las merecía en absoluto y que además era el
único obstáculo para nuestro amor. No digo yo que tuviera que estar
contenta y mucho menos que mostrase su dicha en público, pero
tampoco era necesario que se pasase los días llorando. Y encima
delante de mí que sabía que la amaba desesperadamente.
Intentaba consolarla yo también y me acercaba a ella para
poner mi mano sobre su hombro y apretárselo en un claro signo de
compasión, aunque Conchita no me hacía ni caso, es más, en algún
momento incluso noté que apartaba mi mano, molesta, aunque quise
pensar que no eran más que imaginaciones mías. Huelga decir que
durante los días que duró la aventura de don Ricardo, nuestras
visitas al piso de Fernanda se suspendieron, aunque yo tenía que
descargar mis bajos instintos como fuera y me encerraba en el baño
dos o tres veces al día para disfrutar en soledad de los placeres de
la vida.
El primer día que el militar faltó de casa, papá dijo que
era mejor no perder la calma y no hacer nada. Habló seria y
sinceramente con Conchita y le planteó la situación:
-Mira hija, tú sabes perfectamente cómo es tu marido,
nosotros también lo sabemos y no es precisamente un dechado de
virtudes. Se corre sus juergas con cierta asiduidad y ésta no dejará
de ser una de ella, tal vez un poco más larga de lo normal, pero
juerga al fin y al cabo. Vamos a dejar transcurrir el día de hoy,
pero yo te prometo que si esta noche no regresa mañana me pondré a
buscarlo hasta debajo de las piedras.
Y no regresó, así que al día siguiente a mi padre no le quedó
más remedio que cumplir su promesa y, puesto que era sábado y no
tenía que trabajar, se levantó bien temprano e inició la búsqueda
del militar, recorriendo los bares y burdeles de Ferrol durante todo
el día y parte de la noche, sin resultado alguno. Al día siguiente
le dio un repaso a los alrededores de la ciudad con idénticos
resultados, mientras Conchita seguía llorando como una magdalena y
lamentando su suerte.
Ya estaban pensando dar parte a la Guardia Civil cuando la
noche del lunes don Ricardo apareció hecho una piltrafa humana.
Recuerdo que Conchita estaba en nuestro piso cuando sonó el timbre
de manera insistente y cuando mi madre fue a abrir, el hombre se le
cayó de bruces a los pies. Venía con la ropa medio hecha jirones,
el cuello de la camisa negro de suciedad y rojo de carmín y olía a
orines y a vómitos. Su mujer dio un grito y corrió despavorida a su
lado, intentando reanimarle, pero sin resultado. Se llamó a una
ambulancia. Mientras ésta llegaba Ricardo despertó por unos
instantes, pero sólo para vomitar un chorro de sangre que hizo
presagiar que no traía consigo nada bueno.
Estuvo internado en el hospital unos cuantos días, con
fiebre y delirios. Le diagnosticaron una pulmonía triple, pero como
él se empeñó en que no quería permanecer ni un minuto más en el
hospital, al cabo de unos pocos días lo enviaron a casa con mucha
preocupación, advirtiendo a su esposa que tenía que prodigarle
cuidados extremos si no quería que las consecuencias fueran fatales.
Yo estoy seguro de que Conchita cuidó a su esposo como Dios
manda. De hecho apenas bajaba a nuestro piso por estar en el cuarto
al pie de la cama de don Ricardo, cumpliendo sus mínimos deseos,
pero a toro pasado mi padre comentó alguna vez que estaba casi
seguro de que era ella la que había dado la puntilla a su marido,
harta de sus correrías e infidelidades.
-No digas tonterías – reponía mi madre – ¿Acaso no
fuiste testigo de la enorme desdicha de la muchacha?
-Una mujer decente tiene que mostrar duelo por la muerte de su
esposo, pero ello no quiere decir que el sentimiento vaya por dentro.
Conchita estaba harta de ese desgraciado y se lo cargó. Y le estuvo
muy bien, era una mala persona.
Porque lo cierto es que pasados unos días en la casa, el
estado de don Ricardo empeoró y hubo que volver a ingresarlo en el
hospital, de dónde ya no volvió a salir. Volvieron las fiebres,
problemas respiratorios y vómitos, para mi padre un signo palpable
de envenenamiento, para los médicos una agravación de la pulmonía
triple diagnosticada al principio.
