CAPITULO
I
Siempre me pareció que mi vida estaba marcada por el número quince,
para bien o para mal, y es que cada vez que ese número aparecía en
mi existencia ocurría algo. Nací el día que Miguel cumplía quince
años. Él siempre me contaba, cuando yo era pequeña, que le había
salvado la jornada, que gracias a mi nacimiento su aburrida fiesta
de cumpleaños que año tras año se repetía de manera irremediable,
organizada por su madre, había dado paso a una agradable tarde de
cine con los amigos y a una merienda informal tomando unos refrescos
y unas hamburguesas, sin el agobio continuo de una madre que, aunque
pretendía colaborar, no hacía más que molestar intentando
organizar juegos pasados de fecha que a ninguno de los presentes
interesaban lo más mínimo. En plena adolescencia los padres casi
siempre molestan.
Pero aquel veinte de marzo allí estaba yo, dispuesta a ayudar a
Miguel, a pesar de que no le conocía de nada, ni tenía idea de lo
que llegaríamos a ser con el tiempo. En realidad yo sólo tenía
prisa por venir al mundo, tanta que mi madre casi da a luz saliendo
de la ducha y la madre de Miguel, a la postre prima hermana de la
mía, y única familia que tenía, fue la que se la llevó con
urgencia al hospital y la acompañó durante todo el proceso de mi
alumbramiento.
El motivo por el cual mi madre y la de Miguel no tenían más familia
que ellas mismas no viene al caso y resultaría muy tedioso de
explicar. El caso es que así era. Paula, la madre de Miguel, estaba
casada con Lisardo, un buen hombre que la adoraba, y de aquel
matrimonio había nacido un único hijo. Lisardo tenía una empresa
de mecánica de automóviles que le iba muy bien, con lo cual Paula
nunca había trabajado fuera de casa. Sara, mi madre, por contra, no
se había casado jamás, aunque según sus propias palabras no había
sido por falta de pretendientes, sino porque para ella los hombres
eran unos seres muy difíciles de comprender. Supongo que aquella
afirmación debía de ser fruto de algún fracaso amoroso, aunque ni
ella me lo confesó jamás, ni yo tampoco pregunté. Mamá, cuando
era joven, optó por mantener una total y absoluta independencia del
género masculino. Por ello no le quedó más remedio que trabajar
para mantenerse, cosa que hoy en día se considera normal, aunque por
aquel entonces todavía no era tan frecuente la incorporación de la
mujer al mundo laboral, ni tampoco, por supuesto, que una chica
soltera se decidiera a tener un hijo porque le diera la real gana. Y
es que mi madre siempre dijo que no se quería perder por nada del
mundo la experiencia de traer un hijo al mundo y cuando tuvo su vida
encauzada, con un trabajo estable como auxiliar de clínica que le
permitía mantenerme, se decidió a cumplir su sueño, al menos esto
era lo que ella contaba, aunque con el tiempo pude descubrir que las
cosas no ocurrieron exactamente así. El cómo yo fui a parar al sin
duda alguna confortable útero de mi progenitora es algo que se me
ocultó durante mucho tiempo y que nunca me importó demasiado.
Nunca le oí decir quién era mi padre, ni por supuesto en qué
circunstancias había sido concebida. No se le conocía novio alguno,
sí algún pretendiente esporádico, pero aún así Sara Novoa
estuvo en la boca de todo el pueblo casi durante los nueves meses que
duró el embarazo, cosa que a ella no le importó lo más mínimo, es
más, saludaba con gracia y una sonrisa en la boca a aquellos que
sabía la ponían de vuelta y media. Decía que estaba segura de que
verla feliz y contenta les fastidiaba sobremanera y eso era lo que
ella pretendía, fastidiarles con algo tan grande o tan simple como
su propia felicidad.
Así fue que, con habladurías o sin ellas, aquel veinte de marzo de
1978, el mismo día en que Miguel, el hijo de Paula y de Lisardo el
mecánico, cumplía quince años, llegué al mundo yo, Irene Novoa,
hija de Sara Novoa, la fresca del barrio, como la llamaban algunos.
