La muerte prematura de
mi padre, cuando yo no tenía más que siete años, unida a la no muy
buena relación de mi madre con mis abuelos, terminó con los veranos
en la montaña, con los juegos con el primo Angel y mi amiga Luisa,
con las visitas a casa de la tía Manuela y de la madrina Carmen.
Algo más tarde el balneario cerró sus puertas al público y aquella
época de mi vida también quedó enterrada en mi mente. Me fui
olvidando de todo aquello, abriendo mi vida a otros veranos, a otras
gentes, a otras aventuras que se me antojaban más interesantes.
Hasta aquel día en que un comentario casual de alguien despertó mis
recuerdos, y sin pensarlo dos veces, preparé mi equipaje y me
embarqué rumbo a aquel mundo de mi infancia que esperaba volver a
encontrar.
Me sorprendió que, a
pesar de haber pasado bastantes años, el pueblo no había cambiado
prácticamente nada. Algunas nuevas edificaciones salpicaban sus
calles, más cuidadas y limpias. Enfilé con mi coche la empinada
calle que conducía a mi destino. Un paso elevado salvaba la vía del
tren que antaño debíamos cruzar andando. De repente el enorme
edificio apareció ante mi vista. No tenía nada que ver con lo que
yo recordaba y eso me desilusionó un poco, pero no decaí. Aparqué
y me bajé del automóvil, paseando mis ojos por todo lo que me
rodeaba, como si quisiera encontrar lo que era evidente que ya no
estaba. No había jardín, su sitio lo ocupaban el hotel y un campo
de golf. Rodeé el edificio y me interné en el bosque que cobijaba
su parte trasera. Los senderos serpenteaban en medio del silencio.
Era agradable pasear por allí. El paisaje invitaba al sosiego y la
meditación. Entonces surgió de entre la espesura. La pequeña
casita exagonal seguía allí, como siempre. Me acerqué emocionada y
me asomé a la reja verde que protegía su entrada. Allí dentro nada
había cambiado. De la fuente seguía manando agua y en la repisa de
la pared los vasos y tazas seguían esperando que a la mañana
siguiente su dueño las utilizara para beber el agua sanadora. Casi
pude verme de la mano de mi padre, esperando su turno. Con una
ilusión y una energía renovadas que hacía tiempo que no sentía,
enfilé el camino del pueblo, en busca de aquella familia que
recordaba y añoraba, dispuesta, en definitiva, a reencontrarme con
una pasado que me había sido injustamente arrebatado
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