Ramón era un
muchacho muy apuesto, agradable, simpático, trabajador, honesto...
vamos, un chollo, el hijo que cualquier madre quisiera tener y el
novio por el que cualquier muchacha suspiraría. Eso lo sabía él
mismo, que acentuaba sus encantos naturales desplegando cuando era
necesario una sonrisa arrebatadora y una labia extraordinaria. Sin
embargo algo no iba bien, no tenía éxito, ni en su vida laboral ni
en la amorosa y no era capaz de descubrir los motivos, aunque estaban
a la vista de todo el mundo, pero nadie tenía las suficientes
agallas como para hacérselo ver al pobre muchacho. En realidad su
problema era relativamente común entre la gente, pero a él se le
multiplicaba por cuatro... o quizá por cinco. Y es que Ramón tenía
caspa, tanta caspa que sus hombros parecían las cumbres del Everest,
permanentemente nevadas y con nieve en polvo, de esa que se esparce
aquí y allá, ya me entienden.
Su primer trabajo
fue como camarero en un restaurante de lujo. Ramón había estudiado
en la escuela de hostelería y era un gran profesional, de esos
finolis, que te sirven el vino cuando te ven la copa vacía y esas
cosas, y eso fue lo que hizo con la Marquesa de la Malvarrosa, una
vieja achacosa que a pesar de su edad no perdía la costumbre de ir a
cenar todos lo viernes al Club Casino de la ciudad. Más cuando la
Marquesa de las narices fue a beber su vino, un Vega Sicilia cosecha
del 75, cuya botella costaba una fortuna, se dio cuenta de que unas
sospechosas raspillas de color blanco flotaban en la superficie de la
carísima bebida. Levantó la vista, se puso las lentes y pudo ver
como de la cabeza de Ramón llovían aquellas raspillas, cual si
fuera una ventisca. La vieja se fue a quejar al responsable y éste
despidió a Ramón con viento fresco, sin motivo alguno, dejando la
muchacho más triste que una uva pasa.
Pocos meses después
a través de una empresa de trabajo temporal lo contrataron para
servir en una cena de postín a la que acudirían ministros y demás
sinvergüenzas por el estilo y durante la cual se iba a firmar un
acuerdo muy importante que la gente de a pie no entendía ni le
interesaba, pero que a la larga influiría en sus bolsillos
negativamente, aunque eso lo ignoraban. El caso es que, si bien
durante la degustación de los deliciosos manjares más de un
comensal se había percatado de que unas sospechosas raspillas
blancas adornaban sus platos, fue durante la firma del susodicho
acuerdo cuando ocurrió la tragedia. Estaba el ministro de turno
bolígrafo en mano, luciendo una estúpida sonrisa que daba cuenta de
su ligero retraso mental, dispuesto a estampar su firma sobre el
papel, en la otra mano una copa de champan que acercó a Ramón para
que le sirviera el espumoso vino. El solícito camarero así lo hizo,
mas al inclinarse dejó caer una fina cortinilla de caspa en el
interior de la copa y sobre el documento en cuestión, ante la mirada
furibunda del señor ministro y la estupefacción de los demás
presentes. Aunque intentaron disimular para no armar un escándalo,
todos los asistentes se quejaron a la empresa organizadora del
evento, cuyo directivo le comunicó a Ramón, ipsco facto, la mala
noticia de que prescindía de sus servicios cuando todavía no se
habían recogido los platos, no sin antes darle un billetito de
cincuenta euros como toda retribución, que después de lo mal que lo
había dejado quedar, semejante sueldo le llegaba y sobraba.
Con el género
femenino le pasaba tres cuartos de lo mismo. Sólo una vez se había
enamorado perdidamente. La había conocido durante una noche loca
celebrando la despedida de soltero de un íntimo amigo que después
de la boda se marchaba a vivir a Pernambuco, aunque este detalle
carezca de importancia. La chica se llama Berta y era azafata de
compañía, o al menos esa era la forma en la que se presentaba,
aunque no dejaba de ser una vulgar ramera contratada para la ocasión.
Era fea como un cuerno pero con un cuerpo de escándalo, algo así
como una gamba, de la que se aprovecha todo menos la cabeza, pero
Ramón estaba demasiado borracho como para pararse a pensar en
semejantes apreciaciones. El se enamoró y se la llevó al coche
dispuesto a divertirse un rato y en ello estaban hasta que en un
movimiento brusco de cabeza del muchacho calló sobre la cara de
Berta una lluvia blanca y fina que si fuera Navidad tal vez pudiera
soportarse, pero que rompió el encanto de tan romántico momento.
Además le provocó alergia y comenzó a estornudar, y con las mismas
salió del coche y huyó como alma que lleva el diablo. Había
conocido caballeros para todos los gustos y con defectos que a
cualquier mujer normal le parecerían insoportables, pero aquello
superaba todo lo predecible.
Después del
desafortunado episodio Ramón se sumió en una depresión de órdago.
