“No quiero volver
a verte. Recoge tus cosas y márchate. A mi regreso no quiero que
estés aquí”. Lucas recordaba aquellas palabras escritas por su
propio padre con letra torpe y desigual y como después de leer la
nota que se encontró sobre la mesa de la cocina se metió en su
cuarto, hizo la maleta y salió de la que hasta aquel momento había
sido su casa sin rumbo fijo, sin futuro, y casi sin presente. Hoy
regresaba, volvía a un mundo que ya le era desconocido, con el que
las conexiones se habían roto mucho tiempo atrás, salvo una, su
madre, que por fin se había visto libre del yugo de un matrimonio
sin amor que las circunstancias habían mantenido a flote sin sentido
alguno. Lucas experimentaba por su madre un amor incondicional, sabía
que era lo que era en parte gracias a ella, a su tesón, a su empeño,
a su fuerza y a su lucha contra todo y contra todos, y se sentía un
poco culpable por haberla abandonado a su suerte todos aquellos
años, al lado de su padre, un hombre frío, calculador, un hombre
sin sentimientos que no apreciaba a nadie y al que lo único que
hacía feliz era imponer por la fuerza su santa voluntad. Por suerte
había pasado a mejor vida, por eso podía regresar.
Lucas había nacido
en un pueblo perdido del mundo cuarenta años atrás. Era el único
hijo del matrimonio formado por Manuel y Jacinta. La muchacha, casada
con aquel hombre vil y despreciable por orden de sus propios padres,
se ilusionó con aquel pedacito de carne delicada y sonrosada que
había salido de su propio cuerpo como si de un milagro se tratara,
así que no le importó demasiado cuando, al ir el pequeño
creciendo, todo el mundo le decía que el niño no oía. Jacinta
observó y descubrió que todos tenían razón, las viejas del
pueblo, el señor cura, el señor maestro, Mariana la tendera y Juan
Timoteo el matarife. Jacinta llevó al médico a su hijo y el
diagnóstico fue claro:
-Está sordo, así
que tampoco aprenderá nunca a hablar. Es mejor que tengas otro hijo
Jacinta, este no podrá ayudar a Manuel en las tareas del campo ni
con los animales.
Cuando Jacinta le
dio la noticia a su marido éste, a cambio, le regaló la primera
paliza. Borracho como una cuba, destilando por su boca el olor a
alcohol y a maldad, la acusó de no saber engendrar hijos normales y
sanos y con la brutalidad que siempre lo había caracterizado la
poseyó como un animal en celo, para después dejarla tirada en el
suelo de la cocina y salir de la casa en busca de una nueva dosis de
licor.
Pero la mujer se
enfrentó con valentía a su triste sino. Sabía que estaba atada de
por vida a aquel hombre y a aquella tierra sin embargo nada le iba a
ganar la batalla. Lo primero que hizo fue acudir a la vieja Águeda.
Águeda vivía en el bosque y tenía fama de bruja. La gente decía
que se dedicaba a cosas poco decentes, pero eso a Jacinta le
importaba más bien poco, es más, en aquella precisa ocasión
incluso le favorecía, pues lo que iba a pedir a Águeda era un
remedio para no engendrar un hijo nunca más. Por mucho que le
dijeran los demás tenía claro que no deseaba que ningún eslabón
más le uniera a un esposo cruel que ella no había elegido. La vieja
le facilitó la pócima y le garantizó que a partir de entonces su
vientre sería yermo, primer peldaño subido, quedaba el más
difícil, criar a su hijo. Lucas sería sordo, pero desde luego que
no era tonto y si los demás creían que no llegaría a ser nada de
provecho en la vida, ella les iba demostrar que estaban bien
equivocados
Lucas crecía entre
las burlas y el desprecio de aquellos que no entendían su
peculiaridad y su madre decidió poner fin a todo aquel sinsentido.
Un día se vistió con sus mejores galas y marchó a la ciudad,
dispuesta buscar la ayuda que su hijo precisaba y la encontró, vaya
si la encontró. Se dirigió a la casa de la Lucita, una muchacha
espabilada y de buen corazón, que había marchado del pueblo unos
años atrás, agobiada por la incomprensión y cerrazón de mentes de
unas gentes cuyas vidas se habían quedado ancladas en el pasado.
Lucita y Jacinta habían sido amigas cuando eran niñas y ésta sabía
que, de estar en sus manos, Lucita no le negaría ayuda, como así
fue. Cuando le contó el problema su amiga no vio la tragedia por
ningún lado.
-En la ciudad hay
colegios donde tu hijo aprenderá de todo, como un niño normal. Y no
te costará nada, yo te ayudaré.
Dos semanas más
tarde Lucas estudiaba en un colegio para niños sordos, contra la
voluntad de su padre, al que la idea de su mujer le parecía una
estupidez, pues estaba seguro de que el pequeño no valía para nada.
