GALA
Aquel
día no fue diferente a cualquier día de semana, salvo por aquella
sensación extraña que me acompañó durante toda la jornada y que
finalmente acabó confirmando que algo inesperado estaba a punto de
ocurrir. Me levanté temprano y desperté a mi hija. Julia era muy
dormilona y todas las mañanas se le pegaban las sábanas, así que
debía llamarla media hora antes de lo que sería normal si se
levantara enseguida. A veces incluso tenía que acabar por sacarle de
encima la ropa de cama. Sobre todo los lunes. Y era lunes, así que
la obligación de madrugar se convirtió en algo más tedioso de lo
que normalmente era. Protestó mucho más de la cuenta. Además, y
para colmo de males, los lunes yo entraba más tarde y no podía
llevarla al instituto, así que tenía que ir en el bus, con lo cual
había que levantarse un poquito antes de lo habitual. Pero
finalmente, después de una ardua lucha, Julia salió por la puerta
de casa rumbo a sus quehaceres escolares. Mi hija y yo íbamos al
mismo instituto, ella como alumna, yo como profesora de lengua y
literatura.
Me
quedaban por delante dos horas antes de entrar a trabajar, así que
cuando Julia se fue me puse a recoger el altillo de mi armario, tarea
que iba retrasando sin más justificación que la desgana que me
provocaba hacerlo. Saqué todo lo que había dentro y lo tiré encima
de la cama. Luego me puse a clasificar lo que iba a seguir guardado y
lo que iría a parar al cubo de la basura. Entonces apareció aquella
foto. Yo con veinticinco años menos, en medio de los dos, sonrientes
y felices, sin que nada presagiara la negrura en la que se
convertiría nuestra vida. Pasé la yema de mis dedos por la
superficie amarilleada y agrietada del papel. Recordaba perfectamente
el momento que se reflejaba en él. Acabábamos de conocernos en una
fiesta de aquellas que la gente organizaba cuando comenzaba el curso,
para celebrar algo tan absurdo como el inicio del año escolar o el
estreno de un nuevo piso. Alguien me los acababa de presentar y
alguien plasmó el momento con su cámara. Nadie, ni ellos ni yo,
sabía ni lo importante que llegaríamos a ser los unos para los
otros, ni el daño que llegaríamos a hacernos.
Guardé la foto en la caja de la que la había sacado mientras me
secaba una lágrima traicionera que se empeñaba en resbalar por mi
mejilla a pesar de mis intentos por retenerla en mis ojos. A lo largo
de todos aquellos años me había preguntado una y otra vez por qué
nuestros destinos se habían cruzado para conseguir hacernos tan
desgraciados. Qué fuerza desconocida e indestructible me había
empujado a su lado, al de los dos. Nunca encontré respuesta. Había
ido a estudiar a aquella Universidad como podía haber ido a
cualquier otra, pero allí estaban Manuel y Alfredo, Alfredo y Manuel
y allí, de la mano de los tres, comenzó a fraguarse la tragedia.
Sin
embargo, transcurridos los primeros años, cuando todo fue cayendo en
el olvido, mi vida se asentó en la agradable rutina en la que
afortunadamente todavía continuaba. Salir de la ciudad y asentarme
en un pueblo pequeño y tranquilo me había hecho bien y había
conseguido que olvidara lo ocurrido, puede que no del todo, pero sí
lo suficiente como para resignarme ante lo inevitable, ante lo que no
tenía ya remedio hiciéramos lo que hiciéramos.
Mientras
continuaba con mi labor de limpieza y clasificación de objetos
mayormente inservibles, me pregunté si él se habría enterado
alguna vez de lo que realmente ocurrió, al menos de la extraña
muerte de Manuel. No recuerdo quién me dijo, meses después de su
marcha, que había pedido a su padre que no le contara nada, que no
le diera ninguna información sobre cómo seguía la vida que había
dejado a este lado del mundo. Bonita forma de zafarse de los
problemas que había sembrado con su actitud. Al principio me dolió,
después supe que era lo mejor, que él se olvidara de nosotros y
nosotros de él, pero aún así me parecía poco menos que imposible
que no llegara a sus oídos ni un ápice de información sobre las
vidas que él había colaborado a casi tirar por la borda. Para ser
justos debo decir que los tres tuvimos nuestra parte de culpa.
