ALFREDO.
La noche iba
extendiendo su suave manto tras el atardecer dorado de Manhattan.
Las luces comenzaban a encenderse y a llenar con su suave fulgor las
calles atestadas de gente y de coches. Hacía más de diez años que
vivía en aquel rincón del mundo y siempre había sido así. Las
calles de Nueva York eran un continuo y eterno bullicio sin descanso.
Me levanté y me
acerqué al amplio ventanal desde donde gozaba de una vista
privilegiada. La bahía y el puente se mostraban ante mí en toda su
plenitud, como si de una postal se tratara. El mar en calma y las
edificaciones majestuosas que se levantaban hacia el cielo casi
desafiantes. Una vez más mi mente se revolucionó con los recuerdos
de mi tierra natal, aquella Galicia que había dejado atrás no
precisamente por voluntad propia y a la que jamás había regresado.
Allí también había un mar, un mar que lamía la tierra y se colaba
en su interior formando extraños recovecos, un capricho de la
naturaleza que regalaba al mundo paisajes incomparables. La bahía
que se extendía ante mis ojos era muy hermosa, pero nada tenía que
ver con las rías gallegas.
Volví sobre mis
pasos y me senté de nuevo detrás de la mesa de mi despacho. En un
gesto mecánico me quité la corbata y me desabroché el botón
superior de la camisa. Hacía calor y no tenía ganas de regresar a
casa. Aquel había sido uno de esos días en los que la melancolía
se adueñaba de mí sin lógica alguna. La morriña, ese sentimiento
típico e inexplicable de los gallegos que estamos lejos de la
tierra, que de pronto aparece sin avisar, avivando la tristeza.
La puerta de mi
despacho se abrió y el rostro de Ruby, mi secretaria, se asomó
regalándome la mejor de sus sonrisas.
-Si no mandas nada
más me marcho a casa – dijo con su dulce acento mejicano –. Y tú
deberías de hacer lo mismo, son casi las nueve Alfredo, y hoy ha
sido un día muy intenso.
Sí, había sido un
día especialmente intenso, incluso agotador. Reuniones y reuniones
con empresarios para abrir nuevas líneas de distribución del mejor
Albariño de mundo. Al final habíamos conseguido cerrar el negocio,
pero mi mente estaba agotada, y encima preñada de una nostalgia
inexplicable.
-Puede que tengas
razón – respondí a mi secretaria – pero no tengo ganas de irme
a casa. ¿Te apetece cenar conmigo? Algo sencillo, no hace falta ir a
un restaurante de lujo.
Ruby suspiró e
hizo un elocuente gesto con los ojos. Yo sabía que aunque no tuviera
demasiadas ganas, no iba a rechazar mi invitación, desde hacía
tiempo se había convertido en mi paño de lágrimas.
-Esta bien – me
dijo – pero el sitio lo elijo yo ¿vale?
-Faltaría más.
Dame diez minutos para enviar unos correos urgentes y nos vamos.
Mi secretaria se
retiró y yo me dispuse a liquidar las últimas tareas de la jornada.
Mientras tecleaba en mi portátil, pensaba en Ruby y en lo mucho que
la necesitaba en mi vida, a pesar de que nuestra historia jamás
llegaría más lejos de lo que ya había llegado.
La había conocido
nada más llegar a Nueva York, recién abierta la delegación de la
empresa. Me impresionó su desparpajo y su buen hacer y desde el
principio la quise a mi lado. La nombré mi secretaria personal a
pesar de las envidias de muchas que se creían con más derecho a
ocupar el puesto, y el tiempo me había dado la razón.
Poco a poco la
relación laboral fue dando paso a algo más personal que ambos
intentábamos solapar de las más diversas y absurdas maneras. Era
como si los dos supiéramos que había algo más pero ninguno se
atreviera a destapar unos sentimientos que en realidad no eran tales.
