Una
mañana el pequeño Germán, el hijo de Celia, amaneció enfermo.
Tenía mucha fiebre y una tos persistente que en ocasiones parecía
provocar su asfixia. Celia llevó a su pequeño a la consulta de
Alberto, el cual, después de examinarlo, fue rotundo.
-Celia
tu hijo tiene tosferina. Está muy grave. La única posibilidad que
tiene de curarse es un antibiótico que no encontrarás en ninguna
farmacia. Tal vez tu marido lo pueda conseguir, él tiene muchos
contactos y conoce a mucha gente. Te voy a anotar en un papel el
nombre de la medicina. Dile que es muy importante. Tienes que dársela
a tu hijo lo más pronto posible, no hay tiempo que perder.
La chica estaba
confusa ante las palabras del médico. Nada deseaba más en el mundo
que salvar la vida de su pequeño pero ¿cómo decirle a su marido
que necesitaba una medicina especial? ¿Qué le respondería cuando
le preguntara la identidad del médico que se la había recetado?
-No
sé cómo voy a hacerlo. ¿Tú no la podrías conseguir?
-Lo intentaré, pero
debes de decírselo a tu marido. Si yo no doy con ella él tal vez
pueda hacerlo. No tenemos mucho tiempo, si a lo sumo en dos o tres
días el niño no recibe la medicina, las consecuencias pueden ser
fatales
-¿Me
estás diciendo que mi niño puede morir?
-Eso
te estoy diciendo. Tenemos que actuar con rapidez. De lo
contrario.... puede pasar lo peor.
Aquella noche Celia
esperó con paciencia la llegada de su esposo. Eran más de las doce
cuando hizo acto de presencia completamente ebrio. Ella se armó de
valor y no se anduvo con rodeos.
-El
niño está enfermo – dijo con voz firme.
-¿Qué
le pasa? – preguntó el , malhumorado.
-Tiene
mucha fiebre y tose sin parar.
-Será
un catarro sin importancia.
-No
es un catarro sin importancia. Te he dicho que tiene mucha fiebre,
así que o llamas al médico, o lo hago yo, pero ya.
Justo
la miró sorprendido de la firmeza que mostraba su voz. A pesar de
que como mujer no le interesaba en absoluto, tenía que reconocer que
a su hijo lo cuidaba como era debido. Si se mostraba tan preocupada
tal vez la enfermedad del niño no fuera un cuento.
Descolgó
el teléfono y llamó a Fausto, amigo suyo de toda la vida,
compañero de fatigas, de correrías y de maldades, que se presentó
en su casa borracho como una cuba. Apenas examinó al pequeño,
limitándose a recetarle un analgésico para bajarle la fiebre,
aduciendo que tenía un simple resfriado y que en dos o tres días
estaría mejor.
Celia no podía
salir de su asombro. Cuando el médico se fue, increpó a su marido.
-Así
que este es tu maravilloso amigo médico. Un hombre que se presenta
en casa completamente borracho y se atreve a diagnosticar un
resfriado sin importancia a nuestro hijo.
-Ya
lo has oído, mi amigo Fausto es el mejor médico de todo Madrid. Si
él ha dicho que tiene catarro es que....
-Déjate de
monsergas – le grito Celia armándose de valor.
Había
intentado que su marido llamara a un médico cabal que diagnosticara
al niño lo mismo que Alberto y así evitar tener que dar
explicaciones, pero la jugada le había salido mal. Sacó la nota con
el nombre de la medicina del bolsillo y se lo enseño a su marido
-El
niño tiene tos ferina y necesita este medicamento. Es un antibiótico
y aquí no lo hay. Haz que te lo traigan enseguida.
-¿O
sea que has llevado al niño a otro médico sin mi permiso? Ya
empezamos de nuevo a hacer lo que nos da la gana ¿verdad?
-Pues
sí, tratándose de mi hijo haré lo que me de la real gana. Y si tú
no consigues la medicina, lo haré yo, aunque la tenga que buscar
debajo de las piedras.
El
hombre rió despectivamente.
-¿Tú?
¿No me digas? ¿Y a quien acudirás? ¿A tu amiguito, el medicucho
ese? Pues ya puedes empezar, porque yo no pienso molestar a nadie por
una medicina totalmente innecesaria. Si Fausto diagnosticó un
catarro, es que no tiene más que un catarro.
-Eres
un ser despreciable. No te importa ni siquiera la vida de tu hijo. No
sé a quién voy a acudir, pero encontraré la penicilina, de eso
puedes estar seguro. Estoy empezando a estar harta de que me tomes
por imbécil, estoy hasta las narices de doblegarme ante ti, de tener
que hacer tu santa voluntad. He aguantado mucho pero ya no, no en
este momento. Si no quieres salvar al niño lo haré yo.
