En el fondo de mi mente yo sabía que la vida de Conchita iba
a cambiar de la manera que fuera. Estaba sola en Ferrol, sin su
familia, sin su esposo, con algunos amigos y con nosotros, que éramos
familia pero en realidad no lo éramos. Conchita tenía que continuar
su existencia al margen de un marido que ya no estaba y así lo hizo.
Si cuando estaba casada pasaba mucho tiempo en mi casa, al
enviudar comenzó a pasar mucho más. De hecho me atrevería a decir
que cuando no estaba acompañando a mi madre, era porque ambos
estábamos en su casa disfrutando de una de nuestras maratonianas
sesiones sexuales. Los domingos iba a misa con mi madre y a la vuelta
se quedaba a comer con nosotros. Fue durante uno de aquellos
almuerzos cuando nos comunicó sus intenciones de ejercer como
maestra y comenzar a preparar las oposiciones.
-Sin el sueldo de Ricardo y con la mísera pensión que me ha
quedado apenas me llega para llegar a fin de mes, así que me voy a
poner a estudiar cuanto antes.
-Haces bien Conchita – le dijo mi madre –, todavía eres
joven y puedes ganarte la vida por ti misma. Además ponerte a
estudiar te hará bien, te distraerá de tus penas, hija.
-Y por supuesto – repuso mi padre –, si necesitas que te
ayudemos en algo... ya sabes que no somos ricos, pero si necesitas
algo de dinero para costearte tus clases, algo te podemos prestar. Ya
nos lo devolverás cuando puedas.
-Muchas gracias, pero no es necesario. Ya me las arreglaré.
Yo la miraba mientras hablaba y se me caía la baba de gusto.
Me sentía orgulloso de que aquella muchacha me hubiera elegido a mí
para calentarle la cama, y todavía mantenía la esperanza de que su
viudedad fuera la puerta abierta para despertar su amor. De vez en
cuando sentía que el sexo a escondidas ya no era suficiente,
necesitaba más y ese más era poder pasear por la calle Real de la
mano, o ir al cine, o sentarnos en la Plaza de Amboage y darle pan a
las palomas, los dos, juntos.
Pero el tiempo pasaba y Conchita no me elegía a mí para salir
por la ciudad. Ella tenía una amiga soltera llamada Clarisa. No sé
dónde la había conocido, pero el caso es que por aquella época
comenzó a venir a buscarla por casa muchas veces con la escusa de
dar un paseo y tomar algo en el Club de Campo. Animada por mis
padres, Conchita salía con Clarisa, reforzando así la amistad que
las unía. La familia de Clarisa era de dinero, sus padres eran los
dueños de unos grandes almacenes que había en la ciudad y de unos
cuantos edificios, y uno de sus hermanos también se dedicaba a los
negocios con bastante éxito. Fue precisamente ese hombre el que un
día le presentó a Conchita en el Club de Campo.
Una tarde, después del polvo que acabábamos de echar y que la
hizo gritar como una gata en celo, me soltó la noticia.
-¿Sabes Teo? Ayer Clarisa me presentó a su hermano José
Antonio. Es un caballero muy apuesto y agradable. Fíjate que me
invitó a comer el próximo sábado. Aunque no sé si será correcto
que acepte, se lo preguntaré a tu madre. Pero lo cierto es que me
gusta mucho su compañía.
Si pensaba que yo le iba a dar el parabién a sus palabras se
había equivocado. La rabia me invadió. El jodido hermano de
Clarisa, al que no conocía de nada ni tenía el menor interés, era
un rival para mí. Disimulé como pude mi malestar. Le contesté con
un “qué bien” pronunciado a media voz y sin ningún
convencimiento y con la escusa de que tenía mucho que estudiar, me
vestí y bajé a mi casa.
Conchita finalmente acudió a la comida con José Antonio, y al
cine alguna que otra vez, y a pasear o tomar un chocolate a media
tarde, siempre acompañados por Clarisa, eso sí. Y conforme las
salidas con aquel estúpido se incrementaban iban mermando nuestros
encuentros sexuales, aunque según ella aquel hombre todavía no le
había tocado un pelo, cosa bastante normal para la época.
Por otro lado las Navidades se iban acercando y con ellas el
primer aniversario de nuestra relación. Mis padres se fueron de
nuevo a buscar a la abuela y yo me quedé en Ferrol, esta vez porque
me dio la gana, aunque la excusa que puse fue que tenía bastante que
estudiar. Conchita y yo aprovechamos bien la semana y cada segundo
que teníamos nos metíamos en su piso y follábamos como locos.
Pero después de aquellos días de felicidad vino la desdicha.
