Conocí a Armando
en mi tercer año de universidad. Yo estudiaba Derecho y aquel curso
debía optar por una asignatura de especialidad, así que escogí
medicina legal, una maría por la que casi todo el mundo se decantaba
porque la impartían profesores de la Facultad de Medicina a los que
importaba más bien poco los resultados de la asignatura entre los
estudiantes de derecho. No obstante la materia me pareció
interesante. Se dividía en tres partes, una de la cuales,
investigación biológica de la paternidad, que por aquel entonces
comenzaba a tomar auge, la impartía Armando Vega.
Era un tipo mayor, o
tal vez debería decir mayor que yo, que por aquel entonces tenía
veinte años mientras que él rondaba los cuarenta y cinco. Pero a
pesar de la diferencia de edad, me gustó desde el primer momento que
le vi. Alto y medio desgarbado, con el pelo ligeramente largo y
canoso, barba bien recortada, ojos color avellana y sonrisa de
sinvergüenza que me subyugó sin que yo pudiera hacer nada por
evitarlo. Tampoco quería hacerlo. Me gustaba y me propuse
conquistarlo, aunque sabía que era todo un reto. Bastante mayor que
yo y encima mi profesor, la cosa se presentaba difícil, desde luego,
pero yo siempre fui una persona insistente y con las ideas muy claras
y me dije que aquel hombre sería mío si o si.
Cierto día, al
salir de clase, me lo encontré en la cafetería de en frente a la
facultad, tomándose un café. Confieso que me comenzaron a temblar
las piernas pero aún así, tomé aire y me acerqué a él. Me
presenté como Anabel Sierra, alumna de tercero de derecho, y comencé
a alabar la parte que él impartía de la asignatura de manera
exagerada. Para mi sorpresa me dijo que me recordaba perfectamente de
las clases y me invitó a compartir su mesa. Luego todo vino de
corrido. Fue mucho más fácil de lo que pensaba. Él me gustada y yo
le gustaba y ninguno de los dos teníamos prejuicio alguno, lo único
que me pidió fue discreción en público para no levantar
suspicacias entre los compañeros, ni los míos ni los suyos.
Descubrimos que
teníamos muchas cosas en común y gustos muy parecidos, así que nos
hicimos novios y mientras el curso duró fuimos muy felices, más con
la llegada del verano yo debía regresar a mi casa, con lo que
tendríamos que separarnos, pues vivía lejos. Le dije que por el
momento no me atrevía a comentar en casa que salía con un hombre
mayor, más que nada porque conocía a mi madre y sus ideas de los
tiempos de Mari Castaña, aparte de una aversión alérgica a los
hombres proveniente de cuando mi propio padre la mandó a tomar
viento cuando yo era sólo un mero proyecto en su vientre.
Armando lo
entendió y decidimos que, si podíamos y las ocasiones se mostraban
propicias, nos veríamos de vez en cuando, como así fue.
Afortunadamente el verano pasó muy pronto y de nuevo comenzó el
curso y con él nuestra vida juntos, aunque no tan feliz, y digo eso
porque al buen hombre comenzó a sentarle mal el hecho de que yo no
quisiese hacer partícipe a mi madre de nuestra relación. Éramos
novios, nos queríamos, mi madre tendría que entenderlo y si no lo
hacía era problema de ella. Ya éramos bastantes mayorcitos para
tomar nuestras propias decisiones. Esos eran sus argumentos y
comprendí que tenía razón, así que decidí ir preparando el
terreno para, como mucho aquel verano, presentar mi novio formalmente
a mi madre.
Así pues comencé
a hablarle de él, le dije que tenía un novio, que era un poco
mayor... en fin que le iba soltando información con mucho tiento y
para mi sorpresa, mamá no se lo tomó mal de todo, hasta el día en
que le enseñé una foto de Armando. Abrió mucho los ojos y en su
mirada se dibujó un gesto como de asco.
-¿Pero cómo se
te ocurre salir con este viejo? - me dijo – no habrá hombres por
el mundo de tu edad sin necesidad de liarte con semejante especimen.
Aquel comentario
me dejó tan estupefacta que no supe qué decirle, pero a partir de
entonces comenzó mi calvario. Yo no entendía por qué mi madre no
quería que saliera con Armando. Se negó en redondo a conocerlo y no
dejaba de insistir, día tras día, para que cortara mi relación con
él. Llegué a pensar que le conocía y que por algún motivo oscuro
no deseaba que yo me enterara, y así se lo dije.
-Por supuesto que
no lo conozco – me contestó – no lo conozco de nada. Lo que si
conozco son ese tipo de hombres a los que les gusta ir con jovencitas
incautas para aprovecharse de su inocencia.
El caso es que las
tonterías de mi madre para con Armando fueron en aumento, hasta tal
punto que un día tuve que elegir. O mi madre o el amor de mi vida, y
con mucho dolor de mi corazón me decanté por el segundo. Mi madre y
yo dejamos de hablarnos, porque ella quiso, por su tozudez y empeño
en insistir y mantener una situación absurda. Bien es cierto que
alguna vez me llamó por teléfono, pero yo colgaba en cuanto
escuchaba su voz, y en más de una ocasión me envió alguna carta
que fue a parar al cubo de la basura sin abrirse. No me interesaba
nada de lo que pudiera decirme
Con el tiempo supe
que había tomado la decisión correcta. Amaba a aquel hombre y él
me amaba a mi, estábamos hechos el uno para el otro. No sabíamos si
estaríamos juntos toda la vida porque eso no lo sabe ninguna pareja,
aunque algunas se empeñen en prometerse amor eterno, pero lo que sí
sabíamos era que estábamos tan bien juntos, que durara lo que
durara aquello disfrutaríamos al máximo de nuestra felicidad.
Al cabo de unos
años mi madre se murió de repente. Un infarto fulminante acabo con
su vida. Y entonces, cuando acudí al entierro, descubrí cuál era
el secreto que había guardado tan bien, motivo de su desdén hacia
Armando. Lucía, la vecina de siempre de mamá y la que acudió en su
ayuda cuando enfermó, me llevó aparte al salir de la iglesia y me
dijo hizo una extraña confesión.
-Tú madre me dijo
que miraras en el interior de la tetera de porcelana roja que guarda
en el armario de la cocina. Dijo que allí encontrarías respuestas.
No sé nada más. Me limito a trasmitir su mensaje.
Y efectivamente en
la tetera se guardaba el secreto. Una foto amarilleada por el paso
del tiempo mostraba a mi madre y a Armando juntos, sonrientes,
abrazados. Lo reconocí a pesar del tiempo transcurrido. Junto con la
foto había un papel con una frase escrita: “Intenté decírtelo,
pero no me dejaste. Es tu padre”
Mi padre, el amor
de mi vida, el hombre que me hacía feliz, aquel que todas las noches
acariciaba mi cuerpo con infinita pasión, el que cubría mi piel de
besos que me sellaban el alma... mi padre.
Por un instante me
sentí confusa. Luego supe que jamás sería capaz de renunciar a él.
Rompí la foto y el papel. Y el secreto que hasta entonces había
permanecido guardado en el interior de la tetera, pasó al cubo de la
basura, de donde ya no saldría jamás.
Juraría que había dejado un comentario en esta entrada. ¿Será cosa de meigas?
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