ALFREDO
Aquel verano, después
de haber pasado un curso en el que había retomado con fuerza,
determinación y seriedad mi estudios, le propuse a Manuel hacernos
un viaje juntos, solos, para dedicarnos unos días a descansar y
divertirnos. Le pareció buena idea, tanto más cuando él jamás
había salido de su pueblo más que para viajar a Orense y, desde que
estudiaba la carrera, a Santiago. Planeamos irnos a algún lugar de
Canarias, un buen hotel, piscina, playa, calor, sol y juergas
nocturnas. Mi amigo parecía entusiasmado con la idea, aunque pronto
pude comprobar que tal entusiasmo era solo el reflejo de una ilusión.
Comenzó a pensar demasiado en Gala, a echarla de menos, a desear
estar a su lado y en el último momento decidió dejarme colgado y
marcharse a Ibiza.
-En realidad pudimos
haber planeado el viaje allí – dijo cuando me comunicó su
decisión de no acompañarme –. Todavía estamos a tiempo.
Cancelamos el viaje a Tenerife y nos vamos a Ibiza.
Evidentemente rechacé
su ofrecimiento y a pesar de que no me pareció bien su plantón, no
fui capaz de enfadarme con él. Manuel estaba enamorado, y aunque yo
jamás había experimentado las mieles del amor, era capaz de
comprender la sublime estupidez que se apodera de uno cuando
encuentra a su media naranja. Así que lo liberé del compromiso y me
marché yo solo a Canarias. Puede que el viaje no comenzara con
buenas perspectivas. Después de haber planeado juntos nuestras
correrías ahora me veía que no tenía compañero de juergas. Pero
dio lo mismo. El aburrimiento me duró dos días, hasta que conocí a
Katia, una alemana rubia y de ojos más verdes que las praderas
gallegas, que buscaba lo mismo que yo: compañía y diversión. Nos
conocimos en la discoteca del hotel. Ella también estaba sola, pero
por voluntad propia, detalle que en realidad daba lo mismo, nos
encontramos y nos gustamos y aquella primera noche compartimos,
charla, copas y cama. Durante los siguientes diez días fue así y
cuando por fin llegó la hora de regresar lo hicimos felices y
contentos de haber disfrutado a tope las vacaciones. Prometimos
escribirnos, pero lo cierto es que ni uno ni otro lo hizo. En el
fondo ninguno deseaba que aquel amor de verano, si es que puede
llamarse así, llegará a mucho más de lo que ya había llegado.
Por su parte Manuel
se pasó el resto del verano en Ibiza, al lado de su flamante novia,
y regresó apenas una semana antes de comenzar el curso.
Necesitábamos aclarar si íbamos a continuar compartiendo piso, pues
yo imaginé que tal vez quisiera trasladarse a vivir con Gala. Sin
embargo no fue así. Manuel continuó conmigo y Gala con sus amigas,
aunque es evidente que aquel curso se pasó mucho tiempo en nuestra
casa, sobre todo los fines de semana, en los que yo procuré
ausentarme para dejarles disfrutar solos de sus ratos de intimidad.
Sin embargo era
inevitable que algunos fines de semana tuviera que quedarme, puesto
que en la facultad solían poner en sábado los exámenes importantes
para no perder horas de clase. Normalmente, cuando eso ocurría,
Manuel solía marchar al piso de Gala, sin embargo, en una de
aquellas ocasiones, fue ella la que se vino al nuestro, puesto que,
al parecer, sus compañeras de piso tenían visita. El sábado por la
mañana tanto Manuel como yo acudimos a la facultad. Al regresar a
casa, Gala nos había preparado la comida y almorzamos los tres. El
examen nos había salido muy bien a ambos y estábamos contentos.
Charlamos y reímos como nunca habíamos hecho. Por primera vez me
sentí bien con aquellos dos, integrado, sentí que no estaba de más,
que no molestaba, aunque en realidad supongo que aquella falta de
compenetración eran solo imaginaciones mías, pues en realidad había
sido yo, siempre, el que había tratado de alejarse de ellos para que
no se sintieran cohibidos en mi presencia. Aquel sábado me di cuenta
de que mis pensamientos y suposiciones habían sido una solemne
tontería, tal y como me había dicho mi amigo en muchas ocasiones y
que yo no había querido escuchar. Definitivamente nos lo pasábamos
bien los tres. Me propusieron ir al cine y acepté. Después, al
salir, nos quedamos en el centro de la ciudad a tapear algo y tomar
unas copas. Entre charlas y risas ya era tarde cuando por fin
regresamos a casa y, cansados, nos retiramos a nuestros dormitorios.
