ALFREDO
Regresé
a casa con su sabor en mi boca y con la conciencia intranquila. Mi
cabeza era un nudo de hilos enmarañados que se liaban un poco más a
cada paso que daba. No entendía por qué debía acabar todo así,
como previsiblemente iba a acabar. Mi amistad con Manuel echada por
la borda por una maldita apuesta sin sentido, y lo que es peor, mi
amor platónico por Gala, que llevaba todos los visos de convertirse
en amor físico, también debería llegar a su fin. Si conseguía
acostarme con ella ya nada iba a ser igual y lo más probable es que
me decidiera a desaparecer del mapa, al menos por un tiempo.
Aquel
domingo me levanté temprano y salí a caminar sin rumbo por la
ciudad. Mis pasos me guiaron hasta la playa, desierta a aquellas
horas de la mañana, y me senté en la arena, escuchando el sonido
relajante de las olas al romper en la orilla y mirando a la lejanía.
Pensé que la mejor manera de huir sería cruzando aquel mar y
perdiéndome en el continente que estaba a otro lado, desconocido,
pero seguro como escondite para una vida echada a perder.
No sé
el tiempo que permanecí allí, sumido en mis cavilaciones, en unos
pensamientos que no llevaban a ningún lado. Cuando fui consciente de
mi propia existencia ya el tibio sol de primavera calentaba mi
cuerpo, así que me incorporé y eché a andar de nuevo, esta vez en
dirección a mi casa.
Al
llegar, subí al trastero y rescaté una cámara de vídeo que apenas
utilizaba. La limpié un poco, comprobé que funcionaba y la bajé a
casa. Decidí colocarla en el salón. Si finalmente Gala se rendía a
mis encantos, haríamos el amor, allí, tirados en el sofá o sobre
la alfombra. La oculté entre unos libros, bien enfocada al punto
justo. La grabación sería la prueba que Manuel necesitaba para
comprobar que su mujer había caído en mis brazos y así recuperar
todo su capital perdido... y perder muchas cosas más....
A media
tarde la llamé, pero no me cogió el teléfono. Pensé que tal vez
hubiera salido a dar un paseo, pues la tarde estaba increíblemente
agradable, así que no me alarmé. Una hora después volvía a
llamarla y tampoco me contestó, por lo que me decidí a ir a su
casa. Tenía claro que no podía desaprovechar aquella oportunidad.
Su marido regresaba al día siguiente y si por fin yo conseguía
seducirla, toda aquella situación se terminaría de una vez.
Llamé
al timbre del portal y al rato escuché su voz.
-¿Sí?
-Gala,
soy Alfredo ¿Puedes abrirme, por favor?
Abrió
sin responder. Tomé el ascensor hasta el cuarto piso y cuando salí
ella estaba esperando con la puerta entreabierta. No parecía tener
intención de dejarme entrar.
-Habíamos quedado para cenar ¿recuerdas? Vengo a buscarte.
-Alfredo... no creo que sea buena idea. Lo de ayer...
-¿No
me vas a dejar entrar? Hablemos un rato, por favor.
Dudó
unos segundos, pero finalmente abrió la puerta y entré. Nos
quedamos en la entrada. Estaba claro que no iba hacerme pasar más
allá.
-Sé
que lo de ayer de noche fue un error... y te pido que me perdones.
Estaba un poco cargado de vino y... no sé qué pasó – le dije sin
sentir un ápice aquellas palabras – pero ya tengo preparada la
cena, no la voy a tirar.
Me
miraba con aquellos ojos negros, enormes y expresivos, en los que
creí ver asomar un atisbo de desilusión por mis palabras.
-Alfredo, Manuel es mi marido y es tu amigo. No podemos hacerle esto
– repuso al cabo de un rato – He estado todo el día pensando en
el beso de ayer. No puede volver a ocurrir, no debe volver a ocurrir
– dijo con débil insistencia.
-Te
prometo que será así. Olvidémoslo ¿vale? Y ahora... vente conmigo
a cenar. Hace una temperatura estupenda, he preparado una lasaña de
verduras riquísima, y después podemos salir a tomar una copa.
¿Hace?
Pareció
dudar unos instantes, pero finalmente en su rostro infantil se dibujó
una sonrisa y asintió.
-Está
bien, voy a ponerme algo decente.
Mientras la esperaba, mi mente confundida y enmarañada pensaba que
ya tenía medio terreno ganado.
