La mayoría de la
gente se piensa que los personajes de los cuadros somos seres inertes
que no siente ni padecen. Nada más lejos de la realidad. Desde el
mismo momento en que el pincel comienza a embadurnar el lienzo, el
pintor no sólo crea una figura, también le insufla un alma, ese
ente de origen incomprensible del que el género humano se cree único
propietario. Y nosotros, las figuras pictóricas, les dejamos que se
lo crean por no armar un escándalo. En realidad no sería muy
agradable encontrarse con el toro del Guernica pastando por ahí, con
lo feo y deforme que es, o a alguno de los bufones de Velázquez
dándose un garbeo por la Puerta del Sol, por poner algún lugar de
ejemplo, o al fusilado del dos de mayo con su cara de susto tomándose
un café por las Ramblas. Somos conscientes de nuestras limitaciones,
así que la mayoría de nosotros optamos por estarnos quietecitos por
toda la eternidad en el lugar que la azarosa mano del pintor nos ha
asignado
Pero de vez en
cuando surge algún alma inquieta, y esa ha sido la mía. Me pintó
un muchacho holandés de nombre impronunciable, conocido por todos
como El Bosco, y me colocó en un prado verde, de la mano de Dios el
creador y al lado de un Adán con cara de bobo, rodeada de animales
exóticos, y cerca de un gato comiéndose un ratón cuya visión de
daba bastante repelús. Mi propio aspecto nunca me hizo demasiada
gracia, pues me pintó una melena larga hasta los pies que en verano
me daba un calor exagerado, sin contar con que mi rostro no era
precisamente bonito. Para colmo de males estaba desnuda, y la mayoría
de los personajes del cuadro también, algunos en actitudes bastante
obscenas, incluso había un hombre al que le salía del culo un
precioso ramillete de flores, que ya me dirán ustedes a qué viene
semejante escenita. Y no digamos ya la última parte del cuadro, que
al parecer refleja los infiernos, allí proliferan los objetos
introducidos por los traseros de los caballeros que da gusto, y
aquella especie de pajarraco tragándose un hombre... en fin, que
todo lo que me rodeaba me era bastante desagradable. Lo único que me
fascinaba era el magnífico lago en el cual muchos de mis compañeros
se refrescaban y se lo pasaban en grande, algo que a mí siempre me
fue negado, pues mi sitio, como madre de la humanidad, era estar
allí, en el medio del prado, al lado de Dios y de mi Adán con cara
de tonto.
Lo cierto es que me
armé de paciencia y resignación y así me mantuve muchos años,
soportando las miradas de admiración de la gente que pasaba por el
museo y hacía ociosos comentarios resaltando la belleza y
magnificencia de la obra de arte que tenía ante sí, con lo que yo
no estaba nada de acuerdo. Además en el fondo siempre creí que
aquellas manifestaciones eran falsan, que aquel conjunto de
incongruencias no podía gustarle a nadie.
Un día mi paciencia
llegó a su fin. Llevaba una temporada acariciando la idea de
buscarme otro cuadro en el que habitar, y lo decidí finalmente una
tarde en la que un mocoso de no más de cinco años le dijo a su
madre: “Mira, mamá, esa señora de la melena larga, qué fea es”
Y su madre observándome con detenimiento repuso: “Si, hijo, es
horrible”. Me ofendió tanto que, como el pequeño no quitaba los
ojos de mi, no pude evitar echarle la lengua, gesto ante el cual
abrió mucho los ojos y corrió a los brazos de su madre llorando a
lágrima viva porque la señora del cuadro le había echado la
lengua. No debía hacerlo, lo sé, pero estaba tan harta que no me
pude resistir.
