Al día siguiente era domingo. Cuando me levanté mamá ya estaba
trajinando por la cocina. Miguel estaba de guardia en el hospital y
Lisardo había salido a dar su habitual paseo matutino. Supe que mi
madre estaba enfadada porque cuando entré en la cocina di los
buenos días y no me contestó. Pensé que ya se le pasaría y me
preparé el desayuno en silencio. Pero no me lo dejó terminar
tranquila.
-¿Te parecerá bonito el espectáculo que diste ayer? - me preguntó
de repente, sentándose frente a mí, con un trapo de secar los
platos entre las manos.
-No, pero qué le vamos hacer. A veces me sale el demonio que llevo
dentro.
-Déjate de monsergas, Irene, te estoy hablando en serio. Ayer
hiciste llorar a Cristina, se quedó muy disgustada cuando te fuiste.
No tenías derecho a decirle esas.... esas cosas horribles que le
dijiste.
Posé la tostada que estaba comiendo sobre la mesa, me limpié la
boca con una servilleta y con toda la tranquilidad de la que fui
capaz le hablé a mi madre dispuesta a dejarle las cosas claras.
-Yo también te voy a hablar en serio. Me importa una mierda si
Cristina lloró o no lloró. Es un espectáculo muy bonito echarse a
llorar delante de todos para dar pena. Yo también lloro, a solas y
en silencio, muchas más veces que las que tú te crees y no
precisamente por tonterías.
-¿Ah sí? Y ¿por qué lloras tú, a ver, si no te falta de nada?
-¿Qué sabrás tú lo que me falta, mamá? No tienes ni idea de
nada, o no la quieres tener, no te quieres dar cuenta de lo que
ocurre. Parece que te has puesto una especie de coraza a tu alrededor
que te impide ver la realidad.
-¿Y cuál es la realidad, Irene? ¿Cuál es?
Pensé durante unos segundos si responderle con sinceridad o no.
Sabía que no le iba a gustar y que seguramente mi confesión no
haría más que empeorar las cosas, pero decidí que lo mejor era que
lo supiera y que todo estuviera claro entre las dos.
-La realidad es que estoy enamorada de Miguel y Miguel de mí, aunque
no te guste, aunque te parezca una aberración. Los rumores que
circularon por el pueblo eran verdad. La única mentira que hay en
todo este tinglado es su noviazgo con Cristina. Sale con ella para
disimular, para que Lisardo y tú no os disgustéis, pero a mí no me
parece una solución, por eso te lo estoy contando ahora. Te
agradecería, sin embargo, que ni uno ni otro se enteraran de que lo
sabes.
A mi madre se le veló el rostro y tardó unos segundos en asimilar
mi confesión. Pero siguió negando la realidad.
-Eso no es verdad, no puede ser verdad. Miguel te crio desde que eras
un bebé. Te quiere mucho, pero te quiere como una hermana. Y tú a
él también, Irene. Eres muy joven, le admiras y estás confundida,
pero tienes que olvidarle. Él tiene una novia a la que ama.
Suspiré. Estaba claro que mi madre no quería creerme. Al parecer
para ella era mucho más cómodo asentarse en una mentira.
-No, mamá, las cosas no son como tú crees. Pero si no quieres
asumir la verdad, allá tú. Yo no voy a andar con embustes ni con
bobadas. Creo que tanto Miguel como yo tenemos derecho a decidir
nuestra vida.
-Tú eres una mocosa que no sabe lo que quiere y aún te quedan unos
años para poder decidir tu vida.
-Ese es el problema, los años. El problema es que Miguel me lleva
quince años, él es un hombre y yo una adolescente con la cabeza a
pájaros que no sabe lo que quiere. Eso es lo que pensáis todos. La
gente del pueblo que se dedica a murmurar, Lisardo y tú. Os importan
un comino los sentimientos, lo que pueda haber detrás de una edad
que no significa nada. Pues haz lo que quieras y piensa lo que te dé
la gana mamá, pero yo voy a luchar mientras me queden fuerzas.
Me levanté y salí de la casa, con la sensación de haber hecho lo
correcto.
*
Sin embargo nada cambió. Miguel no lo dejó con Cristina y mi madre
actuó como si la conversación de aquella mañana en la cocina no
hubiera existido jamás. Y yo, harta de la situación, sumida en el
tedio y en el desencanto, me dediqué a pasar de todo. Me daba la
impresión de que era lo que los demás hacían conmigo. O no me
escuchaban, o me regalaban el oído con palabras bonitas que se
quedaban en eso, en meras palabras. Así que decidí que lo mejor era
ignorar la situación en la medida de lo posible. Y así hice. Con mi
madre también opté por hacer que jamás habíamos hablado de lo
mío con Miguel, y con Miguel, opté por hacer como que la
conversación en la ermita y los besos por el camino se me habían
olvidado por completo. Es más, intenté, en la medida de lo posible,
mantener las distancias con él, pues estaba comenzando a darme la
impresión de que era un mentiroso redomado.
