Celia
lloró la muerte de su amiga como jamás había llorado a nadie.
Elena había sido su confidente, su protectora, la persona que más
se preocupó por ella, la que más cariño le había dado desde su
llegada a Madrid. Ahora se quedaba completamente sola, sin un apoyo,
sin un hombro sobre el que llorar, sin nadie, con la única compañía
de su bebé, que aún era demasiado pequeño para poder consolarla.
La echó terriblemente de menos desde el primer minuto de su
ausencia.
Los
primeros días se asomaba a la ventana, miraba el ultramarinos
cerrado y no podía evitar sollozar fugazmente. ¡Qué pena tan
grande se había instalado en su alma! ¡Qué vida más triste, sin
poder compartir sus horas con nadie! Sabía, no obstante, que sus
días tenían que seguir, y más ahora, que Dios había puesto en su
camino un hijo al que cuidar, por quien luchar para salir adelante.
Se
acostumbró a salir todas las tardes con el bebé. Paseaba con él
por el parque, empujando el carrito con aire distraído, y recuperó
su antigua costumbre de sentarse y observar. Una de aquellas tardes,
sentada en un banco del parque de El Retiro, mientras jugueteaba con
las hojas con las que el otoño se empeñaba en alfombrar el suelo,
creyó distinguir, a lo lejos, la silueta de Alberto, el médico, y
dando un salto, como si un resorte la lanzara en su busca, se levantó
y corrió a su encuentro..
-Don
Alberto – llamó.
Él
se giró y fue hacia ella dibujando su rostro con una sonrisa de
satisfacción..
-¡Celia!
¡Dios mío, qué alegría verte! ¿Cómo estás? ¿Y cómo está tu
niño?
-Mi
niño bien y yo.....bueno, pues tirando. Ya sabe usted.
-No
me trates de usted, por favor. Anda, vamos a pasear un rato, no tengo
prisa. Y te invito a un barquillo ¿te apetece?
La
muchacha dudó un momento. La posibilidad de que su marido se
enterara de un acto tan inocente como dar un paseo al lado de su
médico le daba miedo, pero finalmente aceptó.
-Bueno,
vale – dijo tímidamente.
Comenzaron
a caminar en silencio. Ninguno parecía atreverse a romper la quietud
del paseo. La ausencia de Elena flotaba entre ambos como un fantasma.
Al pasar al lado de un vendedor de barquillos, el médico compró un
paquete y ofreció uno a la chiquilla.
-Nunca
he comido ninguno – dijo ella a la vez que le daba un pequeño
mordisco.
-¿Que
nunca te has comido un barquillo? No me lo puedo creer – le dijo
Alberto intentando romper la tensión que incomprensiblemente parecía
envolveros –. ¿Te gustan?
-Sí,
está bueno.
Continuaron
su paseo durante un rato, mordisqueando sus barquillos, mirándose de
reojo de vez en cuando, hasta que finalmente el médico paró su
caminata y la miró. Ella hizo lo propio.
-¿Pasa
algo? – preguntó Celia.
-No
lo sé, tal vez ahora no pase, pero es posible que más adelante....
De
pronto la chica se desprendió de su timidez y abordó la
conversación.
-No
entiendo lo que quieres decir. Te rogaría que fueras más claro. No
me gusta demasiado que la gente ande con rodeos.
-Celia,
puede que no sea de mi incumbencia, a lo mejor incluso no viene
demasiado a cuento, pero unos días antes de morir, Elena me comentó
que querías huir del lado de tu marido.
Celia
mordisqueó un poco más el barquillo antes de responder. Lo que
estando en el hospital le había dicho a Elena se le había venido a
la mente en aquel preciso momento y jamás pensó que su amiga se lo
contara a nadie. Sin embargo, después, la idea fue tomando forma en
su mente y a aquellas alturas tenía claro que un día escaparía de
las garras de su marido. Sabía que podía confiar en Alberto, así
que no dudó un instante en confesarse con él.
-Claro
que quiero – dijo por fin – no voy a estar toda mi vida al lado
de ese animal.
-¿Y
cómo piensas hacerlo?
-No
lo sé, no tengo ni idea. Esperaré a que el niño sea un poco más
grande y pueda desenvolverse un poco más por sí mismo. Ahora es muy
pequeño todavía y no puedo arriesgarme a vagar por el mundo con él
a cuestas. Cuando crezca un poco me iré y por supuesto me lo llevaré
conmigo.
-Es
peligroso para una mujer y un niño pequeño andar solos por este
país, hoy en día.
