Estrenamos el piso de Fernanda después de que Don Ricardo (o
el tío Ricardo, como quería que le llamara) se incorporó a sus
quehaceres en el cuartel. Hacía más de dos semanas que no
follábamos, aunque yo me masturbaba todos los días, algunos incluso
más de una vez. Pero evidentemente no era lo mismo entregarse a los
placeres solitarios que disfrutar del cuerpo de aquella mujer que me
llevaba al séptimo cielo con sus caricias y sus besos.
Conchita y yo habíamos llegado a un acuerdo sobre la
utilización del inmueble. Yo subiría cuando pudiera y si veía que
sobresalía un papel blanco por debajo de la puerta, eso sería la
señal de que ella estaba esperándome. Entonces llamaría al timbre
y ella me abriría.
Aquella mañana yo había desaparecido de casa con la excusa
de dar una vuelta con los amigos, pues todavía estaba de vacaciones.
Después de echar el primer polvo, Conchita me habló muy seriamente.
-Teo, tenemos que mejorar todo esto.
Estábamos echados en la cama, satisfechos y cansados después
de gozar. Ella tenía la cabeza apoyada en mi hombro y yo acariciaba
su pelo. Me sorprendieron sus palabras. Yo pensaba que todo estaba
bien, tal y como estaba.
-¿Mejorar? ¿El qué? ¿Cómo? – pregunté.
-Tienes que retrasar la eyaculación para que yo pueda llegar
al orgasmo antes de que tú te corras. De esa manera incluso puedes
conseguir que tu pareja tenga varios orgasmos antes de tenerlo tú.
Y tenemos que hacer un precalentamiento más prolongado, yo te
ayudaré. Ya verás.
No voy a aburrir al lector con las lecciones de Conchita.
Simplemente decir que con las instrucciones y el buen hacer de mi
maestra en pocos días conseguí lo que ella tanto ansiaba. Y me
sentí tan feliz que aquel día se me quedó grabado en la memoria
con una precisión sorprendente.
Era un sábado y Ricardo tenía guardia, así que no regresaría
hasta el domingo. Yo tenía toda la tarde libre, hasta las diez, que
era la hora en que debía regresar a casa. Y como casi todas las
tardes, dejaba a mis amigos de lado y me iba a casa de Fernanda,
donde me ofrecían algo mucho más interesante que deambular sin
rumbo por las calles de Ferrol o ver en el Rena alguna película del
Oeste.
Estábamos practicando una de las posturas que más le gustaban
a mi amor. Estaba echada en la cama, con las piernas casi en
vertical, apoyadas sobre mis hombros. Yo estaba de rodillas, con mi
miembro metido totalmente dentro de su sexo, follándola con gusto
mientras le acariciaba los pies y se los besaba. Ponía en práctica
sus consejos y así lograba retrasar mi eyaculación. Ya llevábamos
un buen rato copulando cuando sus gemidos se hicieron más intensos
y entre los mismos escuché sus palabras tan cargadas de placer como
su propio cuerpo.
-Teo, cariño, me corro, me corro, me muero de gusto... así,
así, no pares.
Yo me abandoné y también me corrí. Creo que fue uno de los
orgasmos más placenteros que he tenido en mi vida. No sólo por el
orgasmo en sí, sino por ser el primero que compartí plenamente con
ella. Sin embargo aquel momento mágico no terminó del todo bien.
Terminado el asunto me eché a su lado en la cama y la abracé
con fuerza. Me sentía tan enamorado, tan rebosante de aquel amor
primero que ella había llevado a mi vida, que no sentí ningún
reparo en confesárselo después de que ella expresara su
satisfacción.
-Oh, Teo ¡qué feliz me haces! Me vuelves loca de placer.
-Conchita, amor mío, tú te mereces lo mejor del mundo. Eres
tan buena.... te adoro, Conchita. Te quiero tanto....
Al escucharme decir esas palabras se incorporó y apoyando su
cuerpo sobre su brazo me miró sonriendo.
-Pero ¿de qué amor hablas, Teo? ¿Qué sabes tú del amor?
-Lo sé todo, sé que te quiero, que desde que comenzamos con
esto me he ido enamorando y te quiero, te quiero mucho.
-No Teo. Guarda esas palabras para otra mujer. Eres muy joven y
un día encontrarás a alguien a quién le puedas decir te amo con
conocimiento de causa. Pero esto no es amor. Esto sólo es una manera
más de divertirnos.
-¿De divertirnos? - pregunté yo, enfadado – Yo no lo creo,
yo nunca he hecho nada de esto con mis amigos para divertirme.
Se echó a reír a carcajada, cosa que soliviantó más mi
ira.
-Lo sé, pero muchas veces me has contado que tus amigos se
iban de putas. ¿A qué te crees que iban? A divertirse. ¿O acaso
crees que estaban enamorados de ellas?
-¿Me estás diciendo que eres una puta?
-No, Teo. Yo solo quiero que bajes de las nubes. Yo soy una
mujer casada que lo único que pretende es encontrar un poco de
diversión en su existencia insulsa y tú eres un chico muy joven que
tiene toda la vida por delante para disfrutar del amor verdadero y
ser feliz. Tú y yo no tenemos futuro y cuanto antes te lo metas en
la cabeza, mucho mejor.
