Cuando se acercaba mi doce cumpleaños decidí que no quería
celebrarlo más con mis amigas, que en realidad no eran mis amigas,
eran las compañeras del colegio, la mayoría de ellas unas tontas y
unas remilgadas que sólo pensaban en chicos y tonterías por el
estilo. A mí, por aquel entonces, lo que me interesaba eran mis
libros, mis clases de música y salir de vez en cuando al cine o a
pasear con Miguel o con mi amiga Violeta, compañera de clases de
música que era casi tan formal como yo. Así que el día de mi
cumpleaños me puse muy contenta cuando mi primo, que también estaba
de cumpleaños, nos invitó al cine a Violeta y a mí. Nos fuimos a
ver la consabida película y a la salida nos llevó a comer unas
hamburguesas. Violeta y yo charlábamos por los codos de nuestras
cosas y él metía baza de vez en cuando. Y la conversación fue
girando hacia el tema de los “novietes”. Que si a fulanita le
gustaba éste y a menganita este otro.
-¿Y a vosotras? - preguntó él - ¿Quién os gusta a vosotras?
Porque mucho habláis de las demás, pero de lo vuestro no soltáis
prenda. A ver Violeta, confiesa.
-No, no – contestó mi amiga tímidamente – a mí no me gusta
nadie. Los chicos son insoportables.
-¿De veras? Mujer, alguno habrá que no sea tan insoportable.
-¡Uy qué va! No piensan más que en jugar al fútbol o en pelearse.
Vicente, el “compi” del conservatorio, es el único que es un
poco normal, pero es más feo que Picio....
Miguel reía antes las ocurrencias de mi amiga.
-¿Y a ti Irene? ¿A ti tampoco te gusta nadie? ¿También te parece
que todos los chicos son tontos?
Le miré de hito en hito, sin entender muy bien a qué venía
aquella pregunta. Yo nunca había reparado en si los chicos eran
tontos o no, no me interesaba si jugaban al fútbol o a cualquier
otra cosa. No necesitaba fijarme en ninguno porque yo ya tenía a
quién querer. Y hasta aquel instante siempre me había parecido que
estaba claro por parte de los dos. Pero al parecer no era así.
Miguel no pensaba, como pensaba yo, que éramos el uno para el otro,
que él simplemente me estaba esperando, que con el tiempo yo me
haría mayor y entonces podríamos querernos, pero no como ya nos
queríamos, sino como novios. Me sorprendió tanto su pregunta, me
decepcionó de tal manera, que a punto estuve de echarme a llorar.
-No sé si son tontos – respondí con un hilillo de voz - supongo
que alguno habrá listo. En todo caso no me interesan.
Respondí con tanta seriedad y de manera tan seca que Miguel no
continuó preguntando más. Y desde luego se dio cuenta de que algo
me había pasado. Poco después, cuando regresábamos a casa habiendo
dejado a mi amiga en la suya, yo iba en silencio, mirando hacia el
frente, mientras Miguel hablaba y hablaba sin parar sobre cosas que
en aquel momento me parecían sublimes estupideces.
-Irene, princesa, ¿te pasa algo? - preguntó.
Yo meneé la cabeza de un lado a otro.
-¿Seguro? ¿No te habrá sentado mal lo que comiste? ¿O tal vez te
has enfadado por algo?
Me dieron ganas de decirle que sí, que estaba enfadada porque jamás
había pensado que el más tonto de los chicos fuera él, que a
aquellas alturas todavía no se había dado cuenta de lo mucho que le
quería.
-¿Te parece a ti que tengo algún motivo para estar enfadada? -
pregunté de malos modos.
Miguel se puso serio de repente.
-Pues yo creo que no, pero tu manera de hablar me confirma que sí.
Nunca me habías hablado así, Irene, ¿te ha sentado mal algo que he
dicho?
-Pues mira ahora que lo dices, sí. Me ha sentado mal tu insistencia
con eso de los novios.
-¡Irene! Pero si no era más que una broma. No hablarás en serio.
-Hablo totalmente en serio.
-Pues perdona si te ha molestado tanto, pero la verdad.... que no lo
entiendo.
En ese momento llegamos a casa. Aquella noche mamá trabajaba, así
que tenía que quedarme a dormir en su casa. Subimos en el ascensor
en silencio. Pero Miguel no dejaba de mirarme. Me conocía muy bien y
sabía que mi enfado se debía a algo más que a un simple comentario
sobre chicos. Lo que no sabía era que yo nunca le contaría la
verdad sobre mi enfurruñamiento.