*
Gala
estaba ligeramente tensa, quizá un poco a la defensiva. Sin embargo
a lo largo de la cena, la conversación empezó a fluir con
naturalidad, regada, como no, con una buena dosis de vino, Albariño,
el que le gustaba a ella. Yo me ocupaba de rellenarle la copa con
generosidad y ella bebía. Con una copa de más sería mucho más
fácil seducirla.
Cuando
recogimos la cena le propuse bajar a la calle y tomar algo en una
terraza, cerca de la casa. Aceptó. Tomamos unas copas y seguimos con
las charlas, recordando, hablando sobre nuevos proyectos, sobre las
oposiciones que estaba preparando, sobre los hijos que deseaba tener
pero no llegaban... El fino hilo de complicidad que había existido
intermitentemente entre los dos se fue haciendo más grueso y cuando
nos dispusimos a marcharnos, le propuse subir de nuevo a mi casa a
tomar la última copa. Me miró fijamente durante unos segundos.
Luego sonrió y se encogió de hombros.
-Pues
sí, mira, ¡qué carajo! Mañana no me tengo que levantar temprano.
Algo en
su tono de voz me dijo que estaba dispuesta a todo, así que no me
anduve con rodeos. La besé mientras subíamos en el ascensor, y el
beso no fue como el del día anterior, suave, ligero, liviano. Fue un
beso profundo, en el que se mezclaron nuestras salivas y que hizo
brotar un deseo que había estado reprimido demasiado tiempo. Yo la
atraje hacia mí abrazándola por la cintura y ella echó sus brazos
a mi cuello.
No
dijimos nada, no hacía falta. Trastabillando, sin dejar de besarnos,
despojándonos con prisa de las ropas que molestaban, la conduje
hasta el salón. Tenía que encender la cámara para que comenzara a
grabar. Por unos segundos pensé no hacerlo, pero había que acabar
de una vez con aquella situación absurda. Así que lo hice con un
movimiento certero de mi brazo del que Gala no se dio cuenta. Luego
nos tiramos sobre la alfombra y allí dimos rienda suelta al frenesí
que nos quemaba. La desnudé del todo, la acaricié, la besé una y
otra vez como nunca había besado a una mujer, recorriendo cada
centímetro de su piel con mis labios, enterrando mi cabeza entre sus
piernas hasta hacerla gozar entre gemidos que rompían la quietud de
la noche y me recordaban la estupidez que estaba cometiendo. Cuando
me metí dentro de ella la miré a los ojos. Pude ver en ellos tanto
amor que me sentí el hombre más miserable del mundo. Después la
llevé a mi cama y allí hicimos el amor otra vez más antes de que
quedara dormida entre mis brazos.
Yo
apenas pude dormir en toda la noche. Me levanté temprano y antes de
nada comprobé si la grabación había salido bien. Perfecta. La
prueba del delito estaba lista para cumplir su cometido. La metí en
un sobre y escribí en la parte de fuera el nombre de Manuel. Antes
de salir hacia la oficina me paré un momento en el quicio de la
puerta de mi dormitorio. Gala seguía durmiendo plácidamente. Se
adueño de mí una infinita ternura, mezclada con el profundo amor
que sentía hacia ella. Ni yo mismo comprendía por qué estaba
siendo tan miserable. Para intentar calmar mi conciencia me respondía
que todo lo hacía para ayudar a mi amigo. Estupideces nada más. Lo
que debiera de haber hecho desde el principio era negarme a entrar en
aquel juego estúpido. Pero no tenía sentido lamentarse ni
arrepentirse. Ya era tarde para una cosa y para la otra. Me despedí
de ella sin que se diera cuenta. Con un beso tirado al aire en el
que pretendía trasmitirle todo pero no le trasmitía nada. Era
consciente de que, seguramente, no la volvería a ver más.
Salí
de mi casa cargado de amargura y de tristeza. Caminé por las calles
de una ciudad que comenzaba a despertar y que estaba siendo testigo
directo de mi despedida. Llevaba en mis manos el sobre con la cinta
de vídeo. Cuando por fin la soltara yo desaparecería.
La
oficina estaba desierta. Todavía era temprano para que la gente
hubiera llegado. Me dirigí al despacho de Manuel y dejé el sobre
con la cinta de vídeo encima de su mesa. Me senté en su silla y la
giré para quedarme frente a la ventana. El cielo comenzaba a clarear
por el horizonte. No sé cuánto tiempo me quedé así mirando hacia
fuera como un idiota. Finalmente levanté el teléfono y llamé a al
aeropuerto. Reservé un pasaje a Nueva York para esa misma mañana y
con las mismas desaparecí del mapa.
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