ALFREDO
Mi amistad con
Manuel había sido única y hasta el momento irrepetible.
Le conocí durante su primer curso de Universidad, a finales
de los ochenta, y a pesar de ser absolutamente distintos y
proceder de mundos totalmente diferentes, enseguida nos hicimos
buenos amigos. Manuel era un muchacho tímido y responsable, que se
dedicaba en cuerpo y alma a lo que tenía que dedicarse: estudiar,
mientras que yo era un bala perdida que gustaba de ir de juerga en
juerga y para el que los libros eran unos objetos ideales para
decorar estanterías. Estudiaba, o mejor dicho, estaba matriculado en
la Universidad porque mis padres me obligaban y porque el
ambiente estudiantil de Santiago me gustaba más que cualquier otra
cosa. No me perdía ni un jueves de fiesta y donde se
organizaba un sarao, allí estaba yo.
Yo
procedía de una familia pudiente. Mis padres tenían un negocio
próspero, una bodega donde se fabricaba el mejor Albariño de
Galicia, así que a mí no me faltaba el dinero y por ende, me
sobraba tiempo para terminar una carrera que se me hacía tediosa y
por la que no tenía mucho interés (Empresariales) pero que mi padre
consideraba conveniente para, en el futuro, hacerme cargo de su
emporio. Accedí a estudiarla porque mi espíritu rebelde me decía
que podía ser esa o cualquier otra, total, ninguna me
resultaba atractiva.
Por el contrario Manuel había nacido en el seno
de una familia humilde y trabajadora procedente de un pueblo de
Orense, cuya mayor ilusión era tener un hijo universitario. Lo
habían conseguido a base de mucho esfuerzo y más tesón, y el
muchacho no quería defraudar ni a su familia, ni a sí mismo.
Estudiaba lo que le gustaba, lo que libremente había elegido, y lo
hacía con verdadera pasión.
Cuando nos conocimos él acababa de empezar el
primer curso y yo estaba en tercero, bueno, en realidad todavía me
quedaban algunas asignaturas de segundo y una de primero. Esta última
se me había a atragantado de mala manera y a pesar de mi escaso
interés, decidí ir a clase y aprobarla de una vez por todas aquel
año, más por vergüenza que por otra cosa. Fue así que cuatro días
a la semana durante una hora, Manuel y yo compartíamos aula y
clase. Por casualidad, el primer día nos sentamos juntos y
debimos de caernos bien porque repetimos al siguiente, y al otro y
todos los demás.
Así,
poco a poco, fuimos forjando una amistad no por singular menos
fuerte. Ambos descubrimos que lo que le faltaba a uno lo tenía el
otro y que unidos podíamos conseguir grandes logros. Yo animé el
espíritu triste y apocado de Manuel; él, por su parte, consiguió
insuflarme un poco de responsabilidad, que buena falta me hacía. El
tándem que surgió entre ambos fue tan bueno que aquel año conseguí
aprobar la asignatura de primero gracias a su ayuda, y otra de
segundo. Le quedé tan agradecido por la ayuda prestada que aquel
verano decidí llevarlo a casa y presentárselo a mis padres.
Como no
podía ser de otra manera Manuel les cayó en gracia, sobre todo a mi
padre, que durante aquella semana en la que mi amigo nos hizo
compañía mantuvo con él profundas conversaciones sobre la
producción vinícola y demás entresijos del negocio. Manuel
escuchaba con interés, con el mismo interés que yo jamás había
sentido, y cuando finalmente el muchacho regresó a su casa mi padre
me echó un discurso sobre los estudios, la responsabilidad y el
futuro, poniendo de ejemplo a aquél que tan buena impresión le
había causado.
-Me
gusta que te hayas echado a ese chico como amigo. Es un gran
muchacho. Alfredo, si consigues terminar la carrera con él, os daré
trabajo a los dos en la bodega. Pero tienes que esforzarte y ser un
poco responsable.