Me metí en la cama casi inmediatamente después de la cena. Me
arrebujé entre las sábanas y apagué la luz, pero no podía dormir.
Me sentía extraña. Aquella tarde había descubierto sentimientos de
los que casi ni yo misma había sido consciente hasta el momento y a
pesar de mis pocos años no sabía si aquello que bullía dentro de
mí era normal, ni si era bueno, ni si era malo. Quería a Miguel, lo
había querido desde siempre, y le daba mi amor de manera exclusiva,
tan exclusiva que me hacía daño el mero hecho de que él pudiera
pensar que yo pudiera querer a otro.
De pronto escuché que la puerta del cuarto se abría y que alguien
se acercaba a mi cama muy despacito. Supe que era él, nadie entraba
así en mi dormitorio, ni siquiera mi madre o la suya. Solo él lo
hacía de forma sigilosa, midiendo los pasos, posando los pies en el
suelo como los gatos, firmes pero silenciosos. Sentí que se echaba a
mi lado en la cama y que rodeaba mi cintura con su brazo. Mi cuerpo
se estremeció al contacto con el suyo.
-Princesa ¿estás despierta?
Me hice la dormida y no le contesté, pero él insistió. Hizo que me
diera la vuelta y me dio un suave beso en la mejilla. Finalmente abrí
los ojos, que quedaron justo frente a los suyos.
-Irene ¿qué ocurre? Has estado callada y triste durante toda la
cena y te has venido a la cama demasiado temprano. ¿He hecho algo
que te ha molestado? Lo de los chicos era sólo una broma. Ya sé que
eres demasiado joven para pensar en esas cosas, pero algún día
tendrá que llegar el momento.
-¿Y no te importará? - pregunté, esperanzada de que su respuesta
fuera la que yo esperaba.
-Bueno.... creo que un poco celosillo sí que me pondré. Pero como
sé que tú seguirás queriéndome...
Desvié mi mirada de la suya y la posé en el techo.
-Yo nunca tendré novio – dije – porque te quiero mucho a ti.
Miguel sonrió y me hizo cosquillas.
-Lo sé, princesa, sé que me quieres tanto como yo a ti. Pero es
normal que algún día te enamores de alguien.
-¿Tú te enamorarás de alguien? - pregunté.
-No lo sé, supongo que algún día sí. Pero aunque en algún
momento tenga novia, yo nunca dejaré de quererte, eres mi hermanita
pequeña y el lugar que ocupas en mi corazón no lo podrá ocupar
nadie jamás. Y no me gusta que estés triste, Irene. Además, ¿para
qué vamos a pensar en cosas que no sabemos si van a ocurrir o no?
Con lo felices que estamos teniéndonos uno al otro. ¿A que sí?
Aquella última frase me arrancó una sonrisa. Tenía razón. No
merecía la pena preocuparse por cosas que tal vez no pasarían
jamás. Es más, yo estaba completamente segura de que no ocurrirían
nunca. Miguel, tarde o temprano, acabaría por darse cuenta de que
sólo me podía querer a mí. Puede que tuvieran que pasar unos años
para ello, pero yo sabía que mi amor por él no podría pasarle
desapercibido.
*
En los dos años siguientes ocurrieron cosas que cambiarían
sustancialmente nuestras vidas. Miguel terminó su carrera de
Medicina, aprobó el MIR y comenzó a trabajar en el hospital de la
ciudad como cardiólogo. Dedicaba la mayor parte del tiempo a su
trabajo y continuaba estudiando mucho, pero nunca le faltaba un hueco
para mí. Jamás volvimos a hablar de novios y las aguas volvieron a
su cauce. Mi mente infantil seguía pensando que en un futuro cada
vez menos lejano aquel muchacho de ojos color avellana y sonrisa
deliciosamente perfecta sería mi novio.
Una tarde de otoño fuimos juntos al cine. Lo hacíamos con bastante
frecuencia. Nos gustaba ver la película en silencio y a la salida
comentarla mientras cenábamos algo. A Miguel le gustaba mucho el
cine, y decía que le encantaba escuchar mis opiniones sobre las
películas, que no eran más que comentarios de niña, pues yo no
entendía nada del séptimo arte. Me gustaba ver las “pelis” y
vivir la historia metida, a ser posible, en la piel de alguno de los
protagonistas. Eran mis fantasías preferidas.
