ALFREDO
Una
mañana de agosto fui testigo directo de cómo la mujer de mis sueños
se unía a mi mejor amigo. No fue fácil, y como ya he comentado me
pasé la mayor parte del día borracho, solo así conseguía aliviar
un poco mi congoja. Pero era una situación para la que no había
remedio y a pesar de todo yo ya lo había asumido, pues era
plenamente consciente de que cuanto antes lo hiciera mejor para
todos.
Al día
siguiente de la boda la feliz pareja se marchó de luna de miel a
Italia y yo regresé a La Coruña dispuesto a retomar mis
obligaciones laborales. Durante el mes que ellos estuvieron a lo suyo
me centré en eso, en mi trabajo y en olvidarme de Gala, y casi lo
conseguí, y digo casi porque su presencia me golpeó con fuerza
cuando por fin ellos también regresaron a la ciudad y se asentaron
en su nueva residencia. Gala estaba más guapa que nunca. Todavía
recuerdo con sorprendente nitidez el día en que los fui a recoger al
aeropuerto y la vi entrar en la terminal, con aquel vestido blanco de
tirantes que resaltaba su piel morena, con aquel pelo negro que le
cubría la espalda en graciosas ondas, con aquellos ojos que me
miraban y me decían algo que yo no sabía o no quería captar. Fue
en aquel preciso instante cuando me dije a mí mismo que lo mejor era
tener la menor relación posible con aquellos dos, si no quería que
nuestra amistad acabara mal. No estaba yo muy seguro de poder
resistirme a los encantos de aquella muchacha. Así que me adjudiqué
directamente una parte del trabajo que me permitía viajar y estar el
menor tiempo posible en la ciudad.
Durante casi dos años estuve moviéndome de un lado para otro,
fundamentalmente contactando con proveedores o con posibles clientes.
El tiempo que pasaba en la ciudad intentaba estar lo menos posible
con Manuel y Gala, al menos durante los momentos de ocio, puesto que
con él trabajaba mano a mano y no quería ni podía evitarlo. Pero
sí que me escabullía de sus invitaciones a disfrutar con ellos del
tiempo libre, salvo alguna que otra cena de compromiso ante la que no
podía poner ninguna excusa. Creo que durante aquellos dos años
apenas sí estuve con Gala en tres o cuatro ocasiones, en las cuales
intenté ignorarla en la medida de lo posible, aunque siempre
respetando las normas de educación y cortesía.
Fue por aquel entonces cuando descubrí una nueva
diversión: el juego. No es que me convirtiera en ludópata,
pero le tomé gusto a jugar al póker. Un conocido organizaba timbas
a las que una noche me invitó. Aquella primera noche me limité a
mirar, pero a la segunda ya participé. Apostaba pequeñas cantidades
y cuando perdía sabía parar, más debo de reconocer que eso ocurría
pocas veces, la mayoría de las ocasiones salía de la casa con
considerables cantidades en el bolsillo. Solía jugar una vez
al mes, normalmente el último sábado y con el tiempo esa cita llegó
a convertirse en ineludible. Era una manera más de matar el
aburrimiento y de paliar un poco mi soledad.
Una de
aquellas noches de timba recibí el aviso de que Manuel había tenido
un accidente de coche. Al parecer regresaba de casa de sus padres y a
la entrada de la ciudad un conductor borracho perdió el control de
su vehículo. Inmediatamente salí para el hospital. Cuando llegué
me encontré a Gala en una sala de espera aguardando a que su marido
saliera del quirófano.
-Una
pierna – me dijo – tiene fractura múltiple, pero no es nada
vital. Lo están operando. Gracias por venir.
Me
pareció tan pequeña, tan indefensa y vulnerable, que no pude evitar
rodearla con mis brazos para darle un consuelo que seguramente no
necesitaba, y que ni siquiera tenía mucho sentido. Manuel no se iba
a morir y todo había quedado en un susto gordo. Mientras a su marido
lo operaban la llevé a la cafetería y allí, frente a unos cafés
humeantes, hablamos por primera vez en mucho tiempo.
-Y a
ti... ¿cómo te va con tus viajes? Hace mucho tiempo que no vienes
por casa – dijo mientras daba vueltas al café de manera
automática, pues ni siquiera le había echado azúcar.
-Bueno,
la verdad es que no tengo mucho tiempo – mentí – entre los
viajes y luego el papeleo con proveedores y clientes...
-Ya,
claro. Entiendo.
-Además
tampoco quiero entrometerme entre vosotros.
Levantó
la vista hacia mí y me miró interrogante.
-Quiero
decir que apenas hace un año que os habéis casado y querréis
disfrutar de vuestra intimidad... supongo.
Gala
soltó una risilla nerviosa antes de hablar.
-Vamos,
Alfredo, a ver si te piensas que nos pasamos el día en la cama. En
fin, da igual, tus motivos tendrás, supongo, espero que haya ningún
problema entre Manuel y tú. Él te aprecia mucho y se llevaría un
gran disgusto.