-Tengo
la esperanza de encontrar alguien que me ayude, alguien tiene que
hacerlo. Mucho tiempo más no voy a poder resistir. Mientras mi
marido se mantenga calmado e indiferente conmigo, voy tirando, pero,
¿y cuándo vuelva a ponerse furioso? No quiero aguantar sus palizas.
No quiero continuar viviendo al lado del verdugo que mató a mi mejor
amiga.
Se
sentaron en un banco. Empezaba a refrescar.
-¿Quién
te ha dicho eso? Elena murió atropellada por...
-Alberto,
por favor, puede que sea joven, pero no soy estúpida. Es posible que
cuando llegué a Madrid fuera una niña inocente que no sabía nada
de la vida, pero esa etapa ya quedó atrás. Sé quién es mi marido
y sé quién era Elena. Y también conocía la enemistad que existía
entre ambos. La noche que la detuvieron oí cada uno de sus lamentos
suplicando clemencia mientras se la llevaban, y escuché también las
risas calladas de mi marido en el salón, seguramente observando la
escena por la ventana. Lo que más me dolió fue no poder hacer nada.
El
hombre no dijo nada. Se quedó mirando al suelo con aire ausente.
-Está
anocheciendo. Será mejor marchar. Pronto cerrarán el parque –
dijo.
Se
levantaron y emprendieron el camino hacia la salida. Durante unos
minutos anduvieron en silencio, cada uno sumido en sus propios
pensamientos.
-Celia
– dijo de pronto el médico – yo conozco a gente que puede
ayudarte a salir del país. No será fácil, ni tampoco a corto
plazo. Es más, ni siquiera estoy seguro de estar haciendo lo
correcto. Correrás mucho riesgo y no sé si sería capaz de
soportar....que te ocurriera algo. Pero por otro lado... comprendo
que no quieras permanecer a su lado.
Los
ojos de la chica se iluminaron.
-¿Harías
eso por mí? ¿Me ayudarías a alejarme de él para siempre? Te
estaría eternamente agradecida.
-Lo
haré, pero cuando llegue el momento debemos andar con cuidado y ser
muy discretos. Por lo pronto no le comentes a nadie que te quieres
marchar y mucho menos que yo estoy dispuesto a echarte una mano, y
ten paciencia, porque seguramente tendrán que pasar muchos meses
antes de que puedas salir de aquí.
-No
me importa. Sabiendo que hay una mínima posibilidad de huir,
aguantaré lo que sea.
En
esa espera fue pasando el tiempo. El otoño terminó y dio paso al
invierno y éste a la primavera, y al verano, y de nuevo otro otoño,
como siempre.
Hacía
ya tres años que Celia había llegado a Madrid, que había dejado
atrás el pueblo y un pasado que cada vez se pintaba más lejano y
parecía más irreal. El hijo del señor maestro, que durante mucho
tiempo había sido único ocupante de su desolado corazón, se fue
desdibujando en su memoria, a pesar de negarse a abandonar del todo
su alma rota. Era un estupidez hacerse ilusiones con él. Soñar con
su amor ya no tenía sentido alguno, tenía que centrarse sólo en
escapar de las garras de su esposo y mientras llegaba el ansiado
momento, esperar, únicamente esperar.
Se
acostumbró a pasar las tardes paseando con su pequeño por El
Retiro. A veces se les unía Alberto, que se convirtió en su mayor
apoyo ahora que Elena ya no estaba. Con él podía conversar de las
cosas que le preocupaban, confesarle sus miedos, hacerle depositario
de sus recuerdos o de sus sueños de futuro. Es cierto que en
ocasiones la asaltaba el miedo, miedo a que alguien pudiera verles y
le contara a su marido cosas que nada tenían que ver con la
realidad. Alberto y ella no eran más que amigos y jamás llegarían
a ser otra cosa, aunque alguien pudiera pensar lo contrario.
Pero
lo que Celia no sabía era que la primera persona que pensaba lo
contrario era el propio Alberto. Un día dejó de verla como una niña
desvalida y comenzó a mirarla como la mujer en la que se había
convertido. No supo en qué momento sus sentimientos hacia ella
cambiaron y pasaron de la amistad y el afán de protección al amor,
sólo sabía que existían y que a pesar de lo que su corazón
sentía, su conciencia le decía que aquello no podía ser. Estaba
casada. Puede que las circunstancias de su matrimonio no fueran las
de una pareja normal, pero él no podía ni debía meterse en medio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario