Impasible, con tanto dolor en el alma que ya no me quedan fuerzas ni
para derramar lágrimas, veo como las paladas de tierra rojiza caen
sobre el féretro que contiene tu cuerpo, alejándote de mí para
siempre. Se ha acabado, ya no volveremos a estar juntos, ya no
volveré a escuchar tu voz regañándome por haber dejado la ropa
tirada por el suelo, ya no sentiré más tus livianos pasos saliendo
a recibirme al llegar de trabajar, y pensar que hace sólo dos días
todavía te tenía a mi lado...Durante estos escasos tres meses que
ha durado tu enfermedad me he preguntado una y otra vez por qué tú,
por qué a ti y de esta manera tan cruel. No he conseguido respuesta,
en cambio en seguida comprendí que lo único que me quedaba era
resignarme y llorar, llorar por ti, por tu injusto sufrimiento, por
los bellos momentos que habíamos vivido y por los que no llegaríamos
a vivir nunca. Ahora, en este momento en que definitivamente tenemos
que separarnos, ya no puedo hacer ni eso, ya mis ojos están secos y
mi mente embotada. Sólo me quedan fuerzas para decirte adiós.
Adiós, Laura, te vas, dejando sobre mí conciencia el triste pesar
de haber contribuido a tu muerte.
Le dijiste al médico que no se anduviera con paños calientes, que
eras enfermera y llevabas visto mucho. En el fondo, desde el día en
que notaste aquel bultito detrás de la rodilla, sospechabas que no
era nada bueno. Lo que no te esperabas es que te dijera que el cáncer
estaba tan extendido por todo tu cuerpo que ya no había remedio. A
pesar de todo recibiste la noticia impasible, como si en ese terrible
momento pesara sobre ti más que nunca tu firme convicción de que
hay que aceptar la muerte de forma natural, ya que no es otra cosa
sino la parte última de la propia vida. Por eso te limitaste a
preguntarle cuánto tiempo te quedaba. Seis meses fue su respuesta,
su condena, su ultimátum. No llegarías a cumplir los treinta. Pero
de tu boca no salió una queja, no hiciste otra cosa que suspirar con
resignación, como si todo lo que estabas viviendo fuera algo
esperado, algo que tenía que llegar y para lo que no había vuelta
de hoja.
Tu rostro se dulcificó por una sonrisa permanente, de tu boca sólo
salían palabras tiernas, tu mirada era serena, mientras en mí
luchaban sentimientos encontrados. Por una parte, la pena de tu
pérdida, por otra, la esperanza de estar viviendo un mal sueño. Se
me hacía difícil que tomarás todo tan bien, parecía no
importarte marchar de este mundo y me fastidiaba sobremanera tu
serenidad, que no hacía otra cosa que acrecentar mi desesperación.
Te
negaste a seguir tratamiento alguno. Argumentabas que si no tenías
remedio, lo mejor era que la naturaleza siguiera su curso, y así
fue. Una noche no pudiste dormir, atenazado tu cuerpo por un dolor
lacerante. Sabías que sólo era el principio de un final largo, de
un sufrimiento sin sentido y decidiste que nadie iba a manipular el
momento de tu muerte. Una mañana, me hablaste de una mejoría que no
existía y te marchaste al hospital con la excusa de visitar a tus
antiguas compañeras. Lo tenías todo preparado y me metiste en tus
planes sin darme opción a negarme. Cuando regresaste del hospital me
llevaste a nuestra habitación y me explicaste todo con frialdad. El
cáncer te estaba carcomiendo por dentro y tú simplemente querías
demostrarle que no iba a poder fastidiarte más. Me enseñaste una
jeringuilla que contenía un líquido transparente. "Es morfina"
me dijiste "una sobredosis me matará. Yo no tengo valor para
hacerlo, aunque me veas tan entera, no es más que una careta.
Ayúdame y hazlo tú, por favor". Apenas me podía creer lo que
estaba escuchando. Me estabas pidiendo que te matara. Me negué, me
negué en rotundo. Te dije que no era justo, que no podías pedirme
eso, que nunca podría ayudarte a morir porque tu muerte sería la
mía. Me sonreíste melancólicamente. "No importa" me
dijiste, "si de verdad me quieres, y yo sé que me quieres,
cambiarás de opinión en unos días". Imposible, nunca podría
hacerlo. Me equivoqué. Nadie se imagina lo que es ver sufrir a un
ser humano de la forma que yo te vi. Me mirabas suplicante desde tu
lecho de muerte, llorando de dolor, retorciéndote, buscando una
postura imposible que consiguiera aliviarte. No, no era humano. Cogí
la jeringuilla y te la inyecté una vez, dos, tres...y te dormiste
profundamente, para no volver a despertar.
A
nadie le pareció extraña tu muerte, no hicieron preguntas, no
tenían caso. La enfermedad acabó contigo antes de lo previsto.
Todos lloramos por ti, todos sentimos pena de que abandonaras este
mundo tan prematuramente, yo más que nadie. No sé si habré hecho
bien, desde luego hice lo mejor para ti, pero no sé si podré vivir
con tu muerte sobre mi conciencia. Adiós Laura, no olvides que lo
hice porque me lo pediste y porque....te quiero.
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