Nadia se dio la vuelta en la cama, alargó
el brazo hasta la mesilla de noche, tomó el paquete de tabaco y encendió un
cigarrillo. Aspiró con fuerza la primera calada y echó el humo con parsimonia,
deleitándose en las volutas grises que acariciaban el aire. Miró a su
izquierda. Román dormía a pierna suelta. Siempre pasaba lo mismo. Le echaba un polvo insulso y después se ponía
a roncar como un animal. Sin embargo, a pesar de lo que pueda pensarse, los
momentos transcurridos al lado de Román eran los más felices de su triste
existencia.
Nadia había tenido una vida feliz hasta
que conoció a Mark, en su último año de universidad. Mark era un irlandés
jovial y simpático que la embaucó con bellas palabras y alguna que otra cena
romántica. Se casaron demasiado pronto y
algún tiempo después, cansado ya las novedades que le ofrecía su mujer, mostró su verdadera faz. Era un vago y un
borracho, que se gastaba el escaso dinero que por aquel entonces entraba en
casa en juergas, putas y demás dispendios por el estilo. Nadia supo que se
había equivocado, y tomando una decisión sin precedentes hizo las maletas y
abandonó la casa que había compartido con su esposo durante dos años, tiempo en
que soportó humillación tras humillación, mientras sacando fuerzas de flaqueza
estudiaba como una posesa para conseguir su cátedra de estadística en la
facultad de económicas. Fue al día siguiente de conseguirlo cuando mandó a
paseo su esposo. Con lo que no contaba era con llevarse compañía, fruto
inevitable de las noches en las que se abría de piernas de forma mecánica por
no soportar los ruegos de Mark, o sus insultos, o sus golpes. No contaba con
aquel hijo, no sabía ni si quería tenerlo ni si tendría fuerzas para sacarlo
adelante sola, por eso cuando una tarde sonó el timbre y Mark estaba al otro
lado de la puerta con una solicitud de perdón bajo el brazo, Nadia lo acogió de
nuevo en su vida, a pesar de que sabía que las promesas de que iba a cambiar y
de que nada sería como antes eran vanas y falsas. Ahí comenzó su declive. Tras
aquel hijo vinieron otros dos, que crecieron en medio de las permanentes
borracheras de su padre y de los lastimeros lamentos de su madre, haciendo caso
omiso a las unas y oídos sordos a las otras, aprovechándose de la debilidad de
unos padres que no supieron hacer de ellos hombres de provecho. Hoy son unos
adolescentes rebeldes, desvergonzados y gastadores.
Marido e hijos fueron los directos
causantes de que Nadia no hubiera conseguido jamás salir a flote. Siempre
triste, siempre angustiada, siempre sin un duro en el bolsillo, a pesar de
disfrutar de un sueldo más que decente que despilfarraban todos menos ella
misma. Llegó un momento en que llegar a fin de mes se convirtió en un objetivo
inalcanzable. Entonces puso su imaginación a trabajar. Tenía las tardes libres,
podía trabajar en lo que fuera y así ganarse un sobresueldo que le permitiera
vivir con más holgura. Pensó en dar clases de búlgaro, el idioma de su madre,
lengua que siempre utilizaba su progenitora cuando se dirigía a ella y que dominaba
con soltura, pero enseguida se dio cuenta de que no era un idioma cuyo
aprendizaje fuera demandado en demasía. La verdad es que tampoco sabía hacer
gran cosa. Su vida había transcurrido entre los estudios y el cuidado de un
marido y unos hijos ingratos, no le había quedado tiempo para mucho más. Sólo
una opción se abría paso en su horizonte incierto, una opción que la hacía
dudar mucho, pero que en los momentos de desesperación tomaba inusitada fuerza:
ejercer la prostitución. Cierto es que Nadia no era guapa, nunca lo había sido,
tenía la nariz demasiado grande y los
ojos demasiado pequeños y muy juntos, aparte de utilizar dentadura postiza
debido a una piorrea que la había dejado
