GALA
Me
pareció extraño que fuera Manuel el que tuviera que viajar a
Francia, pues siempre solía hacerlo Alfredo, pero no dije nada. En
realidad, desde que había descubierto la falta de dinero en mi
cuenta, observaba todo con ojo avizor y había comportamientos, tanto
de mi marido como de Alfredo, que no me parecían del todo normales.
Me daba la impresión de que estaban tramando algo, aunque no tenía
ni la más remota idea de qué podía ser.
Mi
marido se marchó a Marsella un viernes y el sábado a media mañana
sonó el teléfono. Me sorprendió escuchar al otro lado la voz de
Alfredo.
-Buenos
días Gala, ¿qué tal? – preguntó de manera rutinaria.
-Pues... bien, un sábado más, bueno, tal vez un poco más aburrido,
sin Manuel, pero nada que no tenga remedio. ¿Querías algo?
-Bueno,
precisamente como Manuel no está, pensé que a lo mejor te gustaría
que te fuera a buscar por la noche y salir a tomar algo.
Me
desconcertó su proposición y mis sentidos se pusieron alerta, no
porque aquella invitación llevara implícita en sí segundas
intenciones por parte de Alfredo, sino por mis propias inseguridades.
Hacía tiempo que no pensaba en él como hombre, pero el mero hecho,
la mera posibilidad de salir con él, removió algo dentro de mí,
algo que me dijo que no era conveniente que aceptara su propuesta.
-Te lo
agradezco pero no me apetece mucho salir esta noche. Tenía pensado
quedarme tranquilamente en casa viendo una película o leyendo. Tal
vez en otro momento.
No
insistió, me dijo que si necesitaba algo no dudara en llamarlo. Se
lo agradecí nuevamente y colgué. Me dediqué el resto de la mañana
a trajinar por casa y cuando finalmente, después de comer, me senté
en el sofá del salón cómodamente, dispuesta a leer, la imagen de
Alfredo asaltó con brutalidad mi cerebro y lo copó todo, impidiendo
que me concentrara en la lectura. No dejaba de imaginar esa salida
nocturna que no iba a tener lugar y no podía evitar, de vez en
cuando, mirar el teléfono deseando que volviera a sonar, incluso me
rondó por la cabeza la tentación de ser yo quién llamara. No lo
hice. Alrededor de las diez, cuando ya el amigo de mi esposo se había
despegado un poco de mi cerebro, el sonido estridente y brusco del
timbre del teléfono me asustó. Me abalancé con premura sobre el
aparato y lo descolgué con la esperanza, o la ilusión, o qué se
yo, de que fuera Alfredo, pero no, era Manuel que me llamaba antes de
irse a la cama. Hablamos un rato y cuando colgué, suspirando como
una idiota, pensé que había sido mucho mejor que fuera él y no
Alfredo. De nuevo Alfredo me rondaba la cabeza por culpa de una
simple llamada de cortesía.
El día
siguiente amaneció triste y gris. Me levanté tarde y como no tenía
nada que hacer anduve dando vueltas por casa como una boba. A media
tarde levantó la niebla y harta de estar sin hacer nada encerrada
entre las cuatro paredes de mi casa, decidí salir a dar una vuelta
por la ciudad. Caminé sin rumbo y terminé en una cafetería de La
Marina, extrañamente poco concurrida en aquella tarde de primavera.
Pedí un café y mientras lo revolvía distraídamente alguien se
sentó a mi lado. Me asusté y di un respingo, mas enseguida pude
comprobar que era Alfredo.
-Vaya,
qué casualidad – dijo – Pasaba por aquí y te vi. ¿Te importa
que tome un café contigo?
-En
absoluto – le contesté mientras notaba como dentro del pecho el
corazón latía cada vez más fuerte.
La
charla que comenzó en aquel instante, al principio intrascendente y
un poco forzada, fue distendiéndose y derivando hacia recuerdos de
nuestros años de universidad que hicieron que las horas pasaran casi
sin darnos cuenta. Cenamos picando algo y tomando un vino dentro de
una tasca desierta y después me acompañó a casa dando un paseo.