Cuando
terminé de hacer limpieza ya casi era hora de marchar a trabajar. Me
di una ducha rápida y salí para el instituto. El curso había
entrado en su recta final y era tiempo de exámenes y de
evaluaciones. Precisamente aquel día tenía examen con los de
segundo de bachiller, antesala de la prueba de acceso a la
Universidad.
En la
sala de profesores solamente estaba Ricardo. Ricardo era profesor de
matemáticas y jefe de estudios. Ambos habíamos llegado al Instituto
a la vez y allí nos habíamos quedado. Habíamos congeniado desde el
principio y con los años la amistad y complicidad fue creciendo y
dando paso a algo más fuerte que no era amor, pero casi, al menos
por mi parte, por la de él, sobraba el casi. Si por él fuera nos
habríamos casado hacía años, aunque ni siquiera éramos novios,
por mi santa y exclusiva voluntad. Tenía miedo, no sé si al
compromiso, si a no poder confiar plenamente no solo en mi pareja,
sino también en mí misma. Ricardo era un bendito y soportaba
estoicamente mis manías, mis excusas, mis solapados desplantes.
Cuando se me declaraba, le daba largas. Él callaba y bajaba la
mirada. Andaba triste y cabizbajo hasta el día siguiente, en el que
ya parecía haber olvidado lo ocurrido. Y así un año tras otro y ya
iban unos cuantos. En el fondo yo creía que aquellas alturas, a
pesar de insistir de vez en cuando en que casarse o por lo menos
irnos a vivir juntos, no estaría nada mal, ya tenía asumidas mis
negativas y, en el improbable caso de que yo un día me decidiera a
darle el sí, significaría toda una sorpresa.
La
mañana en cuestión se dirigió a mí nada más verme y depositó un
ligero beso en mi mejilla. Normalmente los fines de semana nos
divertíamos juntos, pero aquél, él había ido a visitar a su
familia a Madrid.
-¿Cómo
estás? – me preguntó regalándome su mejor sonrisa – ¿Me has
echado mucho de menos?
-Terriblemente – le respondí, mintiendo solo a medias.
Ricardo era un hombre que, sin ser excesivamente guapo, poseía un
enorme atractivo concentrado en la mirada y la sonrisa más
seductoras que yo había visto en mi vida. Era alto, de tez morena y
ojos oscuros, la nariz ligeramente aguileña... tenía éxito entre
las mujeres. Lástima que él se sintiera atraído por la mujer
equivocada, por alguien como yo que no era capaz de corresponderle
como se merecía no sabía muy bien por qué. Mi amiga Cristina me
decía que Alfredo había dejado demasiada huella en mí y que por
eso no era capaz de sentir nada por ningún otro hombre. Yo pensaba
que en parte tenía razón, pero solo en parte. Alfredo había dejado
huella en mí, sí, pero no una marca de buenos recuerdos, sino una
señal de desconfianza que me acompañaba y que hacía que viera
parte de él en cada hombre que se acercaba a mí.
-¿Qué
has hecho estos días sin mí? – preguntó de nuevo.
-El
sábado me fui al cine con Julia y ayer me pasé la tarde leyendo y
escuchando música – le respondí mientras me sentaba a su lado.
-¿Y
por las noches?
-Eso ha
sido lo peor – bromeé – no sé cómo fui capaz de soportar tu
ausencia.
-Para
compensarte esta noche te invito a cenar ¿qué te parece?
-Te lo
agradezco mucho, pero te recuerdo que mañana es día lectivo y
además a mí me empiezan las evaluaciones de los de segundo, que
tienen el acceso a la Universidad a la vuelta de la esquina.
-Oh,
venga. Haré la cena en mi casa y no será necesario que
trasnochemos. Al fin y al cabo en tu casa también cenas ¿no? Puedes
traer a Julia, seguro que le gustará.
Le miré
durante unos segundos y leí la súplica en sus ojos. Sonreí.
Parecía un niño pequeño rogando por cualquier capricho.