Conchita se fue a pasar las fiestas a su pueblo con su familia, cosa
lógica por otro lado, y a mí me dejó muy deprimido, recordando día
tras días las esplendorosas navidades del año anterior, que
desgraciadamente no se volverían a repetir nunca más.
Conchita llevaba en su mente a José Antonio, eso era lo peor, y
yo no quería verlo, pero aun así lo veía, no era estúpido. Cuando
la muchacha regresó del pueblo le contó a mi madre que se había
estado escribiendo con él, pues el hombre se había tenido que
marchar a Nueva York debido a unos negocios que por allí tenía, y
que le mantendrían ausente unos meses. Mi madre le comentó a mi
padre que Conchita se veía muy triste por aquella ausencia, tal
pareciera que se estaba enamorando. Papá le contestó que bien
pudiera ser.
-Es una muchacha joven y no es de extrañar que vuelva a
encontrar el amor, pero que se ande con ojo. José Antonio es un buen
muchacho, pero la diferencia de clase social es muy grande.
-No creo que tenga eso demasiada importancia a estas alturas.
Su hermana y ella son muy amigas a pesar de tales diferencias. Yo
creo que llegarán a buen puerto.
Aquellas palabras de mi madre me pusieron muy triste, a pesar
de que aquella misma tarde, también a mí me dijo Conchita que José
Antonio se había marchado a Nueva York y que allí estaría unos
meses. Me lo dijo muy contenta, disimulando su tristeza, como si
aquella ausencia fuera ideal para aprovecharla y practicar sexo como
hasta el momento, y así lo hicimos. De nuevo pensé que Conchita se
daría cuenta de que de quién tenía que enamorarse era de mi, y que
esos meses sin su pretendiente serían perfectos para ello, pero no
fue así.
José Antonio y ella se cartearon casi cada día, y a través
de aquellas letras que se escribían el incipiente amor que Conchita
sentía por él cuando se marchó, se fue reforzando hasta caer
rendida ante sus encantos. A mi madre le dijo que se estaba
enamorando del “americano”, yo no lo dudaba, a los hechos me
remito, pero también es verdad que conmigo se lo pasaba bárbaro en
la cama y al fin y al cabo que llegara a algo serio con José Antonio
no era óbice para que no continuáramos con nuestras sesiones
sexuales. Si cuando estaba casada con don Ricardo habíamos comenzado
con todo aquello, el que se casara con otro no era motivo suficiente
para dejarlo. Pero me equivoqué por completo.
Ella continuó preparando sus oposiciones, aunque sin mucho
entusiasmo, supongo que en su mente ya se dibujaba cómo iba a ser su
futuro, y no pasaba precisamente por ejercer como maestra. Y es que a
finales de junio regresó su amado de América y a mediados de julio,
coincidiendo con mi diecisiete cumpleaños, le pidió relaciones
formales, cómo se hacía por aquel entonces. Y naturalmente, ella le
dijo que sí.
El día que se lo dijo a mis padres yo estaba presente. Otras
veces, cuando me tenía que decir algo referente a su amor, lo hacía
con suma delicadeza, para no hacerme daño, sin embargo aquella vez
fue diferente, no le importó lo más mínimo que yo estuviera
presente y no hizo nada por ocultar su entusiasmo.
Nadie sabe lo que lloré aquella noche. Empapé mi almohada al
darme cuenta de que la había perdido para siempre. Mi mente juvenil
se empeñaba en pensar que jamás podría amar a nadie como la había
amado a ella y por momentos me decía que tenía que luchar.
Pero al día siguiente ella misma se encargó de quitarme todas
las ilusiones que pudiera guardar dentro de mí. Me dijo que todo
había terminado, que lo había pasado muy bien conmigo y que me
apreciaba muchísimo, pero que no podía continuar con la historia.
Yo no me di por vencido y de vez en cuando insistía y la provocaba,
pero ella hacía caso omiso a mis intentos.
Cierto día la vi por la calle y la seguí. Tenía que hablar
con ella como fuera. Se metió en una mercería y la esperé en la
acera. Cuando salió, la abordé.
-Conchita – llamé – Conchita, espera, quiero hablar
contigo.
Se dio la vuelta con gesto contrariado.
-Teo no empieces, por favor. Ya te dije que no podíamos seguir
con la historia. José Antonio es un buen hombre que me quiere y no
se merece que le haga algo así. Se acabó.
-Solo quiero que hablemos un momento, por favor, será sólo un
momento. Te echo de menos y quiero disfrutar de unos minutos contigo.
Conchita seguía caminando a paso ligero por las calles de
Ferrol, casi ignorándome.
-He dicho que no.
Sin embargo tanto insistí que al final claudicó.
-Está bien, pero sólo vamos a hablar, no te hagas ilusiones
con otras cosas porque no va a pasar nada. Te espero en mi casa
dentro de media hora.
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