Pero yo no era capaz de dormirme. Aquella fue la primera noche, el
primer momento, la primera vez que fui consciente de las sensaciones
que provocaba en mí la novia de mi amigo, y, para mi desgracia, Gala
pasó a ocupar parte de mis pensamientos. Aquel día me había dado
cuenta de su atractivo No era la típica mujer rompedora, ni mucho
menos, todo lo contrario y precisamente debió de ser ese antagonismo
que representaba frente a todas las mujeres con las que yo había
tenido alguna relación esporádica, lo que me llamó la atención de
ella. Su timidez casi infantil, su forma de hablar pausada , su voz
suave, su risa, su manera de moverse, como si estuviera flotando por
el aire. Esa noche, tendido en mi cama, mientras a través del
tabique que separaba mi habitación de la de Manuel, me llegaban
apenas los ecos del amor que estallaba entre sus paredes, fui
consciente por primera vez de que me estaba enamorando de la mujer
más prohibida del mundo.
A la
mañana siguiente desperté tarde, puesto que apenas había podido
dormir unas horas, y el olor del café recién hecho hizo que mis
pasos se dirigieran a la cocina. Me detuve en el umbral de la puerta.
Gala estaba allí, de espaldas a mí, preparando el desayuno. Vestía
una camiseta de algodón blanca que apenas le cubría la mitad del
muslo, dejando al descubierto sus piernas firmes y no demasiado
delgadas. La fina tela de la camiseta dejaba transparentar sus
braguitas blancas y su espalda dorada. No llevaba sujetador y por un
instante imaginé que se daba la vuelta y que sus pechos pequeños se
me mostraban a través de la liviandad de la tela. Una erección
involuntaria amenazaba con alterar la tranquilidad de mi posición de
observador. Gala canturreaba una canción mientra preparaba unas
tostadas. Me hubiera gustado acercarme a ella y abrazarla, separarle
el pelo negro y ondulado y pasear mis labios por su nuca, mientras
mis manos surcaban con suavidad la suave curvatura de sus pechos.
Intenté apartar de mí aquellos pensamientos y me dirigí al baño a
darme una ducha en intentar aplacar un poco la calentura que sentía.
Mientras me enjabonaba rogaba a Dios, o a quién fuera, que aquello
que estaba sintiendo fuera algo momentáneo, pasajero, una ofuscación
de mis sentidos provocada por el trato repentino, por el conocimiento
inesperado de la otra persona. Gala era la novia de mi mejor amigo y
cuanto antes mi cabeza y mi corazón comprendieran semejante concepto
mucho mejor. Entre ella y yo no podía haber nada, absolutamente
nada.
Cuando
salí del baño volví a la cocina, donde Gala ya había servido el
café y había hecho las tostadas. No se había molestado en vestirse
con otra prenda de ropa y tal y como yo había imaginado la fina tela
de la camiseta trasparentaba sus pechos. Parecía no importarle. Le
di los buenos días aparentando una indiferencia que estaba muy lejos
de sentir y di las gracias al cielo de que en ese momento Manuel
hiciera acto de presencia y con su conversación insustancial
consiguiera ahuyentar mis demonios.
Pero,
contrariamente a mis deseos y a lo que en el fondo pensaba que iba a
ocurrir, mis admiración por Gala no menguó, más bien al revés. La
inocencia que irradiaba, esa ignorancia del deseo que despertaba en
mí, hicieron que poco a poco la novia de mi amigo se convirtiera en
la mujer que me hubiera gustado tener al lado. Por supuesto sabía
que era imposible, ni ella sentía nada por mí, ni yo jamás
traicionaría a mi amigo, así que no me quedó más remedio que
conformarme con verla cada día y hacerla musa de un sueño que nunca
llegaría a cumplirse. Era un tormento, lo confieso, no solo por ser
consciente de que nunca llegaría a tenerla, sino por el esfuerzo que
tenía que hacer por disimular mis sentimientos. A veces creía que
por mucho empeño que pusiera en ello, no podía evitar que los que
estaban a mi alrededor se dieran cuenta de que la amaba. Tal vez una
palabra, un gesto, una mirada que no debiera ser y fue, qué sé yo,
cualquier detalle absurdo e insignificante podía delatarme ante el
mundo y mostrarles la aberración de mis sentimientos.
