GALA
Conocer a Manuel y a Alfredo creo que fue el hecho más
circunstancial de mi existencia. Porque estudiar en Santiago lo fue
y seguramente si no lo hubiera hecho tampoco hubieran entrado ellos
en mi vida. Yo vivía en Ibiza con mis padres y mi abuela, bueno, más
bien con mi abuela, pues mis padres eran dos seres bohemios que se
ocupaban más de divagar sobre cuestiones políticas o artísticas
que no interesaban a casi nadie más que a la comuna de hippies con
los que se relacionaban, que de cuidar a su propia hija. Me visitaban
de vez en cuando, me daban dos besos y tres caricias y con las mismas
se volvían a sus quehaceres tan interesantes. No los eché demasiado
de menos, mi abuela era una persona cabal que cubría casi todas mis
necesidades, tanto afectivas como de cualquier otro tipo. Pero lo
cierto es que llegó un momento en que la forma de vida de mis padres
comenzó a molestarme. Yo era una chica tímida a la que no gustaban
las estridencias ni la vida casi al límite, así que mi propia
abuela, que aunque era mayor, no tenía un pelo de tonta y sabía de
mi congoja, me aconsejó que me fuera a estudiar lejos, que ella
tenía dinero suficiente para pagarme los estudios, incluso si quería
marchar al extranjero. No fue necesario. Cogí un mapa de España y
tiré un pequeño botón encima. Rebotó un par de veces y paró en
Santiago, podía haberlo hecho en Madrid o en Sevilla, pero lo hizo
en aquella ciudad de Galicia, para llevarme al lado de Alfredo y
Manuel.
Recuerdo perfectamente el día que les conocí, en el piso de un
amigo de un amigo de mi amiga Luisa, o algo así. Yo andaba por allí
completamente perdida. Por aquel entonces era bastante tímida y me
costaba un poco hacer amistades, pero también era consciente de que
tenía que salir a enfrentarme al mundo, si no a comerlo. Aquella
noche andaba por allí, cambiando impresiones con unos y con otros
cuando alguien me los presentó y nos hizo una foto, una tontería
como otra cualquiera.
No sé
qué me parecieron, una pareja extraña en todo caso. Parecía que
Alfredo llevaba la voz cantante y que el otro era como un títere que
hacía bailar a su antojo. Fuera de eso no me fijé en ninguna otra
cosa, no me cayeron ni bien ni mal, no hubo tiempo para reparar en
eso. Tampoco me parecieron guapos o feos, no era algo en lo que yo me
fijara en las personas, en su aspecto físico, que era más bien
secundario para mí. Además puede que no volviera a encontrarme con
ellos, o puede que sí, pero que no los reconociera. Entre la mente
un poco embotada por el alcohol y la cantidad de gente que entraba y
salía del piso no creía que fuera capaz de recordar ni siquiera a
la mitad de los que aquella noche me habían presentado.
Sin
embargo, y para mi sorpresa, apenas unos días más tarde me encontré
con uno de ellos a la salida de la facultad. Era el tímido, el que
yo creía títere, aunque pudiera ser que estuviera equivocada.
Estaba sentado en un banco de piedra de los que había en el patio de
la entrada. Parecía esperar a alguien. Cuando pasé a su lado me
saludó con una sonrisa y por primera vez me fijé en su cara. Era
agradable, sin llegar a ser muy guapo. Tal vez demasiado delgado, de
aspecto un poco desaliñado, el pelo un poco largo, una dentadura
blanca y perfecta, uno bonitos ojos color marrón claro, o eso
parecía en la distancia. Aquel primer día no le di más
importancia, pero cuando me lo empecé a encontrar con cierta
frecuencia comenzó a parecerme rara tanta coincidencia. Seguramente
no era coincidencia. Seguramente esperaría a algún compañero, o a
su novia. Puede que tal vez me esperara a mí, que se apostara allí,
soportando el frío de los ya húmedos atardeceres otoñales del
norte, simplemente para verme salir. Confieso que me gustó la idea y
me sentí un poco estúpida.