Según cuenta mi madre, acababa de salir de la ducha cuando rompió
aguas y notó como mi cabecita asomaba entre sus piernas, ansiosa por
llegar al mundo. En aquel preciso instante apareció Paula en la casa
y al ver el panorama se llevó a mamá al hospital, que apenas
distaba unas cuantas manzanas de nuestro hogar. Nada más acostar a
mamá en la camilla nací yo, mientras Miguel esperaba por su madre
para comenzar su aburrida fiesta de cumpleaños, con los demás
invitados alrededor de una mesa que todavía no había sido puesta
para la ocasión. Paula no había tenido tiempo para ello, y en
aquellos momentos estaba demasiado ocupada cuidando de su prima que,
feliz, acunaba entre sus brazos a aquel pedacito de carne sonrosado y
húmedo que dormía tranquila ajena a la situación. Cuando Paula se
acordó de su propio hijo bajó al vestíbulo del hospital y desde
una cabina telefónica le llamó para decirle que pasara por el
trabajo de su padre, le pidiera algo de dinero y se marchara con sus
amigos a celebrar el día, que su prima había dado a luz y tenía
que atenderla. Miguel fue feliz por poder celebrar su cumpleaños a
su manera. Supongo que yo también estaba feliz de haber venido al
mundo, aunque no fuera consciente de ello.
Miguel me contó que al día siguiente pasó por el hospital para
conocerme y darme las gracias. Según él yo estaba dormida y no me
di cuenta de su presencia. Creo que no me hubiera dado cuenta aunque
hubiera estado despierta. Él se inclinó sobre el cuco y acarició
mi cara con su dedo índice.
-Eras suave, nunca había tocado nada tan suave. - me decía con
frecuencia.
Aquel encuentro fue el inicio de una relación especial que nos
uniría toda la vida. Durante mucho tiempo yo fui la hermana que
Miguel siempre deseó y sus padres nunca le dieron y él fue para mí
la persona con la que podía contar siempre, en todo momento.
Cuando echo la vista atrás y me empeño en recordar en qué momento
preciso de mi vida fui consciente de la existencia de Miguel, se me
vienen a la mente imágenes de la playa, en el caluroso verano
Mediterráneo, sentada a la orilla, dejando que el mar acariciara mi
menudo cuerpecito, mientras él, sentado a mi lado, sonreía
mirándome ensimismado. Después me tomaba en sus brazos y juntos nos
adentrábamos en el mar. Él me daba volteretas, me levantaba para
que el agua no me tocara o hundía mis piernecitas en la espuma
salada que creaban las olas y yo reía, reía sin parar y le miraba.
No sé qué pensaba en aquellos momentos. Supongo que era feliz, muy
feliz, y que sabía, de manera casi instintiva, que Miguel era el
artífice de mi mundo de dicha.
Mis primeros años transcurrieron muy ligados a la familia de Miguel.
Como mi madre trabajaba en el hospital y la suya se dedicaba a las
tareas domésticas, era ella la que se ocupaba de mí en los momentos
en que mamá tenía que bregar con sus obligaciones laborales.
Incluso algunas noches dormía en su casa, dónde tenía mi propia
habitación, que apenas utilizaba, pues a Miguel le gustaba llevarme
a su cama, meterme entre sus mantas y jugar conmigo mientras el sueño
no me vencía.
Cuando cumplió los dieciocho años Miguel comenzó a estudiar en la
universidad. Como el pueblo en el que vivíamos distaba unos cuantos
kilómetros de la capital, se trasladó a vivir allí. Permanecía
toda la semana en la ciudad y los viernes regresaba a casa. Cuando lo
hacía seguía siempre el mismo ritual. Pulsaba el timbre tres veces,
entonces yo sabía que era él y acudía rauda a abrir la puerta.
Cuando lo tenía delante de mí me echaba en sus brazos con profundo
entusiasmo, mientras él cubría mi carita de besos.
-¿Cómo está mi princesa? ¡Pero cuánto la he echado de menos!
Yo también, lo echaba de menos siempre, cada segundo de cada minuto
de cada hora. Lo tenía en mi pensamiento de manera casi constante. Y
así fui creciendo, a su lado, y así, sin darme cuenta me fui
enamorando.
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