-Aunque no es mala
idea – admitió por fin – así no tendré a ese estúpido dándome
la lata por casa todo el día.
Por el pueblo la
gente murmuraba. Decían que Jacinta estaba loca, que era una
soñadora, una irresponsable por gastarse el dinero que tan duramente
ganaba su esposo en enseñanzas baldías a un podre tonto. Algunos
incluso tenían el atrevimiento de escupírselo a la cara, como si
tuvieran derecho a ello. Mas Jacinta, segura de estar actuando como
debía, respondía con tranquilidad.
-Mi hijo no es
tonto, sólo es diferente, y aprenderá lo que tiene que aprender.
Lo mismo le decía a
su pequeño, cuando todos los sábados iba de visita y el muchachito
le rogaba para que le llevara de vuelta al pueblo mediante aquellos
movimientos de sus manitos que Jacinta también aprendió a
escondidas de todos.
-Papá no me quiere
¿verdad, mamá? No me quiere porque soy tonto.
-Claro que no eres
tonto,mi vida, sólo eres diferente.
Y con tal
diferencia y a pesar de ella, Lucas creció y aprendió lo que tenía
que aprender, a leer, a sumar, a dibujar, la historia de España o la
geografía del mundo, Lucas aprendió y un día cuando su formación
básica finalizó tuvo que regresar al pueblo.
Al principio le gustó
la idea, se había olvidado de los desprecios y las humillaciones,
pero pronto se dio cuenta de que aquel lugar escondido del mundo no
era su sitio. La gente lo miraba con recelo y murmuraba a sus
espaldas sabía Dios qué cosas y su padre, aquel que no merecía ser
llamado tal, en el mejor de los casos lo ignoraba y en el peor lo
hacía blanco de sus burlas. Se reía cuando lo veía gesticular y le
decía que tanto aprendizaje en la ciudad no le valdría para nada y
que como no sabía cuidar del ganado ni segar la hierba, no era más
que un inútil. Lucas se entristecía cuando leía en los labios de
aquel hombre tantos improperios y cada vez estaba más seguro de que
su lugar no estaba allí.
Una tarde, al
llegar a casa de vuelta del colmado, se encontró con que su padre,
completamente borracho, descargaba su ira y sus golpes contra su
pobre madre, que agazapada en una esquina, lloraba y gemía
protegiendo su frágil cuerpo con sus brazos sin mucho resultado. El
muchacho se abalanzó sobre su padre y, más joven y ágil, lo sacó
de la casa a puñetazos. Luego el también salió de la casa sin
rumbo fijo y estuvo vagando dos días por el bosque, meditando sobre
lo que hacer con su vida. Cuando por fin volvió al hogar, se
encontró aquella nota sobre la mesa. No importaba, de todas maneras
ya tenía pensado marchar y no regresar jamás.
Veintidós años
después Lucas recordaba su vida mientras el autobús lo acercaba de
forma inevitable al lugar al que había jurado no volver jamás.
Rubén, sentado a su lado y conocedor de sus tribulaciones le tomaba
la mano de vez en cuando, como queriendo insuflarle fuerzas y le
preguntaba si estaba bien. Lucas asentía con una sonrisa. Al fin y
al cabo sólo quería rescatar a su madre de aquel pueblo sin futuro
y llevarla consigo cuanto más lejos mejor, lo había intentado
muchas veces, pero sólo ahora que su padre había muerto ella había
accedido. Lucas esperaba que la noticia que iba a darle no fuera
obstáculo para que aquel rescate fuera efectivo.
Cuando por fin se
vieron madre e hijo se fundieron en un abrazo. En aquel encuentro no
hacían falta palabras, no era necesario hablar ni oír, bastaban los
gestos de dos personas que se querían y a las que el tiempo había
mantenido separadas.
-Vengo a buscarte
mamá, no quiero que estés más en este lugar. Te vendrás conmigo
¿verdad?
Jacinta asintió,
mientras miraba al muchacho que acompañaba a su hijo y se preguntaba
quién sería. Lucas leyó el interrogante en la mirada de su madre y
comenzó a gesticular
-Se llama Rubén,
mamá y es mi pareja.
La mujer se quedó
muda y quieta, sin saber muy bien qué decir, no se esperaba la
noticia, pero tampoco le importaba demasiado la orientación sexual
de su hijo, como en su día no le había dado mayor importancia al
hecho de que fuera sordomudo, a la vista estaba que había llegado a
ser una persona normal, como las demás.
-Mamá, ¿qué
piensas?
Jacinta miró a su
hijo con un sonrisa y colocándose en frente de él, para que pudiera
leer sus labios le dijo.
-Nada especial,
cariño, solo que... sigues siendo diferente.
Me encantó el final… -Nada especial, cariño, solo que... sigues siendo diferente.
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