Alberto recogía sus
útiles médicos en la trastienda de Elena. Ella misma le había
llamado para que se acercara a examinar a su amiga. No era
conveniente pasar por su consulta. Alguien podía verlas juntas e
irle con el chisme a Don Justo.
-Sólo
te faltan cuatro meses para tener a tu hijo. Tienes que cuidarte,
porque tendrás que hacer un gran esfuerzo, lo sabes ¿verdad?
-Si,
claro que lo sé, pero no me da miedo. La idea de tener a mi pequeño
en brazos es lo que me da fuerzas para seguir.- dijo la chica con
aire melancólico.
-Está
bien. Ahora puedes marcharte, es un poco tarde y puede que tu marido
regrese enseguida. No sería conveniente que te viera aquí.
Cuando
la muchacha se fue a su casa Elena y Alberto volvieron a conversar
sobre ella.
-Estoy
un poco preocupado por la chica – dijo Alberto –. Creo que el
niño es bastante grande, y ella tan menuda....si la cosa no se
presenta como debiera habría que practicar una cesárea.
-¿Estás
seguro?
-Al
cien por cien no, todavía la faltan unos meses de gestación, pero
hay muchas posibilidades. Lo mejor sería que no intentara dar a luz
en casa, que la ingresaran en un hospital en cuanto empiece el parto.
-¿Por
qué no se lo has dicho a ella?
-He
preferido comentártelo a ti antes. No sé bien qué hacer. Con el
marido ese que tiene....Yo estoy dispuesto a estar pendiente de ella,
incluso llegado el momento a atenderla en mi clínica sin
cobrarle un duro, pero sé que él se va a oponer.
-Claro
que se va a oponer. De hecho le prohibió volver a tu consulta. Le
dijo que le llevaría un médico a casa cuando lo necesitara, cosa
que, por supuesto, jamás hizo.
-¿Para
qué Elena? Le llevaría a Don Fausto, un borracho pendenciero como
él. Y eso es precisamente lo que me temo, que durante el parto
atienda él a Celia. ¡Pobre chiquilla! Me parece tan inocente....
-Lo
mejor será que dejemos pasar el tiempo y a la vez estemos atentos a
los acontecimientos. Sea como sea, estoy segura de que todo saldrá
bien.
*
Cuando Celia entró
en el salón de su casa se sorprendió al ver a su marido sentado
cómodamente en el sofá, con una copa de coñac entre las manos.
Hizo ademán de ir hacia su cuarto pero la voz ronca y pastosa de Don
Justo la retuvo.
-Celia, ven aquí,
pequeña. Hace tiempo que no charlamos.
La
suavidad fingida con la que se dirigía a ella despertó de inmediato
el recelo de la chica, que se acercó a él despacio y temerosa.
-Fíjate,
hoy he llegado temprano a casa, me apetecía hablar un ratito con mi
adorable esposa, y me llevé una gran decepción al comprobar que no
estabas. No has aprendido bien tus deberes, preciosa. Tú tienes que
estar en esta casa cuando yo llegue, porque puedo necesitarte, puede
apetecerme tenerte conmigo. Eso es precisamente lo que me ha pasado
hoy – se levantó y comenzó a pasear lentamente por el cuarto –.
Llegué pronto y no estabas. Dime, Celia ¿dónde andabas?
El
cuerpo de la chica temblaba como una hoja seca.
-Me
aburría en casa....y salí a dar una vuelta...por ahí.
-¿Por
ahí? ¿Y dónde es ahí?
-Por
las calles... de por aquí cerca.
Don
Justo cesó en su paseo, deteniéndose al lado de su esposa. La miró
con sus gélidos ojos azules, mas ella no se atrevió a levantar su
mirada hacia él.
-Mírame
cuando te hablo – ordenó el hombre.
Celia
obedeció, levantando lentamente la cabeza y de pronto sintió sobre
su rostro toda la fuerza de la mano de su marido. La bofetada que le
propinó sonó en la habitación como un golpe brutal. Ella dio un
traspiés hacia atrás y cayó sentada en el sofá. Se frotó la cara
y bajó la mirada mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
-A
mí no se me miente ¿Me oyes estúpida? – escupió él con
fiereza – ¡Levántate!
Celia
no se movió, su cuerpo estaba paralizado a causa del pánico.
-¡Que
te levantes te he dicho, idiota! – le gritó él a la vez que la
agarraba por un brazo y la ponía en pié él mismo. Volvió a
cruzarle la cara con otra bofetada, si cabe más fuerte que la
anterior.
-Te
has estado viendo con la zorra de la tienda. ¿Te crees que soy
tonto? Ahora mismo vienes de allí, no de pasear. ¡Mentirosa!
-Lo
siento – consiguió decir la muchacha entre sollozos – yo no
sabía que...
-¿Qué
es lo que no sabías? – le preguntó él cogiéndola por los pelos
– ¿Que en esta casa se hace lo que mando yo? ¿No sabías eso,
eh? ¿No sabías eso?