Ni ella estaba enamorada de mí, ni yo de ella. Tenía, todavía
tengo, demasiado lastimado el corazón y el alma como para buscar
compromisos. Era algo diferente al amor, me atrevería a decir
incluso que era algo que iba más allá del amor. Una complicidad
suprema, una perfecta comunión de almas que me hacía sentir que
aquella mujer era el complemento perfecto de mi persona.
No recuerdo cuando
nos acostamos juntos por primera vez. Sólo sé que tras aquella vez
hubo otras muchas, que ninguno jamás pidió algo más que aquellos
escarceos pasionales y que, pasados los años, aunque nuestros
encuentros amorosos se hicieron cada vez menos frecuentes por
decisión personal de ella, todavía sentíamos la necesidad de estar
juntos, de hablarnos, de hacernos partícipes de nuestras vidas. Como
aquella noche.
Cerré el
portátil, tomé mi chaqueta de encima del respaldo de la silla y fui
al encuentro con Ruby, que me esperaba en su propia oficina poniendo
en orden una mesa que no necesitaba ponerse en orden. Juntos salimos
a la calidez de la noche neoyorkina.
-Han abierto un
italiano nuevo aquí cerca ¿No te apetecen unos espaguetti a la
boloñesa?
Me apetecían, así
que fuimos al italiano, regentado por una auténtica mamma que
parecía salida de la genuina ciudad de Nápoles.
Una vez sentados a
la mesa y con nuestros humeantes spaguetti esperando para hincarles
el diente, conversamos sobre el éxito de la operación llevada a
cabo, hasta que Ruby, luego de tomar un sorbo de vino, quiso llevar
la conversación por otros derroteros.
-Y bueno, después
de celebrar el magnífico negocio que hemos conseguido.... ¿me vas a
contar qué te pasa? Sé perfectamente que no me has invitado a cenar
sólo para comentar tu triunfo.
Sonreí ante la
perspicacia de mi amiga, pero no dije nada, simplemente envolví unos
cuantos espeguetti en el tenedor y me los llevé a la boca. La
conexión entre Ruby y yo era tal que tampoco fue necesario que
contestara a su pregunta. Ella conocía perfectamente la respuesta.
-A lo mejor es hora
de que regreses ¿no crees? Quince años es... mucho tiempo,
demasiado tiempo sin saber cosas, sin encontrar respuestas.
-Es que.... no sé
si quiero encontrar esas respuestas de las que hablas. Si quisiera
siempre podría haberle preguntado a mi padre y no lo hice.
Simplemente le dije que había sido un enfado muy gordo entre los dos
y que no quería ver más a Manuel ni saber más de su vida. Mi
padre respetó mi decisión y jamás me habló de él. Curiosamente
nadie lo hizo. Mejor así.
-Lo sé, me lo has
contado un montón de veces. Pero el tiempo lo cura todo, Alfredo, y
lo que antes te parecía una tragedia un día te das cuenta de que...
no lo es tanto.
-Oh, venga, Ruby,
sabes perfectamente que lo ocurrido fue terrible. Éramos amigos y yo
le traicioné... y después su muerte....
-Tú solo hiciste lo
que él te ordenó. Además, no creo que sea momento para seguir
dando vueltas a lo que debiste o no debiste hacer. Eso ya no tiene
remedio. Sólo hablo de recuperar... bueno, al menos la amistad con
ella. Sé que todavía siente algo por ella.
Ruby apretó entre
sus manos la mía, que reposaba lánguida sobre el mantel. Aquel
gesto simple y espontáneo me hizo sentir bien. No, no era necesario
regresar. Lo único que ocurría es que me estaba dando un ataque de
melancolía, nada más, pero ello no quería decir que tuviera
ninguna necesidad de volver a mi tierra. Regresar a Galicia, aunque
fuera solo por unos días, significaría reencontrarme con un pasado
contra el que llevaba mucho tiempo luchando, sería echar por la
borda todos aquellos años, todo aquel empeño en borrar mi vida
anterior, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera lo suficiente
para que dejara de causar dolor.