Como aquella vez, algunos años atrás, en que me acompañó al piso
cutre en el que yo vivía en Santiago, quise que me besara, aun a
sabiendas de que hoy era peor que ayer, que si en aquel momento
Manuel era simplemente mi novio, hoy era mi marido y estaba unido a
mí con papeles y con promesas. Cuando llegamos al portal nos paramos
frente a frente y durante una décima de minuto pensé que ocurriría,
pero no fue así.
-Bueno,
ha sido una tarde muy agradable – dijo – Espero que te haya
ayudado un poco para espantar el tedio por la ausencia de Manuel.
-Por
supuesto que sí. Muchas gracias por todo. ¿Quieres subir a tomar
una copa?
No sé
por qué le hice esa pregunta, o sí lo sé. Tenía la esperanza de
que pasara lo que yo quería y no debía pasar. Creí percibir un
brillo especial en sus ojos cuando me oyó y creí también que iba a
aceptar mi propuesta, pero me equivoqué.
-No,
muchas gracias. Mañana tengo una reunión muy temprano y quiero
descansar lo suficiente para estar bien despejado. Que descanses.
Así
fue que aquella noche no conseguí pegar ojo. A mi mente regresaban
una otra vez los momentos pasados aquella tarde, retazos de
conversaciones entremezclados con la sonrisa de Alfredo y su mirada
de un azul grisáceo. Y el deseo de aquel beso que se había quedado
flotando en el aire en la puerta de mi casa.
Pasé la
semana inquieta, soportando dentro de mí un sentimiento de
culpabilidad que no tenía mucha razón de ser. Cada vez que Manuel
me llamaba, algo me reconcomía por dentro, sobre todo porque me
preguntaba por Alfredo con extraña insistencia, hasta que un día me
harte de tanta pregunta.
-¿Se
puede saber qué pasa con Alfredo? No sé por qué tengo que saber de
él, se supone que sigue en la empresa, llámalo allí si quieres. Yo
qué sé de su vida – le espeté un día.
-Bueno
mujer, no te enfades. Yo solo te lo decía porque me prometió mirar
por ti estos días de mi ausencia.
-Pues
no me hace falta que mire por mí ni él ni nadie, ya soy mayorcita y
sé cuidarme sola.
Aquella conversación me puso un poco nerviosa. Parecía como si mi
marido pudiera escarbar en mi interior, incluso desde la distancia, y
conocer mis pensamientos. Decidí intentar olvidarme de Alfredo en la
medida de lo posible. Era una tentación de la que debía alejarme,
sí o sí.
El
viernes Manuel regresó de su viaje. Alfredo lo fue a buscar al
aeropuerto y juntos vinieron a casa. Era casi de noche cuando
llegaron y se empeñaron en que me arreglara para salir a cenar algo
por ahí. Hacía una magnífica noche de primavera y aunque al
principio me negué, finalmente consiguieron convencerme. Maldita la
hora. Fuimos a la taberna a la que solíamos ir siempre cuando
deseábamos tomar algo y la cena no pudo transcurrir en un ambiente
más tenso, propiciado por aquellos dos, que encima trataban de
disimular esa propia tensión. Primero se lanzaban pullas estúpidas
y luego las disfrazaban de broma. Y todo ello aderezado con las
miradas que Alfredo me echaba de vez en cuando y que me ponían más
nerviosa que otra cosa. Allí ocurría algo que se me escapaba, y a
pesar de todo preferí no preguntar. De vuelta a casa tanto Manuel
como yo caminamos en silencio y cabizbajos, sabiendo ambos que las
cosas no estaban como debieran, pero sin decir nada, como así
pudiéramos esconder el problema.
Para
colmo de males, como colofón a aquella mierda de cena, las miradas
que Alfredo me había echado durante la misma habían vuelto a
despertar la atracción que yo sentía por él, si es que se había
dormido en algún momento. Tanto, que aquella noche, mientras Manuel
y yo hacíamos el amor, no pude evitar pensar que eran las manos de
Alfredo las que acariciaban mi cuerpo, y sus labios tiernos y
jugosos, los que me besaban.