sin la propia, pero compensaba su fealdad con un cuerpo de escándalo. Era alta,
delgada pero con curvas, y los hombres se volvían para mirarla... antes de
verle el rostro. Nadia no vio en su fealdad ningún obstáculo, ni siquiera pensó
en ello. Cuando se miraba al espejo veía la cara de un mujer normal y ni por un
segundo se le pasó por la mente que pudiera provocar repugnancia en ningún ser
humano. Una noche, tomada definitivamente la decisión, se vistió de orgullo y
lentejuelas y esperó al primer cliente, agazapada entre las sábanas
amarillentas de una vieja pensión. Era un hombre de mediana edad, calvo y
gordo, sin clase, medio borracho, que le pidió a Nadia que saciara sus bajos
instintos trabajando con su boca. La mujer cerró los ojos, escondió su asco
detrás de sus sueños y se puso manos a la obra, no sin antes deshacerse de su
dentadura postiza, que posó encima de la cochambrosa mesita de noche bajo la
atónita mirada de su cliente. Aquella felación sería, sin ella saberlo, el
final de su vida de miseria. Nunca supo cómo ni de qué manera, pero los
clientes comenzaron a lloverle del cielo y siempre le pedían lo mismo: sácate
los dientes y chúpamela y ella hacía, sin pensar, sin sentir, de forma
mecánica, visualizando sólo su vida sin privaciones.
Un buen día apareció Román. Román era
inspector de policía. Se conocieron durante una redada que hicieron en la
pensión de mala muerte en la que Nadia
había montado su carnal y particular negocio. Se la quiso llevar detenida y
ella llorando le rogó que no lo hiciera, no podía poner en peligro de aquella
tonta manera su otra vida, una vida igual de miserable, pero mucho más
respetable que el sórdido mundo de la prostitución en el que se había metido.
El inspector, sin embargo, se mostraba inflexible, así que Nadia hizo lo que
mejor sabía hacer. Se arrodilló ante él, le abrió la cremallera del pantalón y
le hizo llegar al cielo. Román no sólo no la detuvo, sino que se convirtió en
su mejor cliente, y no sólo eso, sino que se fue convirtiendo en su mejor
amigo, en su único amigo, en la tabla de salvación a la que Nadia se aferraba
una noche a la semana en el cuarto impersonal de aquella pensión de mala
muerte. No sabía si lo que sentía era amor, al fin y al cabo daba lo mismo, se
sentía bien a su lado y punto. A veces se la chupaba, otras le dejaba que le
echara un polvo insulso que ella convertía en fantástico con sus gemidos
fingidos. Ella era feliz así, él también.
Nadia apagó el cigarrillo y miró a Román.
Se había despertado y miraba con curiosidad el DNI y el pasaporte de la mujer.
-Están caducados – le dijo – deberías renovarlos.
-¿Para qué? No me pienso ir a ningún lado,
no voy a tener esa suerte.
Y Román, que conocía todas y cada una de
las desdichas de Nadia, tomó su chaqueta de la silla, hurgó en el bolsillo
interior de la misma y sacó dos billetes de avión.
-He decidido mandar todo a la mierda - dijo – estoy harto de mi mujer, de mi
trabajo y de unos hijos que parecen estar viviendo en una pensión y que sólo me
miran a la cara para pedirme dinero. Ayer me jubilé y mañana me voy a disfrutar
de mi pensión al Brasil. ¿Te vienes conmigo?
Las neuronas de Nadia hicieron que toda su
vida danzara de forma virtual ante sus ojos como si de un fotograma de tratara.
No había sido feliz, pero allí estaba su oportunidad y no la iba a dejar
escapar. Había sido muy cobarde, pero ya era hora de ser valiente.
-Entonces tendré que renovar el pasaporte
y el DNI.
-Eso está hecho.
Qué bueno, Gloria!!!!!!!! precioso relato, narrado con una sencillez impresionante. Me ha gustado mucho. Es muy visual, y la escena de la felación en la que se saca la dentadura no tiene desperdicio. Enhorabuena, nos leemos. Un saludo.
ResponderEliminarGracias Fernando, tú siempre tan amable. Un besazo
Eliminar