Celia permaneció
unos días en el hospital, bajo los atentos cuidados de su amiga y de
Alberto. El marido no volvió a hacer acto de presencia lo cual,
lejos de ser un motivo de preocupación, lo fue de alivio para la
muchacha. Tan feliz se sentía con su bebé que ni por un momento
pensó que más temprano que tarde tendría que regresar a su casa y
que allí, por desgracia, la vida no se presentaría tan tranquila
como en aquel sanatorio, en el que no recibía más que mimos y
cuidados por todos lados. A las atenciones de Elena y Alberto, se
unían las de las enfermeras y algún que otro médico que, viéndola
tan niña y frágil, la colmaban de halagos y de cariño.
Una
tarde recibió la llamada de sus padres, cosa que vino a reafirmar un
poco más su efímera felicidad. Al parecer su esposo había tenido
la deferencia de comunicarles el nacimiento de su nieto, aunque Celia
sabía que semejante detalle no era sino una fachada para quedar como
un perfecto caballero ante los suegros. Durante apenas unos minutos
de conversación, Celia se enteró de los engaños de su marido, el
cual contaba a sus padres que se había adaptado tan bien a su vida
en la capital, que tenía tantas ocupaciones y tantos
entretenimientos con sus nuevas amistades, que todavía no había
conseguido hacerse un hueco para hacerles una visita. Celia no quiso
desmentir semejantes embustes. No era el momento de disgustar a sus
padres, muy al contrario, les mintió aseverando lo dicho por su
marido.
-Es
cierto madre, soy muy feliz aquí y apenas me queda tiempo para nada,
pero no se preocupe, ahora con la llegada del niño tendré que
prestarle más atención a él que a cualquier otra cosa y en cuanto
sea un poco más grande prometo hacerles unas visita. Dele muchos
besos a padre, y dígale que me acuerdo mucho de ustedes y que a
pesar de la distancia los sigo queriendo con toda mi alma.
Cuando
regresó al hogar con el niño, temerosa por el enfrentamiento que
había tenido en el hospital con su esposo, pudo comprobar que, por
suerte, su marido parecía haberse olvidado de lo ocurrido y no le
prestó mayor atención. Su única obsesión era que cuidara bien al
niño y así se lo repetía una y otra vez, aunque él apenas sí le
miraba de vez en cuando. Nunca lo tomaba en brazos, nunca le
prodigaba una caricia, jamás le besaba en la frente. A él sólo le
importaba el hecho de tener un heredero, pero ¿heredero de qué?
comenzaba a preguntarse la muchacha, ¿de sus negocios, seguramente
sucios? ¿de su maldad? No, ella no iba a permitir que su hijo
heredara nada de su padre, es más, hubiera borrado de un plumazo la
triste realidad de ser su padre si hubiera podido; hubiera cortado
las venas de su pequeño sólo para sacar la sangre de su progenitor
por miedo a que contaminara su alma de maldad.
Desgraciadamente la
tensa calma en la que parecía haber caído Don Justo no era tal. Él
jamás se olvidaba de las cosas, nunca, y siempre, siempre cumplía
sus amenazas. Él iba tejiendo sus entresijos en silencio, buscando
sus contactos, informando o recibiendo información, según el caso.
Esta vez no fue diferente. Preparó todo como si no estuviera
haciendo nada particular y cuando terminó lanzó su tela, como las
arañas, y capturó a su presa.
*
Elena se despertó
sobresaltada en medio de la noche. Al principio le pareció estar
soñando, pero cuando de nuevo oyó los golpes en la puerta se
percató de que estaba en el mundo real. Saltó de la cama y se
acercó a la puerta.
-¿Quién
es? – preguntó.
-¡Abra!
¡Policía!
Elena
abrió la puerta casi sin pensar dejando paso a cuatro hombres que
penetraron en la casa con violencia. Tres iban uniformados de
policía; el cuarto, de paisano, era el comisario. Ordenó a los
otros registrar la tienda y la trastienda sin dejar un rincón por
mirar.
-Pero
¿qué buscan? – preguntó Elena – Yo no tengo nada.