Lo cierto es que
aquella misma noche mi alma salió del delicioso jardín en el que
había reposado durante varios siglos en busca de alguna otra pintura
en la que me sintiera como yo quería, tranquila, sin visiones
maquiavélicas ni sobresaltos extraños. Lo primero que se me ocurrió
fue hacerme dueña de la Mona Lisa, dentro de ella iba a encontrar el
sosiego que buscaba, aunque sospeché que iba a estar ocupada, como
así fue. En cuanto me planté en el Louvre, delante de tan magna
obra, la muy ladina amplió su enigmática sonrisa y me largó con
viento fresco. “De aquí no me echa nadie, monina”, me dijo, “por
nada del mundo dejo yo de ser la más admirada”. Así que me tuve
que largar con el rabo entre las piernas.
Ya que estaba allí
me di una vuelta por el museo pero ninguno de los cuadros que estaban
libres me pareció idóneo para pasar el resto de mis días. “La
libertad guiando al pueblo” estaba libre, pero no me extraña,
tanta guerra, tanta batalla, y encima enseñando las tetas...
descartada; también me pasé por “La Virgen de las Rocas”, la
primera gran pintura de Leonardo da Vinci y estuve un rato
contemplándola, pensando si hacerme con semejante personaje, pero me
lo pensé mejor; está rodeada de niños, y los niños acaban siempre
dando jaleo, ya lo dice el refrán, quien con niños se acuesta meado
se levanta.
Me volví al Museo
del Prado, y me di un garbeo rápido por las salas. La Maja vestida,
pues la desnuda, ni pensarlo, me parecía muy aburrida. Pasarme el
resto de mis días recostada en un sillón no iba conmigo. Las
Meninas ni soñarlo. Si estando en el Jardín de las delicias me
habían tachado de fea, aquí no quiero ni pensar lo que dirían de
mí, fea y encima deforme. Las Tres Gracias de Rubens parecían estar
pasándoselo muy bien jugando a la rueda como tres estúpidas, y
encima estaban desnudas y les sobraban unos kilos... descartadas.
Decidí marcharme
al museo Reina Sofía, pero una vez allí enseguida me di cuenta de
que dentro de aquellos extraños cuadros no iba a estar a gusto. Ya
casi me iba a dar por vencida y a regresar al Jardín asqueroso del
que había salido, cuando escuché un siseo que parecía llamarme.
Miré a mi alrededor y no vi a nadie, hasta que escuché la voz alta
y clara.
-Soy yo, la que está
asomada a la ventana, de espaldas, como comprenderás no me puedo dar
la vuelta.
Me fijé entonces en
el cuadro que estaba a mi derecha. Era una muchacha asomada a una
ventana, mirando el mar, con un trasero sugerente y una melena morena
recogida de forma descuidada. Me gustaron los tonos azules del
entorno y sobre todo, me encantaron el mar y el cielo que la chica
contemplaba. Cuando vio que había conseguido captar mi atención
siguió hablando.
-¿No estarás
buscando un cuadro en el que meterte, por un casual? - me preguntó.
-Pues sí, chica –
le contesté, previendo que la conversación se presentaba
interesante – llevo cinco siglos en el Jardín de las Delicias y ya
estoy un poco harta. Tendrá mucho colorido y mucha variedad de
personajes, no digo que no, pero es un antro de perdición
subrealista que ya me tiene un poco hastiada. Necesito asentarme en
un lugar relajado y tranquilo.
-¡Ay madre! No me
digas que vienes del Jardín ese, llevó tanto tiempo soñando con
formar parte de toda esa pandilla de personajes depravados... porque
entre tantos que sois supongo que de vez en cuando os cambiaréis de
personaje.
-Ni lo sé ni me
importa, pero supongo que sí.
-Oye y ¿qué te
parece si me cambias? Tú te quedas en este cuadro y yo me voy al
tuyo. Tengo ganas de darle algo de marcha al cuerpo. Ver el mar y el
cielo de Cadaqués está muy bien, pero en su justa medida.
No me lo pensé ni
un instante. Le di las instrucciones necesarias para llegar a mi
cuadro sin complicaciones y aquí me quedé yo, frente a esta venta,
contemplando un paisaje precioso y siendo elogiada por la mayoría de
la gente. No les quiero ni contar la de caballeros que se quedan
enamorados de mi trasero.
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