No le contesté. Me limité a levantarme de la cama, vestirme
y salir de allí como alma que lleva el diablo, absolutamente
cabreado.
*
Saber que Conchita no me quería fue un duro varapalo. Era algo
lógico, presente en mis pensamientos desde el principio, pero que me
negaba a creer cegado por la ilusión. Yo no veía los inconvenientes
de nuestro amor, ni la diferencia de edad, ni el hecho incuestionable
y por aquel entonces casi irremediable de su matrimonio, ni nada de
nada. Yo sólo sabía que la amaba y no entendía que ella no me
amara a mí. Mi mente no podía separar amor y sexo... todavía.
Lo cierto es que las calabazas de Conchita me afectaron en mi
fuero interno e hicieron mella en mi personalidad. Me volví huraño,
irascible, todo me molestaba y la que más pagaba las consecuencias
de mis malos humores era Gracia, mi hermana pequeña, con la que
ahora me negaba a jugar y a ayudarla con sus deberes y a la que
echaba de mi lado con cajas destempladas. Mis padres empezaron a
preocuparse e incluso pensaron en la posibilidad de llevarme al
psicólogo, aunque poco a poco hice que se quitaran esa idea absurda
de la cabeza.
Mis amigos casi desaparecieron de mi vida. Me llamaban el
empollón porque se pensaban que me quedaba en casa estudiando. Aquel
año yo cursaba sexto de bachiller y aunque las notas no fueron para
tirar cohetes, conseguí aprobar y así examinarme de la reválida.
A pesar de mi decepción con Conchita, pasado el enfado del
primer momento, yo seguía follando con ella. Sufría porque no me
amaba, incluso he llorado muchas noches en la soledad de mi cuarto,
sintiéndome un completo desgraciado. En esos momentos pensaba en
rechazarla, pues tal vez de esa manera me echara de menos y se diera
cuenta de que realmente sí que era amor y no sólo deseo lo que
sentía por mi. Pero no era capaz, y a pesar de mi desencanto
continuaba manteniendo la esperanza de que acabara enamorándose de
mí, y mientras me la seguía tirando, un día sí y otro también, a
veces incluso dos veces en el día. Y cuando no era posible, entonces
me entregaba al dulce placer del onanismo.
Recuerdo una tarde en que llegué del colegio y estaba allí,
con mi madre, cosiendo, tan bonita como siempre, sentada en el sillón
junto a la ventana. Sus tetas turgentes y sus piernas firmes y bien
torneadas hicieron que mi polla despertada. Me metí en el baño y me
masturbé pensando en ella, en tocarle aquellos pezones oscuros, en
lamerle su sexo jugoso. Cuando rematada la faena regresé al salón,
mamá dijo que tenía que salir a comprar algo e invitó a Conchita a
acompañarla.
-No puedo, tengo cosas que hacer en casa. – repuso. Y
haciéndome un gesto supe que teníamos cita en el piso de Fernanda.
Otras veces, cuando llegaba y ella no estaba, le decía a mi
madre que me iba a dar una vuelta con los amigos.
-¿Y los deberes?
-No te preocupes, mamá, los hago a la vuelta.
Y subía al piso de la Fernanda. Si veía el papelito blanco
sobresalir por debajo de la puerta me sentía muy feliz. Tocaba el
timbre y me abría mi amor, vestida casi siempre con una camisa larga
medio desabotonada, debajo de la cual tenía sólo su braga. Nos
besábamos con pasión, como si fuera la primera vez o la última que
unos amantes se encontraran, y después de tomar un refresco o un
café comenzábamos la faena. Un polvo o dos y para casa, de regreso
de dar un paseo con los amigos.
Así transcurrieron unos meses, desde que comenzamos
nuestros encuentros sexuales, en Navidad, sin que hubiera nada
llamativo que resaltar, salvo que yo me sentía cada día más
enamorado de aquella mujer y a medida que crecía mi enamoramiento,
lo hacía también la rabia por tener en el medio a quién no se
merecía estar al lado de mi Conchita, su marido, evidentemente.
Ricardo continuaba con sus correrías, de las que yo apenas me
daba cuenta si no fuera por los comentarios de mis padres. El militar
llegaba a casa muchas noches con tremendas borracheras, después de
visitar los burdeles de medio Ferrol. No me extrañaba entonces que
Conchita tuviese que descargar su tensión sexual conmigo, pues él
no le hacía apenas caso.
Una noche, al pasar por delante de la habitación de mis
padres, los oí hablar de Ricardo y pegué la oreja a la puerta. Mi
madre le decía a mi padre que aquella tarde le había visto a
Conchita un moratón en el brazo.
-¿Tú crees que le ha pegado? – preguntaba papá.
-No lo sé, las marcas más bien parecían de haberle apretado
los brazos. De todos modos esa muchacha no es feliz... pobrecilla.
Que Ricardo maltrataba a su mujer era algo que no se le pasaba
desapercibido a la familia. Puede que no le diera grandes palizas,
pero seguro que la vejaba y la insultaba, pues alguna vez se le había
escapado algún improperio en público. Si al principio de conocerlo
le tenía miedo, a aquellas alturas lo que le tenía era un odio
profundo. Más de una vez deseé perderle de vista, que se quitara de
en medio de la forma que fuera. Lo que no me imaginaba era que un día
mis súplicas fueran escuchadas y don Ricardo desapareciera del mapa
para siempre.
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