A la Gertru le
gustaba el cotilleo más que a un tonto un caramelo. Era de las que
siempre estaban con el oído puesto en la ventana abierta de la
cocina para así poder enterarse de la vida de los vecinos. Entre
sonidos de platos y de batimiento de huevos, entre los aromas de
fritanga y de leche agria, la Gertru captaba las conversaciones y
cuando no conseguía hacerlo una extraña desazón la
reconcomía por dentro. Era su única distracción, puesto que su
marido, jubilado de la fábrica de tabacos, se pasaba el día jugando
al dominó y bebiendo chatos con los amigotes en la taberna.
Aquella mañana la
mujer estaba especialmente inquieta. Mientras machacaba con fuerza en
el almirez un poco a ajo y albahaca para
sazonar el estofado de ternera que iba a cocinar para la cena,
pensaba en el jaleo que se había armado en el piso de arriba la
noche anterior. Ya lo sabía ella. Conocía a Cristinita Hevia de
toda la vida y estaba segura de que no era trigo limpio. Y con todo
lo que se había escuchado aquella noche estaba segura de que tanto
Cristinita como sus secuaces estarían todos en chirona, por lo
menos. En fin, que estaba deseando comentarlo con las vecinas, mas
cuál no sería su sorpresa y regocijo cuando de pronto escuchó el
sonido de la aldaba
de su puerta y cuando fue a abrir se encontró con un señor
uniformado que de inmediato identificó como policía. Lógicamente
si la autoridad quería comenzar su investigación no podría hacerlo
de mejor manera que consultándola a ella.
-Buenos días, señoría – dijo muy nerviosa dando al buen hombre
el tratamiento que se le vino a la mente – supongo que viene por lo
de esta noche, pase, pase, no se quede en la puerta y póngase cómodo
que me parece que tengo mucho que contarle.
-No si yo...
-Deje, deje, no hace falta ni que pregunte que yo le pondré al
tanto de los antecedentes.
-No se moleste señora. Si en realidad estas cosas son bastante
sencillas...
-¿Sencillas? Usted no sabe lo que dice, esto viene de lejos, de muy
lejos ¿Quiere usted una copita de anisete? ¿O tal vez un café?
Pero siéntese, póngase cómodo, que tengo mucho que contarle.
El buen hombre se sentó con cara de pasmarote, mientras pensaba que
ojalá en todas las casas a las que iba lo trataran con semejante
deferencia, y como no tenía prisa... pues sí, iba a aceptar la
copita de anisete que la Gertru ya le estaba sirviendo sin esperar su
respuesta. Luego la mujer se sentó frente a él y comenzó su
perorata.
-Conozco
a Cristinita desde que era una niña, allá en el pueblo. Era la hija
de don Wenceslao Miramontes, un terrateniente altanero y usurero de
cuidado. Desde pequeñita siempre tuvo fama de resabida y espabilada
de más. Mi abuelo, que en gloria esté, que tenía mucho ojo a la
hora de catalogar a
las personas, decía que Cristinita tenía mucha cacumen.
No me mire de ese modo, supongo
que no comprende el significado de esa palabreja, es que mi abuelo
era muy culto, de hecho trabajó durante muchos años como pregonero
del Ayuntamiento y usaba palabras altisonantes a las que casi nadie
encontraba significado. Tener cacumen no es otra cosa que ser aguda,
inteligente, como la Cristinita, que a los cuatro años ya sabía
leer y escribir y a los doce ya se había besado con un muchacho en
la era. En realidad no era más que una fresca. Una caprichosa y
malcriada que siempre tuvo todo lo que quiso y que trató siempre a
la gente con superioridad e impertinencia. Vivió muy deprisa la
muchacha, tanto que a los dieciocho el pueblo se le quedó pequeño y
se vino a la ciudad, cuando algunos ni siquiera la habíamos pisado.
Por aquel entonces se dijo de todo sobre aquella huida. Y ya sabe
usted... cuando el río suena... Regresó al pueblo por primera vez
tres años después de marcharse. Traía un cochazo y un hombre al
lado que quitaba el hipo. Se rumoreó que el dinero lo había
conseguido a través de las drogas y la prostitución y a nadie le
extrañó. Después de aquella vez no volvió por el pueblo, pero de
vez en cuando llegaban rumores sobre su interesante vida. Al parecer
se arruinó, no sé bien el motivo, y continuó metida en aquellos
mundos sórdidos, pero a baja escala, claro.... vamos, que se
convirtió en puta de esquina y en camella de mala muerte. Hace dos
meses se vino a vivir al piso de arriba. Está mayor, pero la conocí
en cuanto la vi, esos ojos negros como el carbón y vivarachos no se
olvidan fácilmente. Llegó con dos hombres en los que no me fijé
demasiado, supongo que serán sus chulos. Uno de ellos parece un
petrimetre, siempre
de punta en blanco, oliendo a perfume caro... el otro anda más
desarreglado y si le digo la verdad, si le tengo en frente no creo
que le conozca, tan poco me he fijado en él. No tienen buena pinta y
desde siempre supe que algo raro se cocía en ese piso. Me imagino
que lo de anoche tuvo que ser de órdago. ¿Los detuvieron a los
tres? ¿Encontraron mucha droga en el piso? Desde luego... me
preocupa mucho que estas viviendas, que siempre estuvieron habitadas
por gente decente, se empiecen a llenar ahora de individuos de dudosa
calaña.
A estas alturas de la conversación el supuesto policía se había
metido entre pecho y espalda tres copitas de anisete que lo estaban
calentando mucho más de lo que le había calentado ya la historia de
la Gertru. Y con la lengua entre suelta y pastosa le dijo:
-Mire señora, no sé de qué coño me está hablando. La historia
que me ha contado no concuerda nada con la realidad. Cristinita es mi
mujer. Espabilada siempre lo fue, tiene usted razón, pero no sé de
dónde ha sacado esos chismes de drogas y puterío. Mi mujer es
peluquera y su hermano, el petri..perti... bueno, eso que le ha
llamado usted, anda siempre tan trajeado porque trabaja de comercial
en una empresa farmacéutica. Desgraciadamente esta noche le dio un
cólico nefrítico y tuvo que venir la ambulancia a buscarlo... No sé
por qué se ha inventado usted semejantes infamias ni tampoco sé por
qué me las ha contado. Yo solo venía a reparar la conexión a la
televisión por cable, que esta mañana me llamó su marido diciendo
que no funcionaba.
-Ah pero.... entonces ¿no es usted policía? - preguntó la Gertru
con un deje de desilusión en su voz.
-No señora, no soy policía, y además cobro por horas, a cuarenta
euros... y ya llevo escuchándola tres cuartos de hora y aún no me
ha indicado ni dónde está la conexión. Claro que a estas
alturas... siendo yo el marido de Cristinita no sé yo si usted
querrá que yo le repare nada, no vaya a ser le contamine la casa.
La Gertru se levantó de su asiento muy apurada y sin decir ni mu
llevó al hombre a la salita y le enseñó el aparato que no
funcionaba como era debido.
-Jodida vieja – murmuró el hombre por lo bajo.
La Gertru regresó a la cocina, volvió al trajín entre tarteras y
olvidándose del hombre que creyó policía, de Cristinita y de su
historia, agudizó de nuevo el oído cerca de la ventana abierta, a
ver de qué se enteraba esta vez.
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