-Ya
– repuso el comisario con chulería – eso es lo que dicen
todos. Pero nosotros tenemos información de primera mano de que aquí
se llevan a cabo actividades subversivas.
-¿Actividades
subversivas? Esta es mi tienda y mi casa, yo aquí sólo vendo
comestibles y....
-Comisario
– llamaron los otros – venga a ver esto..
El
comisario acudió y al rato salió de la trastienda con una caja en
la cual Elena guardaba algunos de los objetos que vendía de
estraperlo.
-
Así que sólo vendes comida. ¿Esto también es comida? – preguntó
a la muchacha, al tiempo que le mostraba los productos de la caja –.
Carmín para los labios, medias de señora, perfume
barato....¡Válgame Dios! Ahora resulta que te dedicas a venderles
sus útiles a todas la furcias de Madrid. Solamente por esto ya te
podríamos detener, sin embargo venimos a por algo mucho más
interesante y seguro que lo encontraremos.
No
se equivocó. Alguien se había molestado en colocar libros
prohibidos y propaganda incitando a las revueltas callejeras bajo el
mostrador. Evidentemente, fue muy fácil encontrarlos. Estaban casi a
la vista de todos. Hasta la propia Elena se sorprendió de no
haberlos visto antes.
-Eso
no es mío, no sé de dónde ha salido, les juro que no es mío –
dijo con un matiz de temor en su voz, mientras uno de los muchachos
agitaba ante sus cara un fajo de panfletos.
-Ya.
Seguro que no es tuyo solamente, será tuyo y de los sinvergüenzas
que colaboran contigo.
-¿Quién
colabora conmigo? No sé de qué me están hablando. Yo sólo me
dedico a mi tienda.
El
comisario ignoró el comentario y ordenó a uno de los otros que la
esposara.
-Ahora
vas a venir con nosotros a la comisaría y nos vas a contar todo lo
que sabes sobre tus amiguitos rojos.
*
A
través de la ventana del salón, oculto por la oscuridad de la
noche, Don Justo vio como se llevaban a la tendera y sonrió
triunfante. No había sido tan difícil, al contrario, todo había
resultado extremadamente fácil. Una pequeña cantidad de dinero
había bastado para que el sereno se prestara a colocar los papeles
comprometedores en el lugar indicado. Luego él mismo se había
ocupado de delatarla ante el comisario Rodríguez, un estúpido, un
policía de poca monta, pero con mano dura para los detenidos. No
atendería a razones, no pararía hasta darle su merecido a aquella
entrometida. Se había creído que iba a poder con él, pero estaba
muy equivocada. Jamás nadie había conseguido vencerle y menos una
furcia como la tendera. Ella misma se había cavado su propia tumba.
Don
Justo se retiró de la ventana, se sentó en el sillón orejero del
salón, su preferido, encendió su pipa y mientras observaba las
volutas de humo hacer piruetas en el aire pensó en su agradable vida
Por fin había conseguido una esposa dócil y un heredero. Cierto es
que ella era una idiota, una boba, pero así era mucho mejor, no
correría riesgos de que se le rebelara. Tenerla a su lado era
simplemente una tapadera en su vida, un cuadro para mostrar a la
sociedad más hipócrita de la ciudad, y por ello no permitiría,
bajo ningún concepto, que se le escapara. Precisamente ese, y no
otro, era el motivo por el cual había decidido deshacerse de la
tendera. Elena era una mujer demasiado lista, demasiado peligrosa;
era el tipo de persona que prefería mantener alejada de su vida y
por supuesto de la de su esposa, no fuera a ser que le llenara la
cabeza de ideas extrañas. Menos mal que el dinero lo compra todo y
él dinero tenía todo el que quería. Se levantó del sillón, se
sirvió un coñac y continuó pensando en silencio.
*
La
interrogaron durante horas, planteándole cuestiones que no entendía
en absoluto, preguntándole por gente que no conocía, por hechos en
los que jamás había participado. Cada vez que contestaba
negativamente recibía un golpe, hasta que finalmente perdió la
consciencia, sumiéndose en un profundo y febril sueño.