-Está
bien, iré, pero solo si me preparas esa lasaña de atún que te sale
tan buena. Y no me quedaré hasta tarde ¿de acuerdo?
-De
acuerdo.
-Ah, y
Julia no irá. Tiene exámenes. Además... no me apetece que vaya.
Le dije
aquella última frase al oído, con el tono más sugestivo que pude,
para que comprendiera que aunque no fuéramos a trasnochar,
tendríamos que dedicar un ratito, por pequeño que fuera, a aquellos
divertidos e interesantes juegos que ambos sabíamos. Me miró
sonriendo divertido y me guiñó un ojo. En ese preciso instante
pensé que yo era muy estúpida, que muchas mujeres darían lo que
fuera por estar en mi lugar y poder gozar de las atenciones de aquel
hombre. Tal pensamiento me duró dos segundos, el tiempo que tardó
mi subconsciente más sesudo y cuerdo en actuar para neutralizar mis
locuras.
El
resto del día transcurrió sin novedades. Por la tarde, mientras
Julia se quedaba en casa estudiando para el examen de historia del
arte que tenía al día siguiente, yo acudí a un centro comercial a
hacer la compra semanal. Al salir me encontré a unas compañeras de
la clase de pilates a la que había acudido el año pasado y me
entretuve con ellas tomando un café. Cuando llegué a casa eran más
de las siete y había quedado con Ricardo a las nueve. Guardé la
compra y cuando me disponía a arreglarme, se me dio por echarle una
ojeada al móvil y vi que tenía cinco llamadas perdidas de mi amiga
Cristina. Me alarmé un poco. Primero, porque casi siempre nos
comunicábamos por mensajería instantánea, y lo segundo porque
había insistido demasiado. Además me di cuenta de que tenía un
mensaje que me apremiaba a que la llamara en cuanto pudiera. No perdí
un segundo y así hice.
-¿Qué
ocurre? – le pregunté en cuando descolgó, sin ni siquiera
saludar.
-Tranquila – dijo – no te preocupes no es nada grave.
-Vaya,
cualquiera lo diría – repuse.
-Lo
siento, a lo mejor me pasé un poco, pero quería que lo supieses lo
más pronto posible.
-¿Lo
qué?
Se
produjo un silencio al otro lado de la línea, como si Cristina
estuviera buscando las palabras adecuadas para darme la noticia.
-Hay...
creo que en la ciudad hay alguien que quiere verte – dijo por fin.
-¿A mí?
¿Quién? – pregunté con curiosidad, mientras mi cerebro trabajaba
a mil por hora intentando averiguar.
-Alguien que se fue de aquí hace muchos años.
La
misma extraña sensación que había sentido aquella mañana al
levantarme y que ya casi se me había olvidado, volvió a sacudirme
las entrañas. Inmediatamente pensé en Alfredo, en quién si no,
pero con la misma rapidez me negué a mí misma esa posibilidad.
-No sé,
Cris – le dije – ya sabes lo poco que me gustan los acertijos.
¿Quién es?
-Él...
Alfredo.
A pesar
de mi primera sospecha, escuchar el nombre de boca de Cristina me
aceleró el corazón y me puso nerviosa.
-Y...
¿por qué sabes que quiere verme? ¿Has hablado con él? –
pregunté estúpidamente.
-Sí. Él
recordaba dónde trabajo y... vino por aquí.
De
pronto pensé en lo absurdo que era todo aquello, la situación, la
conversación. Habían pasado más de quince años y ahora se
presentaba queriendo verme. ¿Para qué? ¿Para recordar tiempos
pasados? ¿Para pedirme perdón por haberme jodido la vida? ¿O para
pedirme unas cuentas que yo no tenía por qué darle?
-Pues
no me importa nada que esté aquí. Y si te va a ver de nuevo dile
que no quiero saber nada de él. Y no me vuelvas a llamar por
tonterías como esta.
Colgué
el teléfono sin despedirme, como si mi amiga tuviera culpa de las
estupideces de un hombre que se empeñaba en regresar del pasado sin
ningún sentido. Si se pensaba que me iba a joder la vida de nuevo,
que se fuera olvidando. Esta vez no me iba a dejar. Ya no era la
estúpida inocente de años atrás.
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