Me encantan las medias mañanas de los viernes. Es el día en que
por fin termina la semana y el momento en que puedo disfrutar en
soledad de mi misma y mis pensamientos. Los viernes a las once y
media hago el descanso matinal sola, sin amigas, ni compañeras, ni
nada que se le parezca, y ahora que hace buen tiempo, me siento en la
terraza del Street bar y me dedico a pensar, a hilar ideas que me
vienen a la cabeza, puede que muchas veces sin sentido, pero en todo
caso me distraen y me alegran la vida. Alguien podría pensar que
tengo una manera de vivir demasiado simple y puede que tenga razón,
pero qué más da, al fin y al cabo cada ser humano busca la
felicidad de la manera que le parece y yo soy feliz con cosas
bastantes sencillas. Y aquí sentada, delante de un vermut, dejándome
acariciar por el tibio sol de la primavera y dándole vueltas a mi
cerebro me siento bien, realmente bien.
Me gusta observar a la gente. Pienso que el aspecto de las personas
dice mucho de su interior. Por ejemplo, ese caballero que acaba de
pasar, tan peripuesto, tan impecable en su indumentaria, tan
repeinado, con su apariencia inmaculadamente pulcra y su cara de
vinagre… seguro que es inaguantable. Me recuerda un montón a mi
primer novio, Sebastian del Río, catedrático de Historia Medieval,
un verdadero imbécil del que me enamoré como una boba cuando yo
tenía sólo diecinueve años y él había recién entrado en la
treintena. Por aquel entonces mi inocencia me jugó una mala pasada y
alimentada por una pedantería que yo no vi como tal me colgué de
él y de los sueños que yo misma imaginaba, una vida idílica junto
a aquel hombre maravilloso y unos hijos a los que no faltaría de
nada y a los que me dedicaría en cuerpo y alma. Estupideces de
jovencita.
Diez años aguanté a su lado, y cuando estaba a punto de casarme con
él, lo mandé a tomar por saco, gracias a Ramón. ¡Ah, Ramón! Mi
amigo del alma, el incondicional, como yo le llamo. Él fue quién me
abrió los ojos y me hizo ver que aquel idiota no era para mí, que
yo me merecía algo mejor, alguien que me quisiera de verdad y no un
patán que me utilizara para llevarme a su lado como objeto
decorativo. Tenía razón. El catedrático Sebastián del Río
disfrutaba exhibiéndome en las fiestas y demás convencionalismos
sociales a los que se veía obligado a acudir por razón de su cargo,
mas fuera de ello tendía a ignorarme como si fuera una estúpida.
Ramón y yo nos conocíamos desde que éramos niños, vecinos de
portal. No le gustó nada cuando me hice novia del catedrático, lo
que me llevó a pensar que estaba enamorado de mi, o que al menos
sentía cierta atracción. A pesar de todo siempre conservamos la
amistad que habíamos iniciado en la infancia y una noche, justo una
semana antes de mi boda, de regreso yo a casa de mis padres viniendo
de limpiar el piso que se convertiría en mi hogar de casada, me lo
encontré por la calle y me invitó a tomar una copa, y luego otra y
unas cuantas más. Hace tantos años que no recuerdo bien cómo
comenzó la conversación, pero terminamos hablando de mi boda y en
un arranque de sinceridad impulsado sin duda por las copas de más
que tenía en el cuerpo me dijo todo lo que pensaba del impresentable
de mi novio y me propuso escapar juntos. Ramón era, aún hoy lo es,
un hombre tremendamente atractivo, pero yo jamás le di importancia
ni a su belleza ni a su simpatía, hasta aquella noche en que,
ofuscada mi conciencia por
el
alcohol, de pronto me dí cuenta de que le daba setecientas vueltas a
Don Sebastián, catedrático de Historia Medieval. Sin pensarlo
demasiado y sin responderle a su proposición le estampé un beso en
los labios y arrimé de manera provocadora mi cuerpo contra el suyo.
Ni se sorprendió, bien al revés, rodeó mi cintura con su brazo
firme, atrayéndome más hacia sí, jugueteando con su lengua en mi
boca. Me besó como nunca nadie lo había hecho e inevitablemente
terminamos en la cama.