Despertó
al cabo de unas horas, cuando alguien se tomó el trabajo de vaciar
un cubo de agua fría encima de su cuerpo que yacía tirado en el
suelo, hecho un ovillo.
-Despierta,
alguien quiere verte.
Se
levantó pesadamente. Su organismo apenas respondía, sus piernas
temblaban bajo su peso. No tenía fuerzas ni para dilucidar quién
sería la persona que querría verla ahora, en el estado en que se
encontraba, siendo sólo el reflejo derrotado de sí misma. Se sentó
en la única silla que había en la tétrica estancia y se apoyó en
la desvencijada mesa. Entonces la puerta se abrió y alguien entró.
Elena volvió mirada y no le sorprendió lo más mínimo ver a Don
Justo. Claro, él tenía que ser el artífice de todo aquello, la
materialización de sus amenazas. Elena supo que haría falta un
milagro para salvarla de un fin seguro y próximo, pero no se amilanó
ante la presencia de su verdugo.
-Bueno
días, Elena ¿qué tal te encuentras? Bueno,¡qué pregunta! Se ve a
las leguas que has tenido momentos mejores.
-
Váyase al infierno – le contestó ella con un hilo de voz.
-Increíble, todavía
te muestras desafiante. Esto se ha acabado para ti, Elena. ¿O acaso
pensaste que podías ganarme?
-
Que yo sepa, usted y yo nunca mantuvimos ninguna batalla, ni ninguna
partida, ni nada en lo que uno debiera de vencer al otro.
-Claro
que la mantuvimos, desde el día en que me rechazaste nos embarcamos
en una batalla que estoy a punto de ganar. A mí nadie me rechaza, y
menos una tendera de barrio como tú.
-Por
favor, haga lo que tenga que hacer de una vez, pero no me torture con
sus monsergas.
-Pues
claro que lo voy a hacer. No voy a perder el tiempo.
La
asió por un brazo y la levantó casi en volandas.
-Desnúdate
– le ordenó.
Elena
sacó fuerzas de dónde no las tenía. Sabía que la muerte la estaba
esperando a la vuelta de la esquina, que aquel sinvergüenza iba a
acabar con su vida de una manera o de otra, así que, si peleona
había sido con vida, no iba a dejar de serlo ni encontrándose a las
puertas de la muerte.
-No
pienso hacerlo – contestó – puede que esté deseando que todo
esto termine pero no crea que le voy a facilitar las cosas.
El
hombre se acercó a ella y en un gesto de furia rodeó el cuello de
la mujer con su mano fuerte y huesuda.
-Pero
qué estúpida puedes llegar a ser. ¿No te das cuenta de que, hagas
lo que hagas, esta vez no te vas a librar? ¿No quieres desnudarte?
Pues no te preocupes, lo haré yo.
Le
arrancó la ropa a tirones y cuando la hubo desnudado la tiró encima
de la vieja mesa que coronaba el centro de la mugrosa y oscura
estancia.
-Esto
es para que sepas que a Don Justo nunca se le hace frente, nunca.
La
violó con furia, con rabia, sin importarle lo más mínimo sus
sollozos apenas audibles, sus intentos por librarse de él a pesar de
que las fuerzas ya casi la habían abandonado.
Cuando
salió de la celda se dirigió al centinela y le dio sus órdenes.
-Llevadla
a la carretera de La Coruña y tiradla por un barranco. Ya no vale ni
para pasar un rato agradable a su lado.
Al
día siguiente corrió por el barrio la noticia de que Elena había
muerto atropellada por un camión en la carretera de La Coruña. Todo
el mundo sabía que no era cierto. Muchos la habían visto en el
medio de la noche, cuando la policía se la llevaba detenida; muchos,
también, sabían que toda aquella pantomima formaba parte de un plan
llevado a cabo por Don Justo para terminar con aquella mujer que
osaba hacerle frente. Precisamente por eso, porque nadie deseaba
finalizar sus días a manos de semejante verdugo, todos callaban. Y
él seguía haciendo de las suyas.
*
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