Don Justo se
sorprendió ante el valiente discurso de la muchacha. Sus palabras
firmes y resueltas hicieron renacer de nuevo su ira. No podía
consentir que aquella mosquita muerta sacara los pies del tiesto y la
mejor manera de evitarlo era una buena paliza. Levantó el
brazo con la intención de descargar toda su fuerza sobre el menudo
cuerpo de la muchacha mas ésta, joven, ágil y con renovadas fuerzas
salidas de la lucha que mantenía por su pequeño, se zafó del
brazo castigador y desafió con valentía a su marido.
-Así lo arreglas
todo ¿verdad? A golpes. Pues escucha lo que voy a decirte. Soy mucho
más débil que tú y seguramente tus palizas podrán terminar con mi
vida, pero nunca, nunca conseguirás que mi voluntad se doblegue ante
tus malvadas intenciones. Me das asco. Me voy a buscar la medicina.
Dicho
esto la muchacha salió de la casa dando un portazo, dejando a su
marido absolutamente asombrado y totalmente iracundo.
-¡Celia!
¿Dónde vas? Vuelve a casa ahora mismo – gritó.
Pero
ella ya no podía oírlo y aunque así fuera, no le hubiera hecho el
menor caso. La vida de su hijo era lo más importante.
*
Entró
en todas las boticas que encontró en su camino, pero en ninguna
tenían el medicamento ni se lo podían conseguir a corto plazo.
Exhausta después de recorrer media ciudad, llamó a la puerta de
Alberto y le explicó su desgracia.
-Cuando
te marchaste me puse en contacto con un conocido que vive en París.
El prometió enviármelo Celia, así que no te preocupes pequeña.
Vete a tu casa tranquila, ya verás como todo se va a arreglar –
le dijo Alberto intentando consolarla.
Así
Celia regresó a su hogar, pero solamente para ser testigo de cómo
su hijito se iba por momentos. La fiebre no cedía y apenas podía
respirar. Pasó la noche entera y el día siguiente al pié de la
cama del pequeño, poniéndole paños fríos en la frente,
suministrándole los fármacos que le había dado Alberto....pero
nada parecía hacer efecto. El niño cada vez estaba peor y la
muerte, sin la menor piedad, llamaba a la puerta de su casa con
insistencia para llevarse al pequeño.
*
*
Al
día siguiente de que Celia pasara por su casa pidiendo ayuda para su
pequeño, Alberto recibió en su consulta una inesperada y
sorprendente visita. Ya había terminado de examinar a sus pacientes
y se disponía a recoger sus útiles y dar por finalizada su jornada
de trabajo cuando su enfermera le anunció que un caballero deseaba
hablar con él. Alberto se sentía cansado, pero aún así, sabiendo
que era su deber como doctor, recibió a su último paciente.
Un
joven al que no había visto en su vida entró en el cuarto.
Aparentemente su aspecto era saludable; quizá, a simple vista,
pareciera un poco delgado. Caminaba con lentitud y arrastraba una
leve cojera, fuera de ello, no presentaba ninguna otra singularidad.
-Siéntese
por favor – dijo el médico – y explíqueme lo que le ocurre.
El
muchacho se sentó frente a él y se quitó el sombrero, al que
comenzó a dar vueltas entre sus manos en un gesto que denotaba
cierto nerviosismo. Como no se decidía a hablar, Alberto lo apremió.
-Pues....usted
dirá.
El
chico levantó la vista hacia él. Tenía unos profundos ojos negros.
-Verá.....ante
todo quiero pedirle que disculpe usted mi atrevimiento.
-¿Por
qué? No considero que sea atrevimiento alguno acudir a la consulta
de un médico cuando uno se siente enfermo. Y si no puede pagarme, no
se preocupe, mi deber ante todo es curar a los enfermos.
-Esa
es la cuestión, que yo no estoy enfermo. Yo sólo estoy aquí porque
busco a alguien y tal vez usted pueda ayudarme.
Alberto
se puso alerta al escuchar las palabras del chico. Desde luego no
tenía aspecto de malvado, ni de policía, ni de nadie que sirviera
al régimen, pero ante un desconocido, toda precaución era poca.
-No
sé en qué puedo ayudarle, la verdad. Me parece que es la primera
vez que nos vemos y como usted sabrá, mi deber profesional me impide
contarle cualquier cosa relativa a mis pacientes.
-Lo
sé, y tal vez lo que estoy haciendo sea una tontería pero....ya me
iba a volver al pueblo y es usted mi última esperanza.
-Hable
pues, pero le advierto que no creo que tenga nada que decirle – le
dijo el médico con un deje de desconfianza en la voz que no dejó de
ser captada por el chico.
-Ante
todo quiero decirle que puede confiar en mí. Ya sé que estas
palabras pueden sonar vacías en tiempos como los que corren, pero es
necesario que tenga la certeza de que yo no soy ningún espía, ni
chivato, ni nada que se le parezca. Únicamente estoy en Madrid
buscando una mujer que tal vez usted conozca, un antiguo amor de
juventud al que, fíjese que tontería, quiero ver por última vez
para despedirme de ella. Me voy a América.
-¿Y
por qué piensa usted que yo la conozco?
