A
la mañana siguiente cuando desperté estaba sola en la cama, pero
escuché el ruido de la ducha, señal inequívoca de que Miguel
estaba en el baño. Al poco rato salió y se acercó a la cama. Me
tocó suavemente en el hombro y yo abrí los ojos.
-Buenos días, princesa ¿qué tal has dormido?
-Muy bien, creo que mejor que nunca, contigo a mi lado....
Me besó levemente en los labios y tocó con la yema de su dedo
índice la punta de mi nariz.
-Te quiero, mi niña. Pero ahora tienes que levantarte, tenemos que
buscar un centro de salud.
-¿Por qué? - pregunté alarmada, sentándome en la cama - ¿Estás
malo?
-Claro que no, pero hemos estado haciendo el amor toda la noche sin
protección y no creo que quieras correr el riesgo de quedarte
embarazada. Así que tenemos que buscar un médico que nos recete la
píldora del día después. Lo haría yo, pero no me traje talonario
de recetas. Así que venga, dúchate y vístete, que tu madre y mi
padre regresan este mediodía y debemos estar aquí para cuando lo
hagan.
Obedecí, y en menos de una hora ya estábamos ante un médico.
Miguel entró conmigo en la consulta, pero fui yo la que expuso el
problema.
-Ayer tuve relaciones sexuales sin protección y temo quedarme
embarazada. Me gustaría que me recetara algo que lo impida.
El médico, un hombre entrado en años, nos miró primero a mí y
luego a Miguel con desconfianza.
-¿Cuántos años tienes? - me preguntó.
-Quince.
-¿Y crees que con quince años se puede ir haciendo esas cosas por
ahí? - preguntó de nuevo de muy malos modos.
-Eso no creo que sea de su incumbencia – saltó Miguel – no hemos
venido aquí buscando discursos paternalistas, sino la solución a un
posible problema.
-¿Y usted quién es? ¿Su padre?
-Sí, soy su padre.
El médico abrió la boca dispuesto a decir algo pero en el último
instante se arrepintió y se limitó a escribir una receta que
después me extendió con desgana. Yo la cogí y sin ni siquiera
saludarle me levanté y salí de la consulta.
-Vaya tío más estúpido – dije – con qué derecho se cree para
juzgarme.
-Pues estoy seguro que no se tragó el embuste de que soy tu padre.
Ese sospechó la verdad.
-¿Y qué? Yo no me avergüenzo de nada.
-Esa no es la cuestión, Irene, recuerda que sólo tienes quince años
y yo....
-Escucha Miguel. Mi edad no te convierte en un delincuente. Me he
informado bien y en España la edad mínima para tener relaciones
sexuales consentidas son los trece años. Yo tengo dos más. De
acuerdo que soy una adolescente, pero ¿verdad que si yo tuviera
veinticinco y tu cuarenta no pasaría nada? Pues ahora tampoco tiene
por qué pasar.
-Lo sé, pero la gente no lo entiende, y pueden hacernos muchos daño,
sobre todo a ti, a mí lo que digan me da lo mismo. Y mi padre y tu
madre, si se enteran.... también pueden pasarlo mal. Así que vamos
a ser discretos ¿vale?
-Vale, pero con una condición.
-¿Cuál?
-Que me hagas el amor por lo menos una vez a la semana.
Miguel se echó a reír y me dio un cachete en el culo.
-Intentaré hacértelo todos los días.
La verdad es que no fue todos los días, pero casi. Durante el resto
de las vacaciones apenas nos separamos el uno del otro, circunstancia
que se vio favorecida por el hecho de vivir en la misma casa, aunque
bien es verdad que para nuestros ratos de intimidad solíamos buscar
lugares apartados y discretos, lejos de las miradas ajenas que
pudieran descubrir nuestro secreto. Aunque al parecer nuestros
esfuerzos fueron en vano.
Cierto día, al final de verano, cuando estábamos en la mesa
degustando una frugal cena, ambos nos dimos cuenta de que nuestros
respectivos padres estaban inquietos y taciturnos. Apenas
pronunciaban palabra y mis intentos por alegrar el ambiente eran
inútiles. Supuse que podía ser un enfado entre ambos.
-Pero bueno – dije por fin - ¿Vais a decir lo que os pasa?