Decidí
que lo mejor que podía hacer sería escapar de su compañía, pero
fue muy difícil. Aquel sábado en el que descubrimos que nos lo
pasábamos bien juntos, en el que ellos dos descubrieron que en
ocasiones, y solo en ocasiones, tres no son multitud, marcó el
inicio de mi amistad con Gala. Si hasta aquel día ella y yo apenas
cruzábamos unas simples palabras de cortesía, desde entonces la
confianza fue haciéndose cada vez más grande y fuerte, cosa que
sería estupenda y maravillosa si yo no sintiera lo que sentía.
Recuerdo
una tarde de finales de primavera en la que ella y yo salimos solos a
dar una vuelta por la ciudad. Estaba en fiestas y las calles eran un
hervidero de gente. Comenzaba la última semana de exámenes y mi
cabeza iba a estallar de un momento a otro. Decidí que tenía que
salir a dar una vuelta si no quería volverme loco y Gala quiso
acompañarme, mientras que Manuel, mucho más responsable, dijo que
no, que él no necesitaba explayarse y que prefería quedarse
estudiando. Así fue como su novia y yo pasamos por primera vez unas
horas juntos y solos. Tomamos unas cervezas sentados en una terraza y
después fuimos al recinto de la feria. Montamos en los coches de
choque y en la noria, divirtiéndonos como si fuéramos dos
chiquillos. Ya era noche cuando regresamos a casa, caminando entre el
bullicio, despacio, sin prisa, ella hablando sin parar, contándome
sus planes de futuro con Manuel; yo escuchando aquellas palabras que
me rompían el corazón sin que ella lo supiera. En algún momento
quise callar aquella boca con un beso, pero no me atreví.
Significaría el fin de una amistad que valía mucho más que un
beso, aunque estuviera cargado de todo el amor del mundo.
Pronto
llego de nuevo el verano y con él, perdí de vista a la feliz
pareja, lo cual me entristeció y alegró al cincuenta por ciento por
evidentes razones. Sin embargo, si pensé que aquellos meses me iban
a servir para apartar a Gala de mis pensamientos, no fue exactamente
así. Ciertamente durante el verano no me acordé demasiado de ella,
puesto que estaba entretenido con mis juergas y demás diversiones,
más cuando el curso comenzó de nuevo, el último ya para Manuel y
para mí, de nuevo aquella muchachita de apariencia frágil y tímida
volvió a ocupar buena parte de mis pensamientos. No me quedó más
remedio que mentalizarme de que, al menos de momento, tenía que
aprender a convivir con ellos
El curso pasó rápido y cuando nos dimos cuenta
habíamos terminado los estudios y nos tocaba enfrentarnos al mundo
laboral, un mundo que, afortunadamente, no se nos presentaba hostil,
puesto que ya mi padre nos tenía preparado un puesto para cada uno
en la empresa. Una delegación en La Coruña nos estaba esperando y
para allá fuimos y allí nos asentamos.
Al año siguiente, cuando Gala terminó su
carrera, ella y Manuel se casaron. Todavía recuerdo perfectamente la
borrachera que agarré aquel día, viendo como la mujer de mis sueños
se casaba con mi mejor amigo y se evaporaban mis esperanzas de
conseguirla, esperanzas que, por otra parte, siempre habían sido
escasas. Porque durante aquellos últimos años, no sólo no había
conseguido sacármela de la cabeza, sino que cada vez se había ido
fijando con más fuerza en mi mente y en mi corazón, hasta el punto
de empezar a comparar con ella a mis ligues ocasionales. Sin
embargo, y según pude comprobar más tarde, aquella boda me hizo más
bien que mal. Comencé a verla menos que antes, puesto que aunque
Manuel y yo seguíamos manteniendo nuestra amistad y trabajábamos
codo con codo, los tres nos reuníamos con mucha menos frecuencia.
Ellos tenían su vida y yo la mía, que volvió de nuevo a ser
ligeramente desordenada. Ganaba dinero y no tenía obligaciones
familiares, así me dedicaba a divertirme siempre que podía, aunque
con más moderación que en mis años de estudiante.
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