-Porque
ayer la vi salir de su casa. Llevo una semana en Madrid intentando
dar con ella, pero nadie supo darme razón y es lógico. Nunca pensé
que esta ciudad fuera tan grande. La única vez que salí de mi
pueblo fue para luchar en el frente y nunca había visto cosa
semejante, así que al segundo día de mi llegada ya me di cuenta de
que mi tarea iba a resultar poco menos que imposible. A pesar de ello
insistí. Pregunté aquí y allá, pero nadie sabía nada. En
realidad con los escasos datos que pude darles era imposible esperar
otra cosa. Se casó hace unos tres años con un hombre que servía
mercancía en el colmado de sus padres, allá en el pueblo. Se vino a
la capital y nunca más regresó. Ayer, de pura casualidad me pareció
ver que salía de una casa. Quise alcanzarla pero mi cojera me impide
correr, así que no fui capaz. Me fijé en la casa de la que la había
visto salir y a ella regresé. Quise llamar pero no me atreví.
Pregunté, sin embargo, quién era el propietario, y una mujer muy
amable, aunque un poco sorda, me indicó que esa no era la consulta
del médico, que era la casa en la que vivía, y me dio la dirección
de este dispensario sin que yo se lo preguntara. Llevo toda la mañana
fuera, esperando, deambulando por la calle sin atreverme a entrar,
hasta ahora. La chica se llama Celia, y anoche me pareció verla
salir de su casa. ¿La conoce usted?
Alberto
se quedó mirando al hombre por unos segundos. Tenía que ser el hijo
del señor maestro, no podía ser otro, aquél que provocaba que los
ojos de Celia se iluminaran cuando hablaba de él.
-Pues
lo siento, pero ninguna de mis pacientes se llama Celia; y ayer, la
única visita que tuve y que efectivamente salió de mi casa caída
la noche fue la de mi hermana María. Tal vez se parezca a su Celia.
La
esperanza dio paso al desencanto en el rostro del joven Adolfo.
-Vaya,
pues entonces siento haberle molestado – dijo levantándose del la
silla y haciendo ademán de marcharse –. Y sí, su hermana, al
menos de lejos, es muy parecida a la persona que busco, tanto que por
unas horas, ya ve, pensé que podía ser ella. En fin, muchas gracias
por su atención y buenas tardes.
-Adiós,
y que tenga suerte en su búsqueda.
-No
creo, ya no habrá más búsqueda. Mañana, definitivamente me vuelvo
al pueblo. Tengo que preparar todo para mi partida. Muchas gracias de
todos modos, ha sido usted muy amable al escucharme.
Alberto
siguió con la mirada la silueta del muchacho a través del cristal y
se quedó sentado detrás de su mesa durante un rato. Se sentía
confundido y enfadado consigo mismo. Había mentido al chico sin
motivo alguno....no, para qué engañarse, claro que había un
motivo. Amaba a Celia y no deseaba que nadie se la arrebatara. Había
actuado como un ser humano normal y corriente, al menos eso era lo
que intentaba explicarse a sí mismo. Pero lo cierto era que Celia
jamás había dejado entrever que sintiera por él algo que fuera más
allá de una buena y sincera amistad, y sin embargo, sí había amado
a aquel muchacho. Era probable, incluso, que todavía guardara dentro
de su corazón algo de aquel amor pasado. No tenía derecho a hacer
lo que había hecho y lo sabía.
Se
levantó pesadamente, tomó su chaqueta del perchero y salió a la
calle. Necesitaba pensar.
Al
atardecer acudió a la estación. En el tren que llegaba de París
alguien traía un paquete para él: la penicilina necesaria para
curar al hijo de Celia. En cuanto tuvo la medicina en sus manos se
dirigió con premura a la casa de la chica. Le daba igual la
posibilidad de encontrarse allí con su esposo. La salud del niño
era lo principal y dado el estado en el que se encontraba el pequeño
el día anterior, no era cuestión de perder el tiempo.
Fue
la misma Celia la que abrió la puerta y le franqueó la entrada
cuando hizo sonar el timbre. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro
demacrado.
-Traigo
la medicina- le dijo él.
-Esta
muy mal – repuso ella con un hilo de voz – no le ha bajado la
fiebre en todo el día y respira con mucha dificultad
Condujo
a Alberto a la habitación de Germán. Éste dormitaba en su cama,
inquieto, el rostro ardiente por la fiebre, la piel reseca, haciendo
verdaderos esfuerzos por tomar aire. La situación era extremadamente
grave.
El
médico no perdió el tiempo y le inyectó la preciada medicina.
Celia tomó a su hijo en brazos y lo meció contra su pecho. Esperaba
que la penicilina hiciera efecto y en poco tiempo Germán volviera a
corretear por la casa. Pero no pudo ser. Una vez más el destino le
jugaba una mala pasada y su niño no volvió a despertar. Murió en
sus brazos apenas unos minutos después de que el medicamento entrara
en su cuerpo. Había llegado demasiado tarde.
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