Aquella sesión de sexo desmesurado me abrió los ojos
definitivamente. Jamás había disfrutado como lo hice aquella noche
con Ramón y me dije a mí misma que nada de boda, que había llegado
mi momento, el de disfrutar de la vida que había dejado aparcada
durante casi diez años.
Al día siguiente le dije a Sebastián que no habría boda y que lo
nuestro había terminado. Se le quedó cara de estúpido, pero
contrariamente a lo que yo había pensado no me persiguió, ni
insistió, ni se murió de desamor, eso sí, me puso de vuelta y
media en todos los círculos sociales que frecuentaba y que a mi me
importaban más bien poco. Se casó dos años después con una
compañera de trabajo y ahora deben tener seis o siete hijos. Parecen
felices y me alegro por ello.
Vaya, pensando en Ramón y mira por dónde, allá va. No ha cambiado
nada, sigue siendo el mismo muchacho con cara de bueno, su melenita
rubia, sus gafas redondas enmarcando unos preciosos ojos azules,
tristes. No sé por qué pero siempre pensé que Ramón era un chico
con los ojos tristes, bobadas mías supongo, porque la verdad yo
siempre disfruté mucho de su compañía.
Evidentemente que rompiera con mi novio y me diera un generoso
revolcón con mi amigo del alma no quiso decir que iniciara una
relación amorosa con éste. Para amoríos nuevos estaba yo. Lo que
más deseaba era disfrutar de mi recién estrenada soledad y eso fue
lo que hice. Salir con mis amigas y divertirme, sin pensar en nada
más y mucho menos en compromisos serios. Ello no quiere decir que de
vez en cuando no me diera un generoso revolcón con Ramón, costumbre
que todavía hoy conservamos, a pesar del transcurso de los años.
Hemos tenido nuestras relaciones, pero el acabar el uno en la cama
del otro siempre es cuestión de tiempo. Es como si entre los dos
hubiera un acuerdo implícito y pasara quién pasara por nuestras
vidas siempre habría un momento para compartir entre los dos. A lo
mejor mucha gente no lo entiende, mejor dicho, estoy segura de que
mucha gente no lo entiende, pero Ramón y yo hemos aprendido a hacer
oídos sordos a lo que los demás pudieran decir de nosotros. Estamos
a gusto, no hacemos daños a nadie, no tenemos que dar cuentas a
nadie y eso hacemos, vivir la vida a nuestra manera.
En fin, será mejor que pague mi vermut y me vaya, me espera media
jornada de trabajo y luego el fin de semana. Mañana me iré con
Marco a pasar unos dias a París. Marco… quince años más joven
que yo y enamorado hasta la médula, al menos es lo que él me dice,
aunque yo no me lo creo demasiado. Es cierto que a pesar de mis
cincuenta años me conservo bastante bien, pero de ahí a tener un
muchacho de treinta y cinco colado por mis huesos… no sé. La
verdad es que salvo los diez estúpidos años que perdí al lado del
catedrático he disfrutado la vida a tope, sin prejuicios y sin
miedos. Y liarme con un hombre mucho más joven que yo, aunque nunca
entró en mis planes, tampoco me está quitando el sueño. Marco es
un empresario italiano afincado aquí desde hace varios años. Nos
conocimos hace unos meses por motivos de trabajo y me tiró los tejos
desde el primer día. Al principio tuve mis dudas, pero finalmente me
dejé llevar por mi corazón, incluso por mi sentido común y me dije
que adelante, que la vida son dos días y hay que vivirla a tope.
Comenzamos a salir y hasta hoy. Me trata como a una reina, me colma
de atenciones (el viaje a París es mi regalo de cumpleaños) y en la
cama me hace disfrutar como una loca. No puedo pedir más.
Bueno, ya estoy de vuelta en la oficina. Corramos un tupido velo en
torno a mis soliloquios de los viernes y centrémonos en el informe
que tengo que presentar el martes. Dentro de una semana, volveré a
hilar pensamientos, al calorcillo del sol de primavera, delante de un
vermut rojo o de una fresquita caña de cerveza. Así me gusta vivir.
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