Le
prometí a mi padre que así sería. Ya era hora de ir sentando la
cabeza. Tendría que esforzarme, pero estaba dispuesto a ello.
Simplemente debería dedicar unas cuantas más horas al estudio,
acudir a clase regularmente y dosificar un poco mis salidas
nocturnas. No voy a decir que me resultara fácil, pero puse todo mi
empeño y al curso siguiente conseguí aprobar todas las asignaturas
pendientes de segundo, de modo que Manuel y yo comenzamos el tercer
curso a la par, dispuestos a terminar la carrera al unísono y
comenzar a trabajar ambos en la empresa de mi padre.
Fue
precisamente durante ese año cuando conocimos a Gala. Ocurrió
recién llegados a Santiago, a principios de curso, en una de
aquellas fiestas que alguien daba para inaugurar su piso. No recuerdo
quién nos la presentó, de todos modos yo ya me había fijado en
ella nada más entrar. Charlaba con otras chicas en una esquina de
aquel salón medio vacío en impersonal, sujetando entre sus manos un
vaso que de vez en cuando llevaba a su boca. Llevaba puesto un
vestido de corte hippie, largo hasta los pies, que dejaba al
descubierto sus brazos bronceados. Sonreía y de vez en cuando
asentía a las palabras de sus amigas, aunque ella apenas parecía
hablar.
Nos
mezclamos en medio del gentío, nos paramos con unos y con otros,
calculando el tiempo que faltaba para que los vecinos de turno,
incomodados por el ruido, avisaran a la policía y acudieran a
desalojarnos, como casi siempre ocurría. Pero aquella noche no
ocurrió. A decir verdad, aunque éramos muchos, no hacíamos
demasiado jaleo. No sé en qué momento de la noche nos presentaron a
Gala. Tampoco recuerdo quién ni por qué. Solo sé que de pronto nos
vimos frente a ella y otras chicas más y que alguien decía nuestros
nombres. Intercambiamos los besos de rigor y una de las chicas que
estaba con ella, cámara en mano, nos hizo una foto a los tres. Gala
en medio de Manuel y de mí, foto que yo nunca llegué a ver.
Aquella
noche no hablamos demasiado. Supimos sobre ella que estaba en primero
de Filología Hispánica y poco más. Pero ambos nos fijamos en ella.
Gala era como un pastelito de merengue, dulce y suave. No era
excesivamente guapa, pero en su rostro resaltaban unos enormes ojos
negros de pestañas larguísimas, unos ojos profundos y llenos de
inocencia. Parecía tímida y reservada. Realmente no era una
muchacha que destacara especialmente más que por una envolvente
dulzura que parecía emanar de su interior y a pesar de que apenas
cruzamos unas palabras con ella, yo me di perfecta cuenta de que
Manuel no dejaba de mirarla, no se perdía ni un detalle de sus
movimientos, de sus gestos. De vuelta a casa la nombró un par de
veces casi sin venir a cuento. Le pregunté si le gustaba y me lo
negó, pero yo ya lo conocía lo suficiente como para saber que no me
estaba diciendo toda la verdad. Se me hacía evidente que se sentía
atraído por la muchacha. Nunca le había conocido novia alguna,
jamás traía chicas a casa, es más, estaba completamente seguro de
que nunca había tenido relaciones íntimas con ninguna mujer.
-¿Te
gusta a ti? – me preguntó.
¿A mí?
Difícil pregunta. Me parecía atractiva. Poseía un halo indefinible
que me había hecho fijarme en su persona, pero de ahí a gustarme...
Al contrario que Manuel, al que no le había conocido conquista
alguna, yo era un picaflor, me gustaba estar hoy con una, mañana con
otra, sin más compromisos, así que estaba dispuesto a dejarle el
camino libre a Manuel, si es que estaba dispuesto a intentar la
conquista.
-No – le
respondí finalmente – Creo que es una tía atractiva, pero no
tengo el menor interés en ella.