Falleció el dieciséis de julio de mil novecientos sesenta y
seis, el mismo día que yo cumplía dieciséis años, el mismo día
que se publicaba en no se qué boletín, el ascenso del militar, un
ascenso del que jamás llegó a disfrutar.
El día del entierro mi madre quiso quitarme de en medio y yo
casi que prefería ausentarme también de todo el cotarro. Así que
quedé con Fede y los demás, a los que no veía desde que había
terminado el curso.
-Vaya putada lo de tu tío – me dijo Fede –, morirse así,
tan de repente.
-No se ha muerto de repente – le dije –. Era un hijo de
la gran puta. Se fue de juerga para celebrar el ascenso y volvió
hecho una mierda. Le ha estado bien empleado, por mala persona.
-Ehhhh, hablas de él como si lo odiaras. ¿No estarás
enamorado de su mujercita?
Miré a mi amigo asustado. Yo creo que en mis ojos se podía
leer tanto el asombro como el pánico. De pronto pensé que a lo
mejor Fede estaba enterado de mi aventura con Conchita, pero de
inmediato me dije que no era posible. Jamás lo había contado a
nadie y Fede no me había visto nunca en tesitura comprometida con la
mujer de mi tío.
-Pero qué tontería es esa – contesté – qué voy a estar
enamorado yo de Conchita, si además me dobla la edad.
-Pues a mí no me importaría hacerle un favor, ni aunque me la
triplicara. Está más buena.... Ya verás que pronto encuentra otro
caballero que le caliente la cama.
Las palabras de Fede me enfadaron, aunque me guardé bien de
mostrar mi enojo. También tuvieron el efecto de inquietarme, pues
Conchita estaba de buen ver, y no sería extraño que una mujer joven
y viuda encontrarse de nuevo una persona con la que rehacer su vida.
Aunque esa persona también podría ser yo. Era un pensamiento
absurdo, y yo lo sabía, pero mi mente adolescente y enamorada se
negaba a ver la realidad y poco a poco fue tomando forma en mi mente
la idea de que Cochita y yo acabaríamos juntos de manera
irremediable.
La muerte de Don Ricardo me dejó vía libre y fue por ello que
no sentí ninguna pena por su desaparición. Aparte de que no había
tenido el suficiente trato con él para llegar a tomarle cariño, la
circunstancia de que fuera el marido de mi amante había hecho que
fuera desarrollando hacia él, desde siempre, un resentimiento
exacerbado. Ahora ya no estaba, Conchita podía ser mía y cada día
con más aplomo y seguridad pensaba que así sería.
Retomamos nuestras sesiones sexuales unas dos o tres semanas
después de la muerte de su marido. Aunque ahora su piso estaba ya
libre, Conchita prefirió que continuáramos visitando el de
Fernanda, porque decía que todavía no se sentía a gusto en el
suyo. Y así hicimos. Recuerdo perfectamente la primera vez posterior
al paréntesis. Aunque yo me había desahogado en soledad durante
toda aquella temporada, estaba deseando poder disfrutar del cuerpo de
aquella mujer que me obnubilaba la mente y agitaba mi corazón
enamorado. Creo que mientras iba subiendo las escaleras hacia el piso
de Fernanda y pensaba en lo que me esperaba detrás de aquella puerta
ya me estaba poniendo caliente. Tampoco hacía falta mucha
parafernalia para calentarme. Llamé al timbre y ella me abrió como
siempre, en bragas, camisa y sin sostén, y lo que es mejor, sin que
en su rostro se notara ningún rastro del disgusto por el que acababa
de pasar. Tal vez no hubiera sido tanto disgusto.
En cuanto entré fui directo al grano, igual que un toro
salvaje. La besé con una pasión infinita y le arranqué la camisa
mientras le comía los pezones. Cuando mi mano tocó su sexo, ya
estaba totalmente mojado. Entonces, con un movimiento casi brusco, le
di la vuelta e hice que apoyara sus manos en la puerta y me ofreciera
el culo. Luego literalmente le arranqué las bragas y me saqué mi
miembro inflamado, que introduje en su coño con un movimiento seco y
certero que la hizo gemir de gusto y pedirme que me moviera más
rápido y se la metiera muy dentro. Como ya había aprendido a
compenetrarme con ella, nunca mejor dicho, nos corrimos a la vez.
Después continuamos la sesión en la cama de Fernanda.
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