Aquel veinte de marzo, el veinte de marzo en que cumplí los
dieciséis años, fue el más horrible de mi vida. Como Miguel
también estaba de cumpleaños y además era el primero que celebraba
con novia, mamá se empeñó en organizar una cena especial para
conmemorar el evento.
-Tú puedes invitar a tu amiga Violeta – me dijo – o a quién
desees. ¿No tendrás tú también algún noviete por ahí?
-No, mamá, sabes de sobra que no tengo ningún noviete y que no
quiero invitar a nadie, es más, no me interesa tu estúpida fiesta,
no pienso quedarme a cenar, ya me buscaré algo que hacer.
-Eh, eh, para el carro, jovencita. ¿Se puede saber qué mosca te ha
picado? Es tu cumpleaños y el de tu hermano, estarás en la cena te
guste o no. Por nada del mundo vas a darle un desplante a Cristina.
-No sé cuándo te va a entrar en la cabeza que Miguel no es mi
hermano. Y su novia me cae como una patada en el culo.
-¡Irene! No hables así de esa muchacha. Es una buena chica,
perfecta para Miguel. Deberías de estar contenta por él.
No quise seguir discutiendo y me batí en retirada, pero con la firme
intención de no estar presente en la maravillosa celebración que se
avecinaba. Sin embargo no fue posible escabullirme y la noche en
cuestión allí estaba yo, con mis mejores galas, aguantando el tipo
como podía, soportando las miradas de Miguel, cargadas de un no sé
qué, no sabía si era amor, si era pena o si me suplicaban algo, en
todo caso sus ojos, aquellos ojos que tanto me gustaban, se posaban
en mí una y otra vez enviándome mensajes que yo era incapaz de
interpretar.
Me mantuve lo más callada posible, incluso intentaba abstraerme de
las conversaciones sin demasiado éxito. A los postres a mamá se le
ocurrió preguntar que cuándo se casaban y casi se me atraganta la
tarta de fresa.
-Todavía es muy pronto para pensar en esas cosas, Sara -contestó
Miguel – apenas llevamos saliendo unos meses.
-Ya, pero tú cumples hoy treinta y un años y no te puedes dormir en
los laureles, que tu padre y yo ya rondamos los sesenta, la
jubilación está a la vuelta de la esquina y nos gustaría disfrutar
de los nietos.
-Bueno... ya hemos hablado de ello y a los dos nos gustaría tener
hijos, pero tiene razón Miguel, es demasiado pronto para hacer ese
tipo de planes – repuso Cristina.
-En todo caso, Cristina, no hagas mucho caso de las bobadas de mi
madre – dije yo, acuciada por la rabia – porque está claro que
si quiere disfrutar de algún nieto la que tiene que tener un hijo
soy yo, no Miguel. A no ser que.... el hijo sea de los dos y eso no
va a ser posible me parece, porque sería.... ¿qué sería? ¿cómo
se llama tener hijos entre hermanos? ¿Tú lo sabes, Cristina? Uy,
pero qué tonterías digo, si Miguel y yo no somos hermanos. A lo
mejor podríamos tener un hijo juntos, ¿qué te parece Miguel?
Puesto que mi madre está empeñada en que tus hijos sean sus
nietos.... no nos va a quedar más remedio. ¿No crees?
Se
hizo el silencio ante mi salida de tono. Y es que yo procuraba llevar
todo aquel lío con paciencia, pero había momentos, como aquel, en
que mi templanza desaparecía como por ensalmo y la ira me acuciaba
de manera irremediable.
-No tengo más ganas de cenar, así que no me voy a quedar a soplar
velitas ni esas tonterías. Me voy a dar una vuelta.
-¡Irene! ¿A dónde te crees que vas? - gritó mi madre, presa de
los nervios.
Pero yo no le hice caso y salí de casa dando un portazo. Fuera hacía
buena noche. La primavera mediterránea estaba haciendo ya acto de
presencia y la temperatura era agradable. Comencé a caminar sin
saber muy bien hacia dónde dirigirme y de pronto me vi por el camino
de la ermita, paralelo a la costa, un sendero poco transitado y por
la noche un poco amenazante, pero en aquellos momentos me daba lo
mismo. Sentía que tenía que liberar toda la tensión que se
acumulaba en mi interior y caminar era una de las maneras.
Cuando llegué a la ermita pude comprobar que la verja estaba
cerrada, pero no me importó lo más mínimo. Trepé por el muro de
piedra que rodeaba la pequeña edificación y enseguida estuve en el
interior del pequeño patio de césped. Me senté en un banco de
piedra, en la esquina más apartada, el lugar al que siempre
acudíamos Miguel y yo cuando deseábamos disfrutar de momentos de
intimidad. Y sólo entonces di rienda suelta a mis lágrimas. Me
sentía mal, incomprendida, derrotada y cada vez con menos fuerzas
para aguantar aquella situación, para esperar que Miguel se diera
cuenta de una vez que aquel teatro esperpéntico que había montado
con Cristina no serviría para nada. Comencé a pensar que tal vez
debiera quitarme de en medio, que mi resistencia absurda iba a
hacerme más daño que otra cosa. Bien pudiera ser que Miguel no se
fuera a dar cuenta nunca de su error, incluso era posible que la
equivocada fuera yo. Mi cabeza estaba hecha un lío y mi corazón era
una maraña de sentimientos encontrados, que iban desde el odio más
profundo al amor más limpio y sincero.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando hasta mis oídos llegó el
sonido de unos pasos. Alguien que como yo había saltado el muro y se
había introducido en el patio de la ermita. Tuve miedo y me mantuve
muy quieta, pues la oscuridad era casi absoluta y si no me movía
podía pasar desapercibida. Hasta que escuché pronunciar mi nombre.
