GALA
Permanecí en
Ibiza, cuidando a mi abuela, durante casi tres meses. En realidad
ella estaba bien, afortunadamente no necesitaba demasiadas
atenciones, pero lo cierto es que ya tenía una edad, mi madre seguía
siendo la misma persona despreocupada y algo inconsciente de siempre
y yo me sentía un poco responsable. Sabía que convencerla para que
se viniera conmigo a La Coruña era harto imposible, así que decidí
ser yo la que me quedara a su lado por un tiempo, hasta que se
restableciera por completo. Además, por qué no reconocerlo, yo
también echaba un poco de menos mi isla, su clima agradable y suave,
y decidí darme unas merecidas vacaciones.
Cuando mi abuela
pudo regresar a casa me sentí muy a gusto y feliz a su lado. Era
como regresar a mi infancia y adolescencia, cuando era ella la que
miraba por mí y se ocupaba de que no me faltara de nada, cuando al
comenzar la primavera bajaba conmigo a la playa y se sentaba a la
sombra de un árbol mientras observaba mis solitarios juegos
infantiles. En aquella ocasión tomamos la sana costumbre de bajar de
nuevo a la playa, pero esta vez éramos ambas las que nos sentábamos
a la sombra del mismo árbol y conversábamos, recordábamos,
indagábamos en nuestras almas y en nuestras vidas.
Una de aquellas
tardes, cuando ya ella se sentía plena de fuerzas y de salud y
parecía un poco ansiosa por recuperar su soledad, comenzó a
apremiarme para que regresara a La Coruña, con mi esposo.
-Tu obligación es
estar con él, no conmigo.
-No hay obligación
de estar con nadie. Me iré cuando te vea recuperada del todo.
-¿No será que
tienes problemas con él y por eso no te quieres marchar?
-Claro que no,
abuela. Manuel y yo estamos muy bien juntos, somos muy felices.
-¿Y el muchacho
aquel, su amigo? No recuerdo cómo se llamaba.
Me revolví un poco
sobre la arena, inquieta. No me gustaba que Alfredo fuera el tema de
conversación, no tenía por qué serlo.
-Alfredo – dije
finalmente –. Esta bien, muy ocupado con sus viajes de empresa.
Ahora viene más por casa desde que Manuel tuvo el accidente, pero
estuvo mucho tiempo por ahí, a sus cosas.
-Mejor ¿verdad?
Mejor que no vaya por casa.
Miré a mi abuela.
Ella también tenía puestos en mí sus ojos azules, que antaño eran
de un azul intenso y ahora se presentaban desvaídos por el tiempo y
los sinsabores. A pesar de todo eran unos ojos sabios e indagadores.
-Supongo que sí. No
sé.... no sé qué despierta en mí. Es como... como una pasión...
descontrolada.
-¿Tienes miedo?
Me refiero a si temes que ocurra algo entre vosotros.
Dudé unos
instantes antes de contestar. En realidad ni yo misma sabía qué
decir.
-No creo que
ocurra nada entre nosotros. No creo que me atreviera a dar semejante
paso en el el caso de que se presentara la ocasión. Además, que él
despierte cosas extrañas en mí, no quiere decir que las despierte
yo en él.
Mi abuela guardó
silencio durante unos instantes.
-Lo supe desde el
primer momento que os vi juntos – dijo finalmente –. Cuando aquel
muchacho puso el pie en nuestra casa y te vio se le iluminó la
mirada. Y a ti te pasó lo mismo. Él estaba enamorado de ti. Puede
que todavía lo esté.
-Bah ¿qué importa
eso? Anda, vamos a casa, que es hora de hacer la cena – dije dando
por zanjada la conversación, a la vez que me levantaba y ayudaba a
mi abuela a que lo hiciera ella también.
Lo cierto es que
aquella noche, en la soledad de mi cama, no podía dormir pensando en
lo que mi viejita me había dicho. Cuando era pequeña yo pensaba que
mi abuela era un mujer sabia, que siempre tenía razón y que nunca
se equivocaba. A lo largo de nuestra vida me lo había demostrado en
muchas ocasiones, aunque evidentemente tuviera sus errores, como todo
el mundo. ¿Y si esta vez tenía razón de nuevo? Me comí la cabeza
buscando indicios, gestos, palabras que delataran el amor de Alfredo
hacia mí, hasta que finalmente me convencí a mí misma de lo
absurdo de todo aquello. Entre Alfredo y yo nunca podría existir
nada que no fuera la amistad que ya existía. Hasta ahí.
Cuando regresé a La
Coruña pude comprobar que la amistad entre mi marido y Alfredo se
había reforzado, cosa lógica, por otra parte, puesto que con mi
ausencia habían pasado mucho tiempo juntos. Tomaron por costumbre
salir juntos un sábado al mes, lo cual no me pareció mal, es más,
me parecía genial que tanto Manuel como yo tuviéramos un resquicio
de libertad, un reducto de diversión propia. Así que el último
sábado de cada mes se marchaba con Alfredo por ahí, ni él me
contaba qué hacían, ni yo preguntaba. Tenía plena confianza en él.