Quince
días hubieron de pasar antes de que Manuel saliera de viaje de
nuevo, esta vez a Noruega, donde había de permanecer otras dos
semanas. Quince días durante los cuales Alfredo nos visitó con
inusitada frecuencia, aún cuando la relación entre ambos se veía a
las leguas que estaba más bien tensa. Yo continuaba en mi tónica de
preferir no preguntar y sobrellevar la situación como podía, que no
era bien precisamente, pero si aguantaba era porque esperaba que lo
que fuera que les ocurría a aquellos dos terminara por arreglarse y
todo volviera a ser como antes.
Unos
días después de marchar Manuel, Alfredo volvió a aparecer en mi
vida. Con la misma cantinela que la vez anterior. Y esta vez acepté
sin remilgos, dispuesta a sonsacarle sobre qué era lo que le ocurría
con mi marido. Así que delante de una frugal cena y cuando él
iniciaba conversación sobre no se qué cosa, yo fui cortante y le
espeté lo que tenía pensado.
-Alfredo, antes de nada, quiero saber qué es lo que ocurre entre mi
marido y tú.
-No te
entiendo – me respondió mirándome con ojos que no podían
esconder el desconcierto.
-Me
entiendes perfectamente – insistí – Os empeñáis en estar
juntos y cuando lo estáis no paráis de soltaros pullas estúpidas
que a mí se me escapan al entendimiento. Sé que ocurre algo, aunque
tanto tú como él os empeñéis en ocultármelo.
Bajó
la mirada y jugueteó con el tenedor en el que tenía pinchada una
rodaja de pulpo. Luego tomó un sorbo de vino. Parecía que no tenía
ni la más mínima intención de contestarme.
-¿Y
bien? – insistí.
-No
puedo decirte nada – dijo por fin.
-Entonces tengo razón, pasa algo.
-Gala,
por favor, repito que no puedo decirte nada. Lo sabrás a su debido
tiempo.
-Dime
por lo menos si... si es grave.
Nuestras
miradas se cruzaron y se mantuvieron ahí paradas durante unos
segundos que parecieron horas. Sus pupilas rezumaban preocupación y
dudas.
-No sé
lo grave que puede llegar a ser. Creo que... no, no voy a decir nada
más. Olvídalo, por favor, olvídalo.
Puso su
mano sobre la mía, que reposaba lánguida sobre el mantel y una
corriente eléctrica recorrió mi cuerpo y me estremeció. Mi cabeza
me decía que debía retirarla, mi corazón me incitaba a dejarla
allí, debajo de la suya, esperando algo más, que llegó en forma de
ligero apretón.
-Disfrutemos de esta noche, por favor. Salir contigo es una manera
de.... de evadirme de todo lo que ocurre, es la única manera, te lo
suplico.
Sus
ruegos me dejaron fuera de combate. Opté por seguir cenando, casi en
silencio. Cuando terminamos quise regresar a casa. De nuevo él me
acompañó y otra vez caminamos en silencio sin más compañía que
nosotros mismos y nuestros propios pensamientos. Cuando llegamos al
portal yo me dispuse a entrar en casa y me despedí de él con un
escueto buenas noches.
-Espera
– me dijo, paralizando mi mano, que intentaba meter la llave en la
cerradura.
Me di
la vuelta y lo encontré allí, muy cerca de mí, pegado a mi cuerpo.
La oscuridad era espesa y apenas podíamos vernos, pero sí
sentirnos. Su brazo rodeó mi cintura y me atrajo hacia él. Mi
corazón latía con fuerza, con tanta fuerza que casi parecían
escucharse los latidos. Luego sentí sus labios sobre los míos, su
lengua abriéndose paso hacia el interior de mi boca. Debía haberle
rechazado en ese preciso instante pero no lo hice, al revés, rodeé
su cuello con mis brazos y me entregué a aquel beso tantas y tantas
veces soñado.
No sé
cuánto duró, no tengo ni idea del tiempo que nuestras bocas
permanecieron unidas absorbiendo nuestros deseo. Cuando nos
despegamos yo murmuré una excusa ininteligible, como si la culpable
de la situación hubiera sido yo.
-Lo
siento, yo....
-Calla,
no digas nada – le escuché decir a él –. Ambos sabemos que lo
estábamos deseando desde hacía tiempo. Mañana estaré ocupado todo
el día, pero vendré a buscarte para cenar.
Se fue
y me dejó allí, completamente confundida y sin saber qué hacer.
Poco imaginaba yo, todo lo que iba a destapar aquel beso.
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