Una
tarde de noviembre al salir de clase, ya caída la noche sobre la
ciudad, comenzó a llover con fuerza. Por aquel entonces me fascinaba
la lluvia. Acostumbrada al clima seco y caluroso de las islas, en las
que el invierno era extremadamente suave y llovía más bien poco,
sentir las gotas de agua caer sobre mí, empapar mi pelo y mis ropas,
era algo que me hacía sentir inmensamente feliz. Por eso aquella
noche me dejé acariciar por el aguacero torrencial que caía sobre
Santiago. La calle estaba desierta, solo yo permanecía allí en
medio dejándome calar hasta los huesos. Entonces le vi. Manuel
estaba guarecido bajo los soportales y me miraba con los ojos muy
abiertos, como si estuviera viendo un extraterrestre. Me sentí un
poco estúpida. Seguramente él pensaría que lo era, y para salir de
la situación le sonreí y me encogí de hombros. Él correspondió a
mi sonrisa y luego yo me fui.
Mientras caminaba hacia mi casa pensaba en él y en lo ridícula de
la situación, pero no pude evitar sonreír de nuevo. Estaba segura
de que yo le gustaba, si no, a qué tantos encuentros casuales, que
no eran tan casuales. Y a mí también me gustaba. Nunca había
sentido aquellas sensaciones nuevas y extrañas que recorrían mi
cuerpo como el oleaje de un mar embravecido cuando estaba cerca de
él. El problema era que yo era demasiado tímida para iniciar un
acercamiento y me daba la impresión de que a él le ocurría lo
mismo.
Claro
que con lo que no contaba era con que aquel amigo suyo hiciera de
celestino. La tarde en que de nuevo con apariencia casual, me
encontré con ellos dos, me dio la impresión de que Alfredo iba a
ayudarle a dar un paso más. Me invitó a un café con aire un poco
descarado, al fin y al cabo, a él solo le había visto una vez, en
aquella fiesta, y acepté porque estaba Manuel, si no no lo hubiera
hecho. Cuando estando en la cafetería se inventó la excusa de una
cita con no sé quién para largarse de allí, supe que lo que quería
era dejarnos solos. Y me pareció una idea estupenda, aunque al
principio, cuando Alfredo se fue y dejó de llevar la batuta de la
conversación, Manuel y yo nos quedamos mirando el uno al otro con
cara de bobos, sin saber qué decirnos ni qué hacer, llevando a los
labios las tazas de café con demasiado frecuencia, como queriendo
rellenar los silencios. Finalmente fui yo la que rompió el hielo.
-Te
veo muchas veces esperando en los banco de mi facultad. ¿Tienes
algún amigo que estudie allí? – me atreví a preguntarle, a
sabiendas de que lo estaba poniendo en un compromiso. Si me decía la
verdad tendría que declararse.
-Sí –
contestó un poco azorado – tengo un amigo que estudia tercero de
filología románica y a veces vengo a buscarlo para tomar un café y
dar una vuelta.
Debo
decir que jamás conocí a ese amigo. Con el tiempo llegaría a
confesarme que no existía, que se lo había inventado para no dar
las verdaderas razones.
La
conversación fue haciéndose más fluida. Me invitó a cenar y al
despedirnos me propuso vernos de nuevo al sábado siguiente. Le dije
que sí y así comenzamos a salir y nos hicimos novios. Recuerdo las
primeras semanas, creo que incluso los primeros meses de noviazgo,
como una época feliz, nueva, exultante, una época preñada de
sensaciones y momentos por descubrir. Ni Manuel ni yo teníamos
experiencia en el amor, los pasos que íbamos dando en nuestra
relación eran lentos y a veces torpes. Ni siquiera sabíamos besar.