Quise
decirle que no, que no había ningún problema con Manuel, que lo
único que ocurría era que estaba enamorado de ella como un
colegial, que en aquel momento me estaba perdiendo en sus ojos, que
estaba imaginando el tacto de su piel... y que en más de una ocasión
había deseado que Manuel no existiera, o que al menos nunca se
hubiera colado en mi vida.
-Claro
que no, mujer – le respondí finalmente –. Además, te prometo
que ahora le prestaré más atención, aprovecharemos el accidente
para ello.
Volvimos a la sala de espera y al poco tiempo la vino a buscar el
médico. La operación había salido bien.
*
El
accidente de Manuel sirvió para retomar con fuerza una amistad que
en realidad nunca había estado perdida. Él tuvo que estar un tiempo
con la pierna enyesada e inmovilizada, con lo cual, los fines de
semana comencé a frecuentar su casa. Me pasaba la tarde de los
sábados haciéndole compañía, a veces estábamos los dos solos,
otras veces nos acompañaba Gala, y cuando eso ocurría un júbilo
extraño, nuevo, casi infantil, me agitaba el alma. Era como el
adolescente enamorado para el que estar cerca de su amada era a lo
máximo que podía aspirar y con ello me sentía desaforadamente
feliz. Así estaba yo, feliz. Aún así intenté evitar en todo
momento quedarme a solas con ella, no porque fuera a ocurrir nada,
que seguramente no ocurriría, sino para no tener que ejercer tanto
autocontrol sobre mí mismo, cosa que me agotaba.
Manuel
estuvo completamente recuperado a finales de aquel año, momento en
que reanudó su trabajo. Por aquel entonces Gala se apuntó a una
academia para preparar oposiciones para profesora de instituto. Y la
vida de todos nosotros se asentó de nuevo en la necesaria rutina.
Incluso yo, que había dejado de jugar durante el tiempo que Manuel
había estado convaleciente, retomé mi apacible costumbre de
participar en la correspondiente timba de los últimos sábados de
mes por la noche.
Un día
Gala recibió la noticia de que su abuela estaba enferma y sin
pensárselo ni un segundo tomó un avión rumbo a Ibiza. A la señora
le había dado un ictus que, aunque al parecer no había sido
demasiado fuerte, requería un tiempo de recuperación y aunque la
madre de la propia Gala estaba allí, en la isla, la chica no se
fiaba de ella y prefirió ocuparse personalmente de la mujer. Con la
marcha de Gala, Manuel y yo recuperamos nuestra antigua y abandonada
costumbre de salir por las noches a tomar unas cañas. Y una de
aquellas noches en que había timba lo invité a acompañarme más
que nada por distraerlo un poco y pasar unas horas juntos
Ahora,
transcurrido el tiempo, cuando echo la vista atrás y recuerdo
aquella noche, me remuerde la conciencia y pienso que nunca debí
pedirle que me acompañara, aunque, por otra parte, yo no podía
saber de ninguna manera lo que estaba a punto de ocurrir. Manuel jugó
una partida y ganó algo de dinero. A mí me ocurrió lo mismo, por
lo que salimos de la timba entusiasmados y con ganas de pillar una
borrachera como las de antaño. Cuando ya teníamos una buena
cantidad de alcohol encima, comenzó a desbarrar. Decía que él era
el mejor jugador de póker de la historia, como había demostrado
aquella noche, y me pedía que no me olvidase de llevarlo a la
próxima. Por supuesto le dije que sí y cumplí mi palabra, no sólo
la siguiente vez, sino todas las veces. Manuel se convirtió en mi
acompañante habitual. Al principio me gustaba llevarle conmigo,
sentía que con ello recuperábamos parte de la intimidad perdida,
hasta que me di cuenta de que no se tomaba el juego como yo. Manuel
no sabía parar, y comenzó a perder ciertas cantidades de dinero.
Cuando ocurría yo intentaba alejarlo de la mesa de juego, pero no
había manera. Parecía, además, que los hados se confabulaban
contra él y cuanto más jugaba, más perdía.
Dejé
de pedirle que me acompañara, pero pronto aprendió a ir solo y no
sólo un sábado al mes, sino todos los sábados que se organizaba
timba. Quise convencerlo de que no debía introducirse tanto en el
mundo del juego, que era muy peligroso, puesto que estaba empezando a
perder dinero sin control, le di una y otra vez consejos para que
supiese retirarse a tiempo, pero de nada sirvió. Cuando me quise dar
cuenta el vicio se había instalado en su cerebro. Comenzó a pedirme
dinero y no supe negarme, aún sabiendo que si accedía a sus deseos
terminaríamos ambos en la ruina más absoluta, pero si no se lo daba
yo, podría intentar conseguirlo por otros medios más peligrosos.
Llegó un momento en que temí que su mujer se diera cuenta, pues su
nivel de vida a la fuerza se tenía que estar resintiendo, mas, la
verdad, no sé cómo se las arreglaba, pero Gala jamás dio muestras
de saber nada del vicio enfermizo de su marido. Hasta que ocurrió el
desastre.
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