Así fueron pasando las semanas, y luego los meses y con los albores
del verano las cosas comenzaron a cambiar de nuevo. Las clases en el
instituto estaban a punto de terminar, los exámenes se iban
sucediendo uno tras otro, en mi caso con resultados más que
aceptables, y tanto mi amiga Violeta como yo hacíamos planes para el
verano, bueno, más bien los hacía Violeta.
-Mis padres se quieren ir a México a ver unos amigos y me mandan con
mis abuelos a Barcelona, ¿por qué no te vienes conmigo? Sola me
aburriré como una ostra, pero si vienes tú....
-No sé, no me apetece mucho...
-Ay hija, últimamente estás de lo más apática. Estás empezando a
preocuparme, tú no eres así. ¿Te pasa algo?
-Noooo, no me pasa nada. Bueno, la verdad es que hoy no me encuentro
demasiado bien. Estoy mareada, me duele un poco el estómago y tengo
ganas de vomitar. Y prometo pensarme lo de Barcelona ¿vale?
La charla con Violeta quedó ahí. Yo me fui a mi casa y en cuanto
llegué me metí en la cama. Nadie, ni siquiera yo, le dio demasiada
importancia a mi malestar, pero según transcurría la tarde me iba
encontrando peor. No cesaba de vomitar, el dolor abdominal crecía
por momentos y me subió la fiebre. Estaba sola y no sabía a quién
pedir ayuda. Miraba el reloj cada poco y el tiempo parecía no
transcurrir, y nadie llegaba a casa. Debía ser muy tarde cuando
escuché abrir la puerta. Quise levantarme de la cama pero apenas
tenía fuerzas para ello. Haciendo un esfuerzo sobrehumano lo
conseguí. Abrí la puerta de mi cuarto y vi a Miguel en el pasillo.
No me dio tiempo a decir nada, en cuanto intenté abrir la boca todo
se volvió oscuro y me desmayé.
Cuando volví en mí estaba en la cama de un hospital. Seguía
sintiéndome fatal, pero era un malestar diferente. Me encontraba
conectada a unos cuantos aparatos y no era consciente de si llevaba
allí unas horas o unos días. Una de las enfermeras me vio abrir los
ojos y se acercó a mi cama.
-Hola Irene, ¿cómo te encuentras?
-La verdad, he tenido tiempos mejores. ¿Qué me ha pasado?
-Has estado muy enferma. Has tenido una peritonitis. Te han operado y
llevas tres días en la UCI. Voy avisar al doctor Duarte. Se ha
preocupado mucho por ti. Estoy segura de que se pondrá muy contento
cuando le diga que te has despertado.
Por unos instantes no supe quién era el doctor Duarte. Después me
di cuenta de que era Miguel y con su recuerdo me vinieron a la mente
mis últimos momentos de consciencia. La tarde en casa sola, su
llegada, mi desmayo.... Notaba la cabeza embotada, la lengua rasposa
y una sensación extraña en la garganta. Cerré los ojos, pero no
quería dormirme y los volví a abrir de nuevo. Entonces vi que
entraba en el cuarto con la enfermera que me había atendido minutos
antes. Ver su sonrisa me reconfortó. Se acercó a mi cama, se sentó
en un lado y me tomó la mano.
-Hola princesa, por fin te tenemos de nuevo entre nosotros. ¿Cómo
te encuentras?
-Bueno... por lo menos no me duele nada. Pero tampoco me encuentro
precisamente bien.
-Has estado muy grave, incluso hemos llegado a temer por tu vida.
¿Hacía mucho tiempo que te dolía la tripa?
-Me había estado molestando durante todo el día, pero por la tarde
fue a más. Estaba sola en casa y... no sabía qué hacer. Tampoco
pensé que fuera tan grave.
-Era una apendicitis, pero degeneró en peritonitis. Afortunadamente
llegamos a tiempo. La operación salió bien. Ahora tienes que
recuperarte.
-O sea, que me salvaste la vida.
-Digamos que.... si llego un poco más tarde a casa, todo podría
haberse complicado bastante.
-Vaya, una cosa más que agradecerte. ¿Y me va a quedar una marca
muy fea? - pregunté tratando de bromear un poco.
-No demasiado. Además, yo te querré igual con marcas o sin ellas.
Solté mi mano de entre la suya y giré la cabeza hacía la pared.
-Prefiero no hablar de eso, no creo que sea el momento.
-Tienes razón -se levantó. Estaba realmente guapo con su bata
blanca – Ahora voy a avisar a tu madre. Se puso muy nerviosa y le
recomendé que se quedara en casa. Pero se ha empeñado en permanecer
en la sala de espera. Vendrá en seguida. Yo tengo que hacer mi
turno, pero si necesitas algo, lo que sea, de mí, se lo dices a
Julia, la enfermera, y estaré contigo en un pis pas.
-Descuida. Eso haré.
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