-Mi sitio está
aquí, Ruby. Desde que mis padres fallecieron no tiene sentido mi
presencia en Galicia. Mi hermano se ocupa de la empresa allí y lo
hace bien. Yo soy necesario aquí.
Mi secretaria
suspiró sin sacar sus ojos de mí. Se echó hacia atrás apoyándose
en el respaldo de la silla y comenzó a juguetear con las migas de
pan que había sobre la mesa.
-No he hablado de
que te fueras definitivamente. Me refería a que les hicieras una
visita y lo sabes, luego quizá... quién sabe lo que podría
ocurrir.
Hice un gesto con
la mano mientras que con la otra llevaba mi copa a la boca. No quería
seguir hablando más del tema. Puede que fuera el vino pero de pronto
sentí que se había disipado mi morriña.
-Ni hablar –
repuse convencido – reencontrarme con Gala no serviría de nada.
Jamás sería posible recuperar la complicidad de antaño, ni
siquiera sé si lo deseo. Aquí también tengo mis amigos...
-¿De veras? –
preguntó Ruby con un deje de ironía en su voz – Qué raro. Yo no
te conozco ninguno. Al menos amigos en el sentido profundo de la
amistad, esa de la que disfrutabas con Manuel. Si acaso.... lo más
parecido soy yo, aunque tú bien sabes que nuestra amistad no es nada
convencional. Pero bueno.... no voy a insistir más. Estoy segura de
que algún día harás las maletas y viajarás a tu tierra.
Puede que Ruby
tuviera razón. Puede que algún día me diera la ventolera y me
montara en un avión rumbo a España, pero no creo que intentara
encontrar respuestas. Seguramente no serían de mi agrado y no me
aportarían más que mayor amargura de la que ya sentía por momentos
cuando pensaba en lo ocurrido.
-¿En
qué piensas? – preguntó Ruby de pronto, rescatándome del fondo
de mis pensamientos.
-En eso,
en volver...
-Olvídalo. No es mi intención presionarte ni decirte lo que debes
hacer. ¿Te apetece dar un paseo antes de regresar a casa?
-No. Me
apetece que vengas conmigo a casa y que me acompañes esta noche. Por
favor...
Ruby me
miró de reojo y sonrió. A veces me daba la impresión de que
últimamente ella esperaba mucho más de mí que un revolcón de vez
en cuando, aunque nunca me lo había confesado abiertamente. A mí me
hubiera gustado darle todo, pero algo en mi interior me lo impedía.
El recuerdo de una mujer inalcanzable que ni siquiera con el paso de
los años se había borrado un poco de mi mente.
-Esta
bien – dijo por fin – A lo mejor algún día me pides que me
quede para siempre.
-A lo
mejor – le mentí.
Nos
dirigimos a mi apartamento caminando despacio y charlando de cosas
intrascendentes. Luego, cuando llegamos, nos fuimos directos al
dormitorio e hicimos el amor de manera casi salvaje, como si se nos
fuera la vida en ello. Después Ruby fumó un cigarrillo (no había
conseguido que dejara de fumar en todos aquellos años de amistad) y
se quedó dormida pronto. Yo intenté hace los mismo pero comencé a
dar vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño. Abrí los
ojos y la débil luz de la ciudad que se filtraba a través de la
ventana me dejó ver la habitación. Un armario empotrado que ocupaba
toda la pared derecha y que guardaba dentro de si mis costosos trajes
de ejecutivo, una cómoda de cajones al fondo, una televisión de
plasma adosada a la pared, la ventana de aquel piso dieciséis.... De
nuevo Manuel volvió a mi mente. Aquel piso lujoso e impersonal no
tenía nada que ver con mi antiguo amigo. Mi vida de hombre de
negocios sin tiempo para otra cosa más que para el trabajo,
seguramente tampoco tendría nada que ver con él. O tal vez sí. ¿Y
con ella? Con Gala. ¿Dónde estaría? ¿Qué habría sido de ella?
Por fin me dormí arrastrando en mi sueño el sabor amargo de los
recuerdos.
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