Nunca
me han gustado los climas fríos, mi cuerpo no los soporta, y por
ende la nieve solo me parece pintoresca cuando la veo caer tras el
cristal, al calor de una buena calefacción. Pero a veces no me queda
más remedio que hacer alguna concesión, por eso de no quedarme sin
amigas. Desgraciadamente a todas les gusta el deporte blanco y el
invierno pasado organizaron una excursión a los Alpes Suizos con el
único y exclusivo fin de practicar el esquí. Desde hace mucho
tiempo tenemos como costumbre organizar un viaje en nuestras
vacaciones de invierno, normalmente a tumbarnos al sol y ver la vida
transcurrir atrapadas por la modorra del calor, pero esta vez no, y
aunque mi primera intención fue quedarme en mi casita tan ricamente,
finalmente me lo pensé mejor y me dije que o hacía el sacrificio o
me iba a pasar la semana más aburrida de mi vida. El problema es que
cuando pienso que algo no me va a salir bien, no me suele salir bien
y nada más llegar al pintoresco pueblo situado al pie de la montaña
comenzaron las dificultades.
Alquilamos un coche, un pequeño utilitario suficiente para las
cuatro que éramos, y no sé por qué me dio la impresión de que el
dueño de la casa de alquiler ( un español emigrante de un pueblo
perdido de Orense) nos engañaba. Puede ser que fuera porque yo tenía
cara de pocos amigos a causa del frío que hacía que me estaba
helando hasta el esternón, pero el caso es que de vez en cuando,
cada vez que nos hablaba de las maravillas de aquel vehículo, me
miraba de reojo y removía el palillo que tenía de adorno entre los
labios. Ello, unido al irrisorio precio que nos cobró por el
alquiler, hizo que no fuera de extrañar que a mitad de camino, en
mitad de la nada y rodeadas de nieve por doquier, el coche hiciera un
ruido extraño y el motor se parara como por encanto. Allí quedamos,
ni para delante ni para atrás, solas en medio de la noche. Cuando
tres horas después apareció el orensano con un nuevo coche, esta
vez más decente, ni siquiera me echó una mirada y se limitó a
decir que no entendía nada, con lo buen resultado que siempre le
había dado aquel vehículo, y después de cobrarnos un plus por el
nuevo utilitario, se fue por donde había venido tan ricamente.
Al día
siguiente, primera jornada de esquí. Yo no había esquiado en mi
vida ni me interesaba especialmente, pero allí me fui, a las pistas,
detrás de aquellas tres cuyo entusiasmo pueril me ponía mala del
hígado. Contrataron a un monitor, que fue lo único bueno del viaje
en cuestión. No era guapo, era la belleza personificada, un morenazo
de ojos negros y profundos que me quitó el sentido en cuanto lo vi.
Sólo por verle ya merecía la pena subir a las pistas. Pero con
tanto mirar al muchacho me olvidé de aprender a esquiar y en uno de
mis locos lanzamientos por las pistas me caí y a punto estuve de
romperme la crisma. La cosa se resolvió con unas cuantas
magulladuras y algún que otro rasguño, mas tenía tal dolor de
cuerpo que me tuve que pasar el resto del tiempo en el hotel, tirada
en la cama o en un sofá mientras mis tres amigas disfrutaban del
esquí y del monitor.
Comencé a pensar que aquellas vacaciones habían sido una completa
equivocación, idea que se confirmó cuando unos días antes de
marcharnos hizo acto de presencia el temporal de nieve y viento más
extremo de los últimos años. Cerraron estaciones de esquí,
comercios, aeropuerto... suspendido el regreso a España. Lo mejor
para rematarla. Nadie se puede imaginar el humor de perros que se
apoderó de mi misma. Todo el mundo se lo tomó con resignación,
incluso con optimismo, menos yo. No me hacía ni pizca de gracia
acercarme a la ventana y ser testigo directo de aquella ventisca, de
aquellos copos blancos que parecían querer tragárselo todo.
Por la
noche el hotel organizó una fiesta para poner algo de alegría en
medio de la contrariedad. Yo no quería ir, por supuesto no estaba de
humor para fiestas, pero las otras tres me llevaron casi a rastras.
Afortunadamente al poco rato se olvidaron de mi, y mientras ellas
brincaban y reían como locas yo me senté en una esquina. Cerré los
ojos y me imaginé lo bonito que sería estar metida en mi cama, en
mi casa, poniendo el despertador para levantarme al día siguiente a
las seis y acudir al trabajo.
-A mi
tampoco me gusta la nieve
Abrí
los ojos esperanzada, contenta de que alguien pensara como yo y no me
lo podía creer cuando vi que era el monitor de esquí buenorro. El
muchacho resultó ser de Cuenca y estar harto de aquel trabajo en
medio del frío y la nieve, pero no encontró nada mejor. Su carrera
de ingeniería industrial no le había servido para mucho hasta el
momento. Comenzó a contarme cosas y con su parloteo incesante me
olvidé de la tormenta, de la nieve, de la incomunicación y del
retraso en mi vuelta al hogar. Aquel muchacho me hizo mucho más
llevaderos los dos días que duró el vendaval. Y muchos más días
de mi vida. Con deciros que ahora vivo en Cuenca....
Si algún día vienes a visitarme, que sea en el verano, por favor.
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