Pareció
satisfecho con mi respuesta y el tema de conversación murió en ese
punto.
Días más
tarde, cuando regresaba a casa de no sé dónde, al pasar por delante
de la Facultad de Filología, vi a Manuel sentado en uno de los
bancos de piedra que había a la entrada de la misma. Mi primera
reacción fue ir hacia él, pero después me lo pensé mejor y, medio
oculto entre unos árboles, decidí observarle un rato para comprobar
que estaba haciendo allí. Tal vez estuviera esperando a Gala. Aunque
no me había dicho que tuvieran relación alguna, si bien Manuel era
bastante reservado para algunas de sus cosas. Sin embargo al poco
rato llegó un compañero común, al que parecía estar esperando y
juntos marcharon con rumbo desconocido.
Hasta
que finalmente un día, apenas un mes después de conocer a Gala, me
confesó que no sólo le gustaba, sino que estaba enamorado de ella.
No pude menos que soltar una carcajada.
-Pero si sólo la has visto aquella noche y apenas
has cruzado dos palabras con ella. No te confundas chaval, eso no es
amor, eso es “encoñamiento”.
-Que va, te equivocas. La veo todos los días.
Cuando salgo a correr por las tardes paso por la Facultad de
Filología, me siento en uno de los bancos de piedra de la entrada y
allí espero pacientemente hasta que la veo salir. Pasa por mi lado y
me saluda con una sonrisa.
Me parecía estar escuchando a un chico de quince
años, a un adolescente saboreando por vez primera las mieles del
amor. Manuel no tenía quince años, pero sí conocía el amor por
vez primera. Me alegró verlo tan ilusionado, y le animé para que
diera un paso más e intentara conquistarla. Me miró con cara de
circunstancias y yo no pude evitar soltar una carcajada. De forma
silenciosamente sutil me estaba pidiendo ayuda.
-Por
supuesto – le dije – cuenta conmigo.
Una tarde
nos hicimos los encontradizos con ella por la calle, cerca de su
facultad. Yo no la había vuelto a ver desde el día en que nos
habían presentado y la saludé de manera efusiva, quizá un poco
artificial, puesto que al principio pareció ligeramente sorprendida,
aunque con mi labia de chico experimentado en ligar enseguida
conseguí espantar sus recelos. La invitamos a un café y aceptó, yo
creo que porque estaba Manuel, pues antes de aceptar le miró unos
segundos interrogante. Creo que no se fiaba de mí. Cuando estábamos
en pleno café, hablando de no sé qué, me inventé una cita
olvidada y me largué dejándolos solos.
Aquel
día Manuel regresó a casa entrada la noche. Venía exultante. Me
contó que habían hablado de mil cosas, que la había invitado a
cenar y que se habían ido descubriendo el uno al otro. Se habían
caído tan bien que habían quedado en salir al sábado siguiente. El
caso es que en menos de un mes se habían hecho novios y Gala comenzó
a venir por casa con bastante frecuencia. Yo, por una lado, me
alegraba de ver a mi amigo tan feliz, mas por otro, sentía una
mezcla de envidia y pena, envidia porque se les veía muy felices y
comencé a pensar que tener una pareja estable no debía ser tan malo
como yo creía, y pena porque, evidentemente, la relación de
perfecta camaradería que se había consolidado entre mi amigo y yo
se vería resentida. Tenía novia y muchos de los momentos que antes
compartíamos juntos ahora los compartiría con otra persona, mucho
más agradable a sus ojos y a su corazón que yo. No obstante en esto
último me equivoqué. Es justo reconocer que no me hicieron de lado
en absoluto y que me incluyeron en casi todos sus planes y
correrías, aunque a veces yo mismo era el que prefería dejarlos
solos para que disfrutaran de sus momentos de intimidad. A lo mejor
era el momento idóneo para que yo también buscara a alguien a quien
querer.
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