Mientras Conchita estuvo en la tienda de comestibles también
soñé. Soñé despierto imaginando cosas que me gustaría que
ocurrieran aunque sabía que no ocurrirían nunca. Me imaginé casado
con ella, los dos felices y contentos, sin Ricardo, que desaparecía
de nuestras vidas así de sopetón, sin necesidad de que nadie
tuviera que romperse la cabeza para sacarlo de en medio. Nadie nos
criticaba ni nos señalaba con el dedo. La gente, incluida nuestra
propia familia, consideraba normal que un muchacho de quince años y
una mujer de veintinueve se amaran.
Hoy, cuando echo la vista atrás recordando aquellos días tan
felices, me pregunto qué hubiera ocurrido si todo hubiera pasado en
la actualidad, o simplemente si alguien hubiera descubierto nuestros
juegos. Puede que Conchita estuviera abusando sexualmente de un
menor, aunque yo nunca tuve conciencia de abuso alguno. También es
verdad que aquellas relaciones eran más que consentidas por mi
parte, pero yo era sólo un adolescente con las hormonas
revolucionadas y sin mucha capacidad de discernimiento, al menos en
aquellos temas tan escabrosos. Me dejaba llevar por la pasión con
demasiada facilidad.
La puerta de la calle me sacó de mis ensoñaciones. Conchita
regresaba de la compra. Yo estaba sentado en la cocina, apoyados mis
brazos en la mesa, sin más que hacer.
-He comprado un poco de carne y unas patatas – dijo –. Te
voy hacer un estofado que te vas a chupar los dedos, ya verás.
Cuando lo engullas te sentirás como nuevo.
Preparó la comida y nos la comimos entre risas, bromas y
conversaciones sin mayor trascendencia. Después, por la tarde,
volvimos a la cama. El tren en el que regresaba mi familia tenía
previsto llegar a las nueve y teníamos que aprovechar el tiempo y
despedirnos, pues no sabíamos en qué momento podríamos repetir
nuestros sexuales encuentros.
-Ahora te voy a enseñar el sesenta y nueve – me dijo.
No tenía ni idea de a lo que se refería, pero como siempre
me dejé hacer. Nos desnudamos y me mandó tumbarme en la cama. Luego
ella se colocó a gatas encima de mí pero a la inversa, de manera
que su boca quedaba a la altura de mi pene y la mía a la altura de
su vulva. Nada más darme cuenta de lo que se avecinaba me empalmé y
ella aprovechó para meter mi pene inflamado en su boca y lamerlo
golosa.
-Haz tú lo mismo con mi coñito, Teo, ya verás cómo gozamos
los dos mucho.
Me afané en darle placer con mi lengua, recorriendo los
recovecos de los pliegues de su vulva con afán. Conchita se movía
como una posesa y yo me corrí en su boca. Se tragó todo mi semen.
Luego fue ella la que se corrió acompañando sus espasmos con unos
gemidos de lo más elocuentes. Fue maravilloso.
No recuerdo bien cuántas veces nos amamos aquella tarde, lo
que sí recuerdo es que a las nueve me dio la cena y después me fui
a mi casa, pues estaba previsto que mi familia llegara en poco
tiempo. Pero el tren, por causa de la climatología adversa, se
retrasó, cosa normal en aquella época, y yo me dormí. Lo siguiente
que recuerdo es la voz de mi hermana pequeña entrando en la casa y
en mi cuarto y gritando
-¡Teo, he visto montones de nieve!
*
Al día siguiente también llegó mi hermano de su internado
en Pontevedra, así que mi familia ya estaba completa y dispuesta
para disfrutar de las fiestas. Conchita aún estaba sola, pues don
Ricardo no llegaría hasta unos días más tarde, y por eso pasaba
muchas horas en mi casa. Mi madre y mi abuela la adoraban y el cariño
era correspondido, así que se pasaban las tardes entretenidas en sus
cosas y disfrutando de la mutua compañía. Era por eso que nos
veíamos todos los días, pero no podíamos disfrutar de nuestro
amor, pues no había ocasión para ello. Quedar en su casa no era
prudente y en la mía era imposible. No obstante intentábamos
aprovechar ciertos momentos que se nos ponían en bandeja. Aunque yo
estaba de vacaciones, tenía que hacer las tareas que me habían
puesto en el colegio, y más teniendo en cuenta de que había estado
ausente casi dos semanas debido al resfriado y tenía que ponerme al
día. Así que a veces ponía la excusa de que no entendía cualquier
problema de matemáticas y le pedía a Conchita que me lo explicara,
ante la aprobación de mi abuela y mi madre, que veían con muy
buenos ojos que la muchacha me ayudara a salir adelante con los
estudios. Por eso nos metíamos en una pequeña salita que había en
la parte de atrás del piso, nos cerrábamos con pestillo con la
excusa de que mi hermana pequeña no viniera a molestarnos y dábamos
rienda suelta a nuestras bajas pasiones. Evidentemente no pasábamos
de ardientes besos en los que nos metíamos la lengua hasta la
campanilla, y de caricias tan vehementes que cuando recuperábamos la
compostura ella terminada con las bragas húmedas y yo con tal dolor
de testículos que no me quedaba más remedio que meterme en el baño
y aliviar en soledad aquella tensión sexual. Según me confesaría
ella tiempo después, a veces también se satisfacía en soledad
después de calentarse conmigo. Imaginar tal situación tenía el
poder, como no, de excitarme e incitarme de nuevo a la práctica del
sexo solitario.