¿Ocurre algo?
Se miraron de reojo y entonces supe que lejos de estar enfadados
entre ellos, la cosa tenía que ver conmigo, o con nosotros.
-Sí, ocurre algo... no me voy a andar con rodeos. Por el pueblo
corren habladurías sobre vosotros. - dijo mi madre.
Miguel y yo nos miramos.
-¿Sobre qué?- preguntó Miguel.
-Sobre que al parecer mantenéis una relación que va más allá de
vuestra natural relación de hermanos.
-Miguel y yo no somos hermanos – contesté muy indignada.
Miguel me tocó en la pierna por debajo de la mesa y yo me callé.
-Irene tiene razón, no somos hermanos, pero independientemente de
eso... me gustaría saber qué es lo que se dice exactamente y en
base a qué y no porque me interese especialmente, lo que diga de mí
la gente me importa más bien poco, pero están hablando de una niña
de quince años y eso sí que es mucho más grave.
-Hace unos días un cliente del taller me dijo que su mujer os había
visto por el camino de la ermita en plan demasiado cariñoso...
vamos, que me dijo que os había visto besándoos.
-¿Y si fuera así papá? ¿Sería tan grave?
-¡Por favor, Miguel! ¡Parece mentira en ti que digas esas cosas!
Irene no es más que una niña a la que además prácticamente
ayudaste a criar. Le doblas la edad, no me digas que sientes algo por
ella porque me parece un sentimiento antinatural.
Yo me sentía asombrada y triste. Asombrada porque no entendía que
mi madre, la abanderada de la libertad, le diera tanta importancia a
los comadreos de la gente, y triste porque hasta el momento todo
había ido bien, pero se empezaban a vislumbrar nubes grises en el
horizonte que no presagiaban nada bueno.
-Podéis estar tranquilos – respondió Miguel – Entre la
chiquilla y yo sigue habiendo lo que siempre hubo, y es cierto que
hemos estado paseando en ocasiones por el camino de la ermita, y
hasta es posible que nos hayamos dado algún beso inocente, como
hacemos muchas otras veces. ¿O acaso besar a Irene se ha convertido
de pronto en un delito? No creo que deba cambiar mi forma de
tratarla por el mero hecho de que la gente murmure.
Mamá y Lisardo quedaron convencidos con el embuste de Miguel, pero
para mí aquello fue el fin de mi felicidad. Me fui a la cama
cabizbaja y no pude dormirme inmediatamente, no dejaba de pensar en
lo ocurrido. De pronto sentí que la puerta se abría y escuché los
pasos de Miguel dirigiéndose a mi cama. La habitación estaba a
oscuras, pero él conocía perfectamente el camino. Se echó a mi
lado.
-¿Duermes princesa?
-No, no puedo dormir. Estoy muy intranquila ¿qué va a pasar,
Miguel?
Me di la vuelta y me quedé frente a él. Acarició mi cara, le
gustaba hacerlo siempre.
-Creo que debemos dejarlo durante una temporada, hasta que todo eso
se calme.
-¿Pero por qué? ¿Nos vamos a rendir tan fácil? No era ese nuestro
acuerdo.
-Irene no hablo de dejarlo para siempre, hablo de mantener un poco
las distancias hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Seguramente
pronto el tema caerá en el olvido. Es necesario, mi vida.
Entiéndelo. Eres muy joven.
-Jo, pues ojalá no lo fuera. Estoy harta de que mi edad sea un
obstáculo para casi todo. ¿Por qué no habré nacido diez años
antes?
Me eché a llorar como la niña que en realidad era. Sentía una
enorme sensación de frustración y de fracaso. No sólo las cosas no
salían bien, sino que Miguel parecía claudicar ante las
dificultades.
-No llores – me dijo abrazándome – yo te quiero y te querré
siempre. Será un poco de tiempo nada más. Pasará pronto y cuando
nos queramos dar cuenta todo nos parecerá un mal sueño.
-Está bien – le dije secándome las lágrimas con el dorso de mi
mano – haré lo que tú me digas.
Sin embargo nada ocurrió como nosotros pensábamos. Los rumores
continuaron circulando por el pueblo, lo cual llevo a Miguel a tomar
una drástica decisión.
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