No quería salir de casa ni saber nada del mundo, hasta que su amigo
Wilfredo, un muchacho piadoso colaborador en diversas organizaciones
de carácter benéfico y de ayuda a gente atormentada, se decidió no
sólo a abrirle los ojos ante un problema que todos veían menos él,
sino también a ofrecerle la solución.
-Ramón lo que te
ocurre es que tienes caspa, una caspa espesa, abundante y en
ocasiones hasta maloliente, que vas esparciendo por doquier cual
reyes magos repartiendo caramelos ¿es que no te das cuenta?
Ramón se miró al
espejo y por vez primera fue consciente de que sus hombros eran como
suaves montañas nevadas pero desprovistas del encanto que la nieve
suele dar a los paisajes. También por su pelo navegaban a su antojo
pequeñas partículas blancas que le daban un aspecto inquietante.
Realmente todo era tan evidente que no sabía cómo no se había dado
cuenta hasta entonces, tan enfrascado había estado en resaltar su
juvenil encanto.
Mas su problema se
quedó en nada cuando su amigo Wilfredo le dijo asimismo que tenía
la solución.
-Un amigo mío ha
inventado un artilugio que acaba con los problemas capilares de todo
tipo, incluso hace brotar pelo en cabezas tan limpias y brillantes
como una bola de billar. Con la caspa también hace milagros.
No se lo pensó
mucho. Al día siguiente, previa cita concertada la tarde anterior,
se presentó en el taller de Ovidio Prensiles, a la postre el amigo
de Wilfredo, el cual le acompañaba, y le expuso su problema.
-Todo tiene solución
menos la muerte – le dijo Ovidio, quedando muy satisfecho después
de soltar semejante filosofía barata y soltando un risilla estúpida
– mi artilugio aspira la caspa y a la vez inocula en el cuero
cabelludo una sustancia inocua para la salud que hace que aquélla no
vuelva a aparecer. Vamos allá.
Condujo a Ramón
hasta una sala cochambrosa con las paredes pintadas de un gris oscuro
y sucio y lo colocó de espaldas a un extraño aparato que colgaba
del techo. Luego pulsó un botón y la máquina comenzó a hacer su
trabajo de aspiración. Era todo muy raro. A Ramón no se le movía
un pelo de la cabeza, sin embargo las partículas de caspa volaban
raudas hacía el interior de un depósito en el que ya descansaban
otros restos presumiblemente orgánicos. De pronto aquel trasto
empezó a emitir un extraño ruido y la caspa, antes los atónitos
ojos de los presentes, comenzó a convertirse en letras que salían
de la cabeza de Ramón y se introducían raudas en aquel armatoste
inmundo.
-Parece que mi
máquina está fallando – dijo Ovidio con toda tranquilidad –
tendré que repararla.
Mientras tanto las
letras seguían saliendo de la cabeza de Ramón, al tiempo que éste,
pensativo, sentía que poco a poco su mente se iba vaciando de todo
su contenido, que no era mucho, pero que hasta entonces a él le
había hecho servicio, y cuando finalmente se hizo el silencio la
pobre criatura sólo sabía emitir dos sonidos “a” y “o” los
cuales soltaba sin sentido mientras miraba a los otros dos con cara
de cordero degollado.
-Las has hecho buena
Ovidio – dijo Wilfredo con suma preocupación – has dejado a mi
amigo tonto.
-Bueno... fue un
fallo mecánico, tendré que arreglar mi maravillosa máquina. Nunca
me había pasado nada igual... pero bueno a fin de cuentas tu amigo
tampoco parecía muy listo.
-¡Y qué sabrás
tú! Si no lo conoces de nada. No puede quedar así, así que ya
estás arreglando esa porquería si no quieres que te mande a Siberia
con una ONG encargada de enseñar la cría de cerdos en cautividad a
los habitantes de tan inhóspito país.
Ante tal amenaza
Ovidio se pudo manos a la obra y en menos de diez minutos creyó
tener su artefacto arreglado. Volvió a colocar a Ramón en la
posición adecuada y todo comenzó a funcionar, pero al revés y por
partida doble. El resultado fue nefasto. El cerebro de Ramón, ante
tanta letra que se introdujo en el mismo, se impregnó de
conocimiento erudito que lo convirtió en un pedante insoportable,
mientras que su cabello se volvió blanco y no precisamente por las
canas. A partir de aquel aciago día no hay quien lo aguante. De todo
sabe y todo lo entiende. Sermonea lo que quiere y algo más,
utilizando palabras que nadie comprende, todo ello aderezado con una
buena dosis de caspa que parece brotar de su cuero cabelludo como si
de él nacieran granos de arroz. Y lo peor de todo ello es que ahora
se siente muy contento consigo mismo y le importa un pito lo que los
demás piensen de él. Es posible que la máquina quita caspa se
hubiera quedado con su inteligencia. Para encima su amigo Wilfredo se
siente culpable y Ovidio el inventor ha inventado una nueva máquina
para reducir grasa abdominal. Recomiendo que no se pongan en sus
manos. Podría pasar cualquier cosa.
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