De
un empujón la soltó bruscamente.
-A
partir de ahora no saldrás de esta casa sin mi permiso, chiquilla
estúpida, y puedes estar segura de que tardaré mucho, mucho tiempo
en concedértelo.
Salió
da la casa dando un portazo. En la cocina, la sirvienta, que había
estado al tanto de todo lo que ocurría, se arrepentía una y otra
vez de haber contado al señor las idas y venidas de la muchacha a la
tienda de Elena. Ella tenía mucho respeto a su amo y le era
completamente fiel, pero jamás había imaginado que fuera capaz de
tratar de aquella manera tan cruel a la pobre niña. Cuando ya
estaba proyectado el matrimonio, antes de que su señor se desposase,
le había advertido seriamente que debería informarle de todas las
idas y venidas de su esposa, de todos sus movimientos, pues era una
muchacha un tanto díscola a la que había de meter en vereda. La
criada pronto se dio cuenta que las observaciones de don Justo
carecían de fundamento. La muchacha era tímida y apocada, y a las
leguas se veía que la maldad no era uno de sus defectos. Pero ella
no pudo hacer otra cosas que acatar el aviso de su amo y darle
cuenta de las salidas y entradas de Celia, no fuera a ser que llegara
a enterarse por otras fuentes y terminara echándola del trabajo. Sin
embargo ahora, después de ver como había tratado a la pobre
chiquilla, los remordimientos atenazaban el alma de la criada y se
juró que nunca más volvería a hacer cosa semejante.
*
Elena se llevó un
susto de muerte cuando al volver de la trastienda se topó frente al
mostrador con el mismo Don Justo en persona. Su presencia, como no
podía ser de otro modo, le dio mala espina, pues desde el intento de
violación no había vuelto por allí.
-¿Qué
es lo que quiere? – le preguntó.
El
sonrió con aquella sonrisa característica, sarcástica, sardónica.
-No
te des tantos aires, sabes perfectamente por qué estoy aquí.
-Pues
no, no lo sé, no tengo ni la menor idea.
-¿Ah
no? Te la estás jugando Elenita, no empieces a buscarme otra vez,
porque me vas a encontrar.
-¿Buscarle? No sé
de qué me habla. O me dice lo que quiere, o se va de mi tienda ahora
mismo, ya.
-Me
iré de tu tienda cuando me dé la gana, y en todo caso, no sin antes
decirte que dejes a mi mujer en paz.
-Claro,
para que usted pueda manejarla a su antojo.
-Ese
es mi problema ¿O acaso te vas a convertir de nuevo en defensora de
causas perdidas? Déjala en paz y punto.
-No
le tengo miedo, así que no me amenace, porque yo soy una mujer libre
y haré lo que me dé la gana.
-En
este país ninguna mujer es libre, y tú tampoco, aunque te lo
parezca. Celia no va a volver por aquí, así que olvídate de ella
si no quieres arrepentirte. Luego no digas que no te he avisado – y
dicho esto salió de la estancia caminando con aire chulesco.
-Maldito hijo de
puta – murmuró la tendera cuando se quedó sola –. Por mucho que
te empeñes no te saldrás con la tuya, no destrozarás la vida de
esa chiquilla mientras yo esté en este mundo para impedirlo.
*
El aislamiento de
Celia duró todo el tiempo que le quedaba de embarazo. Su marido le
prohibió incluso acercarse a la ventana, por lo que no podía
entretenerse ni siquiera en observar la gente que, todas las tardes,
hacía de la plaza un lugar animado y bullicioso. Sabía que ningún
mal hacía por pasar unos minutos asomada a la ventana, pero también
sabía que si se atrevía a hacerlo se pondría en riesgo de recibir
una paliza tal vez peor que la anterior. Todavía no se explicaba
cómo se había podido enterar de sus visitas a Elena, seguramente
alguien se lo había dicho, el quién era una incógnita que, bien
pensado, no deseaba descifrar. Fuera quién fuera, ni era buena
persona ni, por supuesto, merecedor de que le dedicara ni un segundo
de sus pensamientos.
Encarcelada
en su propia casa, comenzó a entretenerse tejiendo ropas para su
bebé, tal y como le había enseñado hacía años su tía Inés, una
hermana de su madre, que había acabado por emigrar a Cuba. Y
mientras tejía, a Celia se le iba la cabeza con mucha frecuencia al
pueblo, a las tardes de verano, a la última verbena, a Adolfo. ¡Qué
diferente hubiera sido la vida a su lado! Probablemente sería pobre,
es verdad, no disfrutaría de abundancia en su mesa, ni costosos
muebles fabricados con maderas nobles llenarían su hogar, tendría
un vestido para diario y otro para los domingos; pero todo ello
compartido con el hombre al que amaba. Sabía que de nada servía
pensar en él, que seguramente Adolfo llegaría a encontrar una
buena mujer que le hiciera feliz y ella pasaría a ser el amor de
juventud que nunca llegó a existir.
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