No sé cuánto
tiempo pasó hasta que comencé a notar algo raro en la actitud de
Manuel. Estaba nervioso y un poco arisco, a veces ansioso, sobre todo
cuando regresaba de sus correrías con Alfredo. Se lo comenté y me
dijo que se encontraba un poco agobiado por el trabajo, que había
que gestionar muchos pedidos y se veía un poco desbordado. Lo único
que necesitaba eran unas vacaciones que no tardarían en llegar. Le
creí, no había motivos para no hacerlo.
Por otro lado,
hacía casi un año que estábamos intentando ser padres y yo no me
quedaba embarazada. Puede que mi impaciencia no tuviera mucho
fundamento todavía, pero lo cierto es que comencé a insistir a mi
marido para que nos hiciéramos un reconocimiento médico y ver si
todo estaba normal. Manuel intentó calmar mi inquietud, pero al ver
que no lo conseguía accedió a mis deseos. Me informé de cuál era
la mejor clínica de la ciudad en esas cuestiones, por si acaso había
que iniciar algún tratamiento de fertilidad o cosa semejante. No me
importaba el dinero, afortunadamente, aunque yo todavía no
trabajaba, Manuel tenía un buen sueldo que nos permitía ahorrar y
vivir holgadamente. O al menos eso pensaba yo. Hasta el día en que
pude comprobar que no era así. Manuel siempre se había ocupado de
la economía familiar. Era él quién traía dinero a casa y quién
pagaba las facturas. Jamás había hecho comentario alguno ni se
había quejado por esas cuestiones. Por eso el día que acudí al
banco para retirar una suma relativamente importante de dinero y
comprobé lo poco que quedaba en la cuenta, pensé que había alguna
equivocación. Desde luego si todo lo que teníamos era aquella
miseria ya podía ir olvidándome de ir a la clínica a consultar lo
de mi no embarazo.
Salí del banco muy
nerviosa, sin atreverme a hacer preguntas ni a mirar más los
extractos por miedo a lo que podría encontrarme. Tampoco me atrevía
a confesarle a mi marido lo que había descubierto. Decidí fijarme
en él, espiar sus movimientos por si acaso hacía algo extraño,
pues estaba claro que algo raro ocurría y que él tenía que
saberlo. Durante una semana lo vi entrar y salir de casa como
siempre, y el sábado por la tarde se ausentó para salir con
Alfredo, como muchas veces. Nada raro. Entonces se me ocurrió hablar
con él, con Alfredo, puede que él supiera algo de mi marido que yo
ignoraba.
Lo llamé por
teléfono un día por semana y me cité con él en una cafetería de
un centro comercial donde sabía que Manuel no podría encontrarnos.
Insistió un poco en preguntarme si pasaba algo, si me encontraba
bien y todo eso. Le dije que sí, pero que tenía que hablar con él
de algo serio. Cuando llegué él ya me esperaba. Confieso que se me
agitó un poco el corazón, no solo por la cuestión que me llevaba
hasta allí, sino por estar a su lado sin la presencia de mi esposo.
Me senté frente a él, pedí un café y fui directamente al grano.
-A lo mejor esto
que voy a preguntarte no tiene mucho sentido pero... ¿sabes si le
ocurre algo a Manuel?
Me miró
desconcertado y ese desconcierto me puso sobreaviso. Alfredo no era
de los que se inquietaban fácilmente, siempre mantenía el tipo.
-¿A qué te
refieres? – preguntó.
-Creo que me falta
dinero en la cuenta del banco, una cantidad importante además. Pensé
que a lo mejor tú... sabrías algo.
-¡Ah, es eso! –
repuso soltando una pequeña risa –. No me digas que no te ha dicho
nada. Este Manuel....
Su aparente
despreocupación me tranquilizó un poco. Al parecer estaba a punto
de escuchar una explicación lógica a lo que me estaba ocurriendo.
-Hemos creado en la
empresa una cartera de acciones. El dinero está ahí, en la cartera
de acciones, en lugar de en el banco.
-¿Cartera de
acciones? ¿Eso qué es? – pregunté.
-Es un entramado
un poco complicado. Quédate con que el dinero está en la empresa y
crecerá mucho más que en el banco. Pero puedes acceder a él
siempre que lo necesites eh. Es más, si quieres yo te doy ahora
mismo lo que... – dijo llevando la mano a su cartera.
-No, no es necesario,
por favor. Si es así... ya me dejas tranquila. Pero... no sé por
qué Manuel no me ha dicho nada. Y de eso... ¿hace mucho?
-Pues unos.... tres o
cuatro meses, no recuerdo. No te preocupes, no pasa nada, de verdad.
Esta misma tarde se lo comentaré a Manuel con disimulo para que te
ponga al corriente ¿vale? Y ahora si me disculpas, tengo un poco de
prisa. He de reunirme con un cliente en media hora.
Nos despedimos y yo
me quedé allí durante un rato. Apuré mi café y respiré aliviada.
Por fin se había aclarado el asunto.... aunque no sabía por qué,
pero seguía sintiendo cierta inquietud dentro de mí.
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