Don Jacinto era
un hombre joven, enjuto, alto, con la espalda ligeramente encorvada y
el rostro denegrido por el sol, siempre serio, casi taciturno.
Llevaba una peluca marrón oscuro que ya verdeaba por aquí y
por allá, un signo de coquetería masculina que yo nunca entendí en
un hombre solitario como él . Hablaba de manera enérgica y clara,
tan clara que siempre que lo oía me imaginaba que su voz era
transparente como el cristal, y mientras daba sus explicaciones
paseaba por entre los pupitres con una vara en la mano, vara que,
afortunadamente, nunca utilizaba. Y es que Don Jacinto era el señor
maestro y yo, Manolín Hernández, su alumno menos aventajado.
No me gustaba nada
ir a la escuela, lo hacía porque mis padres me obligaban y no me
quedaba más remedio. Eran los difíciles tiempos de la posguerra y
mi padre decía que debía estudiar para ser un hombre de provecho,
ya que tenía oportunidad. Pero a mí aquellas palabras no me
impresionaban demasiado. Aún así, todas las mañanas me montaba en
la bicicleta que había
pertenecido a mi padre y antes de él, a mi abuelo, y pedaleaba los
cinco kilómetros que separaban mi casa del viejo edificio del
colegio, situado en el centro del pueblo. A veces, a final de curso,
cuando ya el sol comenzaba a calentar con fuerza, dejaba la bicicleta
en la orilla del camino y me tiraba sobre la hierba
de cualquier campo con los brazos abiertos y los ojos cerrados,
dejando que el liviano calor me acariciara. No sé por qué
disfrutaba enormemente de aquel instante, instante que a veces se
prolongaba demasiado haciendo que llegara tarde a las clases.
Entonces Don Jacinto me mirada de manera severa y me indicaba con la
vara la esquina donde siempre había una silla preparada.
-Siéntese y piense, señor Hernández, piense, que falta le hace.
Jamás
escuché a aquel hombre regañar, por nada, simplemente cuando alguno
de nosotros no nos portábamos como era debido nos enviaba a la silla
de la esquina y nos ordenaba pensar. Claro que en lugar de
reflexionar sobre nuestros fallos, nuestra mente se iba por los
cerros de Úbeda y pensábamos más en el partido de fútbol o en la
competición de llave
que nos esperaban a la salida de las clases que en nuestros propios
errores.
A
decir verdad yo ocupaba la silla de la esquina en contadas ocasiones.
No era buen estudiante, no me gustaban los libros, pero
no era un mal muchacho y a pesar de mi fobia al aprendizaje, Don
Jacinto me tenía simpatía, hasta el punto de que alguna tarde de
verano pasaba por mi casa y me llevaba a pescar, afición que ambos
compartíamos. Recuerdo especialmente una de aquellas tardes en la
que pescó una magnífica lubina, cosa
que despertó cierta envidia en mi mente de niño, sobre todo cuando
llegó el momento de regresar a casa y yo lo hice con las manos
vacías. Sin embargo por la noche, Don Jacinto se presentó en mi
casa con el pescado preparado en el horno y acompañado de unas
sabrosas patatas. El
buen hombre quiso compartir con mi familia su pequeño tesoro, y
además le contó a mis padres una piadosa mentira: que la lubina la
había pescado yo.
Era muy buena persona mi maestro, y mi padre y él eran grandes
amigos, amistad que no agradaba mucho a mi madre, yo no sabía bien
el motivo. Pero cuando papá regresaba de sus encuentros con el
maestro mamá se ponía de muy mal humor, y le echaba en cara cosas
que se escapaban a mi comprensión. Le decía que estaba loco y que
se estaba poniendo en peligro no solo él mismo, sino también a
nosotros, a su propia familia. Mi padre no le contestaba, se limitaba
a mirarla sonriendo y darle un beso en la mejilla que ella rechazaba
al principio apartando la cara, pero que siempre terminaba por
aceptar.
Un día, al llegar a la escuela, nos encontramos con la desagradable
sorpresa de que Don Jacinto había desaparecido. No se
presentó aquella mañana, ni la siguiente, ni ninguna mañana más.
Una semana después llegó un nuevo maestro y la vida siguió su
curso como si nada. Por el pueblo circulaban rumores de que a Don
Jacinto se lo había llevado la Guardia Civil por rojo. Yo pregunté
a papá si era verdad y me dijo que no hiciera caso a los rumores de
la gente, que seguramente el maestro estaba bien, pero que se habría
tenido que marchar porque en el país en el que vivíamos no se podía
defender la libertad. Mi madre se ponía nerviosa cuando hablábamos
de Don Jacinto y cambiaba radicalmente de conversación.
Una calurosa tarde de verano descubrí la verdad. Estaba solo en casa
y me aburría. De repente escuché ruidos que provenían del desván
y pensé que sería una buena diversión subir y entretenerme cazando
ratones. Tomé mi tirachinas y enfilé las empinadas escaleras que
llevaban a la parte superior de la casa y allí me lo encontré, a
Don Jacinto, acurrucado frente al pequeño ventanuco abierto,
intentando paliar el sofocante calor abanicándose con su pañuelo.
Creo que ni uno ni otro esperaba el encuentro, porque nos quedamos
mirándonos sin decir nada, hasta que yo, a pesar de que no entendía
que hacía allí mi maestro, lo saludé con educación.
-Buenas tardes, Don Jacinto. Hace calor ¿verdad?
El hombre asintió y esbozó una tenue sonrisa. Luego me dijo:
-Anda, vete a jugar, y no le digas a nadie que me has visto.
Estaré aquí unos días nada más.
Di media vuelta y bajé al piso una poco aturdido por la sorpresa.
Luego, como sabía que a mi maestro le gustaba mucho la lectura y
supuse que en el desván tenía que aburrirse bastante, tomé un par
de libros de la estantería de la sala de estar y se los llevé. Me
lo agradeció con una sonrisa y me revolvió el pelo con su mano.
No le dije a nadie que lo había visto, ni siquiera a mis padres,
aunque los observé de cerca y comprobé que ellos sabían que en el
desván teníamos un huésped. Unas semanas más tarde, cuando los
movimientos extraños de mis padres cesaron, subí de nuevo al desván
y vi que mi maestro ya no estaba.
Muchos años después, al hilo de algún comentario sin importancia,
le confesé a papá que yo me había enterado de su secreto.
-Lo buscaban por rojo – me contó -. Era mi amigo y yo no podía
dejar que se lo llevaran. Huyó a América y no volví a saber de él.
Pero un día todos volvimos a saber de él. Un día, cuando las
libertades volvieron a España, trajeron de su mano a un hombre
mayor, de mirada cansada, con el rostro quemado por el sol y la
espalda un poco más encorvada, que se presentó en casa de mis
padres una tarde de domingo. A pesar de los años transcurridos papá
y él se reconocieron enseguida y se fundieron en un emotivo abrazo.
Luego se fijó en mí y yo también le reconocí, sobre todo cuando
le escuché hablar, seguía teniendo la misma voz de cristal. Se
alegró de saber que a pesar de haber sido mal estudiante había
conseguido encauzar mi vida y antes de marchar, sacó de un viejo
maletín que traía consigo aquellos dos libros que un día yo le
había subido al desván y me los devolvió.
-Siempre viví con la esperanza de poder devolvértelos algún día.
Hoy, por fin, he cumplido mi propósito.
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