La triste bombilla
que lánguidamente colgaba del techo de mi cuarto comenzó a
tintilear, señal inequívoca de que estaba a punto de fundirse. No
le hice ni caso, pues seguramente duraría unos dos o tres días más,
así que seguí a lo mío. Abrí el armario, cogí una percha y
coloqué en ella la nueva chaqueta sastre que me había comprado en
una tienda de segunda mano. Era lo único que me podía permitir con
mi mísero sueldo de ayudante en una carnicería de mala muerte. Al
menos tenía trabajo, era verdad, pero pasarme el día entero entre
filetes, costillas, vísceras y demás, cuyo aspecto y olor a veces
me revolvían los hígados, nunca mejor dicho, por quinientos euros,
no creo que fuera el sueño de nadie. Muchas veces me imaginaba a mí
misma en una posición desahogada, trabajando como arqueóloga, mi
auténtica profesión, ganando un sueldo decente que me permitiera
independizarme y llegar a fin de mes sin problemas y sin tener que
acudir a cochambrosas tiendas de segunda mano para renovar mi
vestuario. Suspiré una vez más y una vez más continué
resignándome a mi suerte. Ya llegarían tiempos mejores.
Me dispuse a
colgar la percha en el armario cuando la descubrí, una especie de
puerta en el fondo del ropero. Era la primera vez que me percataba
que estaba allí a pesar de que hacía más de dos meses que
utilizaba aquel mueble antiquísimo, rescatado, como no, de la casa
de los vecinos, que lo iban a tirar a la basura. Me apoyé en la
pequeña puerta y cuál no sería mi sorpresa cuando la misma se
hundió y me vi arrastrada hacia un pasadizo negro y profundo por el
que me caí rodando y que parecía llevarme a las entrañas de la
tierra. No sé cuánto tiempo estuve en aquel tobogán interminable,
seguramente apenas unos minutos, aunque a mi me parecieron horas.
Finalmente mis huesos fueron a dar encima de algo duro pero que al
mismo tiempo amortiguó el golpe. Había poca luz. Yo estaba aturdida
y tardé unos segundos en darme cuenta de dónde estaba, más cuando
me percaté de mi suerte, por inexplicable que ésta fuera, me puse a
dar saltos de alegría. Estaba en la cueva de un tesoro, rodeada de
cofres con joyas y monedas de oro y plata. Aquello debía de tener un
valor incalculable, salvo que fuera bisutería barata, posibilidad
que descarté de inmediato, pues cuando se encontraba un tesoro éste
tenía que ser auténtico a narices. En un extremo del cuarto había
más cofres, me acerqué cautelosamente y abrí uno. Para mi
agradable satisfacción estaba repletito de billetes de quinientos
euros. Los hados o los mismos santos del cielo por fin habían
escuchado mis ruegos. Me puse a tocar todo aquello, como queriendo
asegurarme de que fuera real, cogí los billetes y los acaricié,
metí mis manos en el interior de los cofres y palpé aquellas
piedras preciosas que me ayudarían a salir de mi penuria económica.
De pronto, en el fondo de uno de los cofres, noté algo húmedo y
fresco. Lo así entre mis dedos y tiré de ello hacia arriba. Era....
un chuletón de ternera de casi un kilo, que parecía querer
recordarme mi negro destino, porque poco a poco, ante mis atónitos
ojos y mi desilusionado ánimo, todas aquellos tesoros se fueron
transformando en carne, que si piernas de cordero, que si filetes de
cerdo, que si costillas... Me entraron unas ganas tremendas de
gritar, menos mal que en ese momento el sonido estridente del
despertador me despertó de mi sueño-pesadilla. Tocaba comenzar la
jornada, acudir de nuevo a mi puesto de trabajo en el que jamás las
piezas de carne se convertirían en joyas. Resignación.
Gloria, escribes de maravilla! me ha encantado! si bien el final es más que previsible, creo que eso mismo es lo que hace que desde la mitad del relato ya empecemos a sentir lástima por la pobre "carnicera". Me encantó. Enhorabuena, y sigue escribiendo así. Un beso.
ResponderEliminarGracias Fernando, procuraré hacerte caso y seguir escribiendo así jejejeje
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