La tarde en cuestión no fue diferente. Mas cuando estábamos
llegando a nuestras casas, la luz de una ambulancia parpadeando
amenazante en la puerta del inmueble nos hizo sospechar que algo
podía no ir bien. Miguel apuró el paso y yo corrí tras él. Y
cuando por fin llegamos pudimos comprobar que desgraciadamente
nuestros temores estaban confirmados. La ambulancia podía estar allí
por cualquier vecino, pero estaba por Paula, a la que, al parecer, le
había dado un ataque de algo cuando se disponía a hacer la cena.
Miguel tomó las riendas de la situación y al poco rato se marchó
en la ambulancia con su madre. Lisardo y mi madre emprendieron la
marcha detrás, en el coche de mamá.
-Irene vete a casa y espérame allí, hija. Es probable que no
regresemos pronto, depende de la gravedad de Paula. Lo entiendes
¿verdad cariño? Tengo que estar a su lado – me dijo mamá, antes
de irse.
-No te preocupes, mamá. Iros tranquilos y tomaros todo el tiempo que
sea necesario. Yo puedo estar sola perfectamente.
No sé cuánto tiempo tardaron, pero fue mucho y desgraciadamente las
noticias que trajeron a su regreso fueron las peores. Paula había
muerto. Lo supe cuando vi a mamá abrir la puerta, con los ojos
llorosos y el rostro totalmente desencajado. Me acerqué a ella y la
abracé. Correspondió a mi abrazo y lloró desconsoladamente sobre
mis hombros, lloramos juntas, sin hablar, inundando el silencio de la
casa con los gemidos entrecortados de nuestros llantos. Luego, ya más
calmadas, nos sentamos en el sofá del salón y mi madre me contó lo
que había ocurrido.
-Fue un ictus, un derrame cerebral. En el hospital la metieron en
quirófano en cuanto llegó, pero nada pudieron hacer por su vida.
-¿Y Miguel? ¿Cómo está Miguel, mamá? - pregunté, aunque conocía
perfectamente la respuesta.
-Destrozado. Jamás vi llorar a un hombre como a él esta noche.
Figúrate que hasta su padre tenía que consolarle. ¡Dios, mío!
¡Qué desgracia tan grande!
Quería ver a Miguel, tenía que verle, presentía que me necesitaba.
Miré el reloj. Pasaban de las cuatro de la mañana.
-Mamá esta noche ya no vamos a poder dormir. Me visto y nos vamos
con ellos. Nos necesitan.
-Claro. Tienes que apoyar mucho a Miguel, cariño. Él te adora.
-No te preocupes, mamá. Estaré a la altura.
Mientras me vestía pensaba en aquella afirmación mía. No sabía a
ciencia cierta si de verdad conseguiría estar a la altura. Jamás me
había enfrentado a una situación así, aunque también es cierto
que la empatía siembre fue una de mis virtudes. Y yo me ponía en el
lugar de mi primo y comprendía a la perfección la pena que tenía
que embargarle. También, sin embargo, me daba cuenta de que nadie
podría encontrar palabras de consuelo.
Hice el corto viaje hasta el tanatorio sintiendo, por momentos, los
nervios a flor de piel. La perspectiva de ver a Miguel triste se me
antojaba horrible y me oprimía el corazón. Miguel, él, que siempre
sonreía....
En cuanto me vio se acercó y me abrazó con fuerza.
-Irene, mamá se ha muerto – repetía una y otra vez entre
sollozos -te necesito, mi vida, te necesito tanto....
Me sorprendieron tanto sus palabras que me limité a besarle con
fuerza y limpiar sus lágrimas con el dorso de mi mano. Luego nos
sentamos en la sala correspondiente mientras esperábamos que el
cuerpo de Paula fuera trasladado allí. “Te necesito, mi vida”.
Aquellas palabras resonaban una y otra vez en mi cerebro. Y me hacían
pensar muchas cosas. Yo acababa de cumplir los trece años. Era alta
y mi cuerpo había adquirido ya formas femeninas, por lo que
aparentaba algunos más. Miguel, por lo tanto, había cumplido los
veintiocho. Era un hombre hecho y derecho y yo no era más que una
niña embutida en un cuerpo de mujer. Y mi cerebro de niña me decía
que Miguel sentía algo por mí. Que si me necesitaba tanto era por
algo y ese algo, probablemente, era que se estaba enamorando de mi,
tanto como yo lo estaba de él, como siempre lo había estado de él.
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