ALFREDO
Desde al
aeropuerto telefoneé a mi padre y le conté que por problemas
personales había decidido marchar a Nueva York y hacerme cargo de la
delegación de la empresa que se estaba proyectando abrir allí. Le
supliqué que por favor no le contara a nadie mi paradero, al menos
de momento, que simplemente dijera que me había marchado a trabajar
fuera sin día de regreso. No hizo preguntas, pero no era tonto.
Sabía que las cosas entre Manuel y yo no andaban bien últimamente y
no puso ninguna objeción a mi espantada.
Cuando
llegué a Nueva York me dirigí a la oficina en ciernes de lo que
sería mi nuevo puesto de trabajo y me puse manos a la obra. En
realidad la apertura de la nueva delegación estaba prevista para
unos meses más tarde, pero adelantarla era para mí como una terapia
de choque con la que pretendía olvidarme un poco de lo ocurrido,
solo lo pretendía, porque en realidad sabía que eso era totalmente
imposible.
Fueron
meses de duro trabajo, muchos viajes, muchas charlas de negocios,
pero ni por un momento la imagen de Gala consiguió irse de mi
cabeza. Me acordaba de cada momento que habíamos estado juntos desde
el preciso instante en que la conocí, pero sobre todo me acordaba de
nuestra primera y última noche, mientras la amaba, porque realmente
la amaba, y le susurraba al oído palabras de amor que habían estado
guardadas en el fondo de mi corazón durante muchos años esperando
una oportunidad que creía no se presentaría jamás. Seguramente a
aquellas alturas me odiaría y no le faltaba razón. La había
traicionado, aunque en el fondo había sido para que su marido y mi
amigo no le diera la mala vida que no merecía, una vida llena de
deudas y privaciones.
Hablaba
con mi padre con relativa frecuencia. Las conversaciones giraban
siempre en torno a la familia y a los negocios. Ni él me contaba
nada de Gala y Manuel ni yo le preguntaba, ese era el pacto que
habíamos acordado y que ambos cumplíamos a rajatabla. Pero una
mañana me llamó y noté su voz diferente, cargada de preocupación,
de tristeza. No se anduvo con muchos rodeos pero tampoco me dio
demasiados detalles. Simplemente me soltó la noticia a bocajarro.
Manuel había muerto. No necesitaba saber más, puede que tampoco
quisiera saberlo.
Aquella
noche me quedé hasta muy tarde en mi despacho. Cuando Ruby, recién
nombrada mi secretaria personal, entró para preguntarme si se podía
marchar ya a casa, le pedí que se quedara un momento. Se sentó
frente a mí. Nos separaba la mesa de despacho. Me levante y me
dirigí a la pequeña nevera que había al fondo, media oculta entre
unas plantas altas y frondosas. Saqué de su interior una botella de
vino, tomé dos copas de la vitrina y serví una para cada uno. La
muchacha no decía nada, pero se veía que estaba un poco cohibida.
La verdad era que ni yo mismo sabía por qué le había pedido que se
quedara, pero confiaba en ella y necesitaba vaciar mi alma con
alguien, aunque fuera mi secretaria.
-Es un
buen vino, del que se hace en las bodegas de mi padre. Prueba, te
gustará – le dije.
Sin
contestar se llevó la copa a los labios con prudencia, como si
tuviera miedo, como si estuviera acatando una orden de trabajo que
temiera cumplir mal.
-Está
muy bueno – dijo.
-Ruby.... No te he pedido que te quedaras por nada de trabajo,
simplemente necesito hablar. Hoy me han dado la noticia de que mi
mejor amigo se ha muerto.
-Vaya...
lo siento... yo...
No la
dejé hablar más, al fin y al cabo a la pobre se le veía azorada y
sin saber cómo proseguir. Fui yo el que comenzó su propia
historia, desde el principio, desde que conocí a Manuel y a Gala en
la Universidad. Le conté cómo habían sido todos aquellos años,
teniendo que reprimir el deseo y el amor que despertaba en mí la
mujer de mi mejor amigo. Le conté mis noches de borrachera para
intentar olvidar una realidad que no tenía remedio y que solo por
unas horas se alejaba de mí memoria para regresar al día siguiente
de forma más brutal si cabe. Y le conté la apuesta, mi mezquindad,
mis dudas, mi huida.
-Y
ahora Manuel ha muerto. ¿Por qué todo ha tenido que terminar así?
– pregunté de manera absurda.
-No
lo sé. Pero quizá debería usted aprovechar la oportunidad que le
está brindando la vida.
Me
sorprendió su respuesta, convencida y firme. Puede ser el vino la
hubiera desinhibido , o que su aparente timidez fuera solo eso,
aparente, o no fuera más que una prudencia mal entendida por mi
parte.
-¿Qué
quieres decir? – le pregunté mirándola a los ojos.
-Pues
que si usted estaba enamorado de la mujer de su amigo y ahora es
viuda... a lo mejor pasado un tiempo prudencial puede usted intentar
reconquistarla.
-¿Después de lo que le hice? ¿Tú crees que estaría dispuesta?
-No lo
sé – respondió, encogiéndose de hombros –. Yo no la conozco,
pero el tiempo todo lo borra y va mitigando el dolor. Disculpe pero
tengo un poco de prisa. ¿Puedo irme ya?
Sonreí
amargamente. ¡Pobre muchacha! Acaso se había creído que escuchar
mis cavilaciones formaba también parte de sus tareas
administrativas.
-Por
supuesto, Ruby, perdona por entretenerte, no era mi intención.
Se
marchó y yo continué bebiendo, ella apenas había probado su copa.
No sé cuanto tiempo permanecí allí, sentado en la silla de mi
despacho, a oscuras, pensado en la remota posibilidad de que, tal y
como había dicho Ruby, yo intentara reconquistar a Gala. No, era
imposible. Los había perdido para siempre, a lo dos, y mi vida en
España ya no tenía ningún sentido. Y no volví, hasta muchos años
después, con la firme intención, esa vez sí, de recuperar un amor
perdido.
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