Uno de aquellos días y precisamente en uno de aquellos
instantes de “estudio”, Conchita me comunicó entusiasmada que ya
había encontrado un lugar para que pudiéramos dar rienda suelta a
nuestra fuerza interior:
-El piso de Fernanda, arriba del mío. Ya sabes que ellos
están en Suiza y no vuelven más que en agosto, a pasar las
vacaciones de verano, pero ella siempre me deja una copia de las
llaves para que se lo airee de vez en cuando.
Me pareció muy buena idea, pero no pudimos estrenarlo hasta
primeros de año, pues unos días antes de la Nochebuena regresó don
Ricardo. Como volvía de unas maniobras militares, le habían
concedido unos días permiso, con lo cual durante esos días apenas
ni siquiera vi a Conchita ni mucho menos, por supuesto, tuve la más
mínima posibilidad de rozarle un pelo.
El día de Nochebuena bajaron a cenar a mi casa. Conchita venía
no guapa, sino arrebatadora, con un vestido negro que se pegaba a su
cuerpo como una segunda piel y cuyo generoso escote mostraba
descarado el canalillo de aquellas tetas que me volvían loco. Se
sentó frente a mí, pero yo no me atreví casi ni a mirarle, pues
sabía que si lo hacía comenzaría a crecer un bulto sospechoso
dentro de mi pantalón y no era cuestión de levantar suspicacias y
mucho menos con el marido delante, cuya sola presencia me intimidaba
poderosamente. Y más desde que me tiraba a su mujer. A veces me
miraba con aquellos ojos malignos y me daba la impresión de que
podía leerme los pensamientos, así que yo desviaba la mirada, por
si acaso, no fuera a ser que el desgraciado aquel tuviera poderes y
llegara a descubrir la afrenta que su mujer y yo estábamos
cometiendo.
La cena trascurrió con la normalidad propia de semejantes
celebraciones, con lo que al final de la misma, tanto mi padre como
Ricardo habían agarrado unas borracheras de cuidado. Tan grande era
la turca que fue necesario que los ayudaran a meterse en la cama, así
que mi hermano arrastró a mi padre y entre Conchita y yo subimos a
Ricardo al piso de arriba. Apenas podía subir las escaleras, y
cuando conseguimos llegar al dormitorio y lo echamos en la cama cual
fardo, casi de inmediato comenzaron a escucharse sus ronquidos, de un
estruendo tal que pareciera tuvieran el poder de derribar las paredes
del piso.
Fue entonces cuando tomé a Conchita de la mano y la arrastré
al salón. La senté en el sofá y sin más preámbulos hundí mi
cara entre sus pechos, mientras con las manos luchaba por liberarlas
del vestido que las aprisionaba. Ella se dejaba hacer, echaba la
cabeza hacía atrás y sus caídas de párpados hacían evidente el
placer que estaba sintiendo. Me la hubiera follado allí mismo, con
el morbo añadido de escuchar al sinvergüenza de su marido roncar
como un cerdo en la habitación de al lado. Pero ella era más
juiciosa que yo, y cuando se dio cuenta de mis intenciones me paró
los pies.
-No Teo, no puede ser. Debemos ser prudentes. Tenemos toda la
vida por delante para nuestros juegos. Lo mejor es que bajemos a tu
casa y continuemos un poco la fiesta. Si tardamos más de la cuenta
alguien podría sospechar.
Así hicimos. Cuando se acercaban las doce, Conchita, mi madre
y la abuela se fueron a la misa del gallo. Yo me metí en el baño y
me masturbé. Era una actividad mucho más divertida que ir a
escuchar las monsergas del cura.
La cena de fin de año fue similar, pero en casa de Conchita. Su
marido también agarró una buena borrachera, pero en aquella ocasión
no se durmió, sino que se dedicó toda la noche a darme la turra,
diciéndome que yo era su sobrino preferido y que, puesto que no
tenía hijos ni los iba a tener, yo sería su heredero, a condición,
eso sí, de que siguiera la carrera militar. Yo le reía las gracias,
no me quedaba más remedio, mientras miraba a su mujer por el rabillo
del ojo y me entraban ganas de follarla, cual animal en celo.
Las campanadas, a las doce en punto, marcaron el final de
aquel mil novecientos sesenta y cinco que había tenido el poder de
hacer llegar el amor a mi vida en plena adolescencia.
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