-¡Irene! ¡Irene! ¿Estás ahí?
Era la voz de Miguel. No contesté. No entendía cómo había
conseguido adivinar que yo estaba allí ni el motivo de su presencia.
-¡Irene! - llamó de nuevo.
-¿A qué has venido? - dije por fin - ¿a torturarme un poco más?
¿o a intentar convencerme de algo? Déjame en paz.
Guiado por mi voz llegó hasta donde yo estaba y se sentó a mi lado.
-Sabía que estarías aquí. En cuanto te vi salir de casa tan
excitada...
-¿No me has escuchado? Si he venido para aquí es porque quiero
estar sola, Miguel. Me gustaría que te fueras. Ya no soporto más
esta situación.
-Lo siento, princesa . Sé que te estoy haciendo daño, pero...
-No, no lo sabes. Si supieras realmente todo lo que estoy
sufriendo....Estoy harta, harta Miguel y creo que no me merezco todo
esto, pero tampoco sé cómo ponerle fin.
-Para mí tampoco es fácil. No quiero a Cristina, Irene, no la
quiero. Yo sigo enamorado de ti y... no sé qué hacer.
-Entonces... entonces, Miguel.... no entiendo.
-Conozco a Cristina desde hace años, cuando estudiábamos en la
universidad, y salimos unas cuantas veces. Es una buena chica pero
no tenemos nada en común. Siempre supe que sentía algo especial por
mí y ahora, cuando se montó todo este lío, pensé que tal vez,
saliendo con ella, tu madre y mi padre se quedarían tranquilos. Pero
Sara es muy insistente, quiere que la lleve a casa a todas horas y ya
ves, hasta hace proyectos de familia. Y lo que dijo Cristina, de que
habíamos hablado de que nos gustaría tener hijos, no es verdad,
ella y yo jamás hablamos de esas cosas.
-¿Te has acostado con ella? - pregunté, temerosa de escuchar la
respuesta.
-Por supuesto que no, y te mentiría si te dijera que no hemos tenido
ocasión. Es más, estoy seguro de que las ocasiones que tenemos las
provoca ella, y es lógico. Hace unos meses que salimos juntos y...
cuando estábamos en la universidad sí nos acostamos alguna vez.
Supongo que le parecerá extraño que ahora no lo hagamos. Pero no
puedo, no quiero. Yo no puedo dejar de pensar en ti, princesa. Creo
que todo esto no está haciendo que muera mi amor por ti, al revés,
el no tenerte hace que te quiera más que nunca.
Alargó su brazo y acarició mi mejilla, como le gustaba hacer. Yo
lloraba en silencio. Sus palabras me habían conmovido, pero no
solucionaban nada. Le miré, me acerqué a él y dejé que mi cabeza
reposara en su hombro y que me rodeara con su brazo.
-Entonces¿qué vas a hacer? ¿vas a dejarla ya de una vez?
-No lo sé. Si la dejo mi padre y tu madre empezarán a sospechar de
nuevo.
-Y si no la dejas me estas haciendo daño a mí y a ella. No puedes
seguir así Miguel, no es ético. Y... no sé... a lo mejor ahora que
ya tengo dieciséis....
-¿Qué?
-Pues que la gente dejará de murmurar.
-No seas ilusa. En este pueblo cuando se levantan murmuraciones no
cesan de un día para otro. Pero las murmuraciones no me preocupan,
me preocupan nuestros padres. Mi padre no me tiene más que a mí y
tu madre a ti, no podemos disgustarles.
-No podemos disgustarles a costa de qué. ¿De sacrificar nuestra
vida? Ellos tienen la suya, Miguel. Mi madre en su día hizo lo que
le dio la real gana, se acostó con un tío y me tuvo a mí. Y ahora
resulta que nosotros no podemos.
-Tu madre era mayor de edad y podía hacer lo que le viniera en gana.
-Claro, la edad, la maldita edad.
Me zafé de su abrazo de forma brusca y comencé a caminar. Él vino
detrás. Saltamos de nuevo el muro y emprendimos el regreso al
pueblo. Yo iba delante, a solas, cabreada con mis pocos años. Pero
Miguel me alcanzó, rodeó mis hombros con su brazo y me hizo bajar
el ritmo.
-No corras, ¿qué prisa hay por llegar a casa? Disfrutemos de los
escasos momentos en que podemos estar juntos y solos.
Sin decir nada le tomé por la cintura y así, abrazados, continuamos
la caminata hasta el pueblo. Cuando apenas faltaban unos metros para
entrar en el núcleo urbano, todavía protegidos por la frondosidad
de los árboles, me paré.
-¿Me das un beso? - le pregunté.
Miguel me sonrió y me dio un beso leve en la mejilla.
-Así no. Quiero un beso de los otros, de esos que sólo me sabes dar
tú.
Entonces me abrazó por la cintura y me acercó a su cuerpo. Me miró
fijamente durante unos segundos y luego posó sus labios sobre los
míos con extrema suavidad. Mi cuerpo reaccionó aferrándose a sus
caderas. Sentí el temblor de su boca cuando su lengua exploró mi
boca y nuestras salivas se juntaron. Me excité y sentí su
excitación haciéndose cada vez más patente. Sus labios bajaron
por mi cuello y su respiración se agitó junto a mi oído. Las luces
de un vehículo que se acercaban a lo lejos nos hicieron recuperar la
compostura.
-Si no fuera por ese coche te hubiera hecho el amor aquí mismo, al
borde de la carretera. Y todo hubiera vuelto a ser como antes.
Tal vez eso era lo que necesitábamos, que todo volviera a ser como
antes.
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