Nos limitábamos a juntar nuestros labios sin más. A mí solo me
había besado Juan Pedro, el nieto de Stela, una mujer inglesa que
vivía en Mallorca cerca de casa de mi abuela y que se dedicaba a
hacer bisutería y venderla a los turistas. Mi abuela y ella
mantenían cierta amistad y Stela venía a visitarla muchas veces,
trayendo consigo a su nieto. Jugamos juntos desde niños y una vez,
apenas cumplidos los quince años, se atrevió besarme un anochecer
en la playa. Le propiné un buen sopapo, aunque en seguida me
arrepentí. Era un buen chico y seguramente hubiera sido un buen
novio. Pero a mí no me gustaba y en realidad yo a él tampoco, pues
como me confesaría tiempo después sólo me había besado para saber
lo que se sentía. Y ni él ni yo habíamos sentido gran cosa.
Los
besos de Manuel, al principio, me recordaban al de Juan Pedro. Eran
un roce de labios simple e insulso que no me sacudían los sentidos,
no me hacían temblar y yo siempre había pensado que el amor
verdadero tenía que hacerte temblar por dentro y por fuera. Hubieron
de pasar unos meses para que efectivamente se vieran cumplidos mis
anhelos. Primero fue su lengua dentro de mi boca, después sus manos
acariciando mi cuello con timidez, mis pechos, mi vientre. Hicimos el
amor por primera vez en los albores del verano, cuando llegaban las
vacaciones y tanto uno como otro tenía que regresar a sus
respectivos domicilios hasta que el curso se reanudara. No fue una
noche memorable, no fue un momento inolvidable, esos llegarían
después, con la experiencia. Aquella noche fue el despertar al sexo
de dos ingenuos, de dos inocentes que deseaban sentir sin llegar a
conseguirlo del todo.
Me
fui a Ibiza con la tristeza en la maleta. No me apetecía separarme
de Manuel, pero no había más remedio. Mi abuela no me permitía
quedarme en Santigo durante el verano. Además Manuel también se
marchaba a su pueblo. Nos prometimos escribirnos todo los días y
contarnos todos y cada uno de los minutos que íbamos a pasar
separados, así, seguramente, el verano se haría mucho más corto y
pronto volveríamos a estar juntos. Comencé a escribir la primera
carta cuando pisé mi casa recién llegada del aeropuerto, cuando
apenas tenía nada más que contarle a Manuel que las escasas
turbulencias que había experimentado al avión durante el trayecto.
A los cuatro o cinco días comenzó el intercambio epistolar
prometido. Yo le hablaba de los turistas, de las comunas de hippies
que todavía había en la isla, de lo delgada que estaba mi madre y
de que la señora Stela, la inglesa, tenía artrosis en las manos y
ya no podía hacer sus joyas. Él me hablaba de los campos de su
aldea, de los trabajos de sus padres con los animales, de la siembra
y la recogida de cereales, del amor que sentía por mí y lo mucho
que me echaba de menos.
Un día
su carta no llegó. Pensé que era un simple retraso. El correo en
las islas no siempre funcionaba como debía. Pero cuando al día
siguiente tampoco apareció el cartero, ni al otro, ni al otro más,
comencé a preocuparme. Manuel no era de los que faltaban a su
palabra. Tal vez le hubiera pasado algo, algún accidente; o quizá
ya no me quería porque se había enamorado de otra muchacha en el
pueblo. Lloraba por las esquinas y me pasaba las noches sin dormir.
Mi abuela me decía que no fuera tonta, que hombres en el mundo había
a cientos y que a mí no me sería difícil encontrar otro, pero a mí
no me importaban los hombres del mundo, a mí me importaba Manuel.
Una
mañana temprano la abuela se acercó a mi cuarto y aporreó la
puerta con fuerza.
-Gala,
levántate, hay algo que tienes que hacer con urgencia – me dijo.
-No he
dormido bien, déjame un poco más – rogué.
-Que te
levantes, he dicho. Si tanto sueño tienes ya dormirás la siesta por
la tarde.
Alguna
razón de peso tenía que ser para que mi abuela insistiera tanto,
así que me levanté a regañadientes y bajé a la cocina. Allí
estaba él, Manuel, que no había podido esperar a septiembre para
volver a verme, al que las cartas le habían parecido poco. Manuel...
el hombre que me amaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario