martes, 27 de diciembre de 2011

ESPIRITU NAVIDEÑO

SARA
No puede ser, no puede ser que me esté pasando esto a mi, a la mujer más previsora del mundo, que estemos a unas horas de la cena de nochebuena y todavía no tenga el menú decidido, jamás me ha ocurrido semejante cosa, aunque bien pensado, nunca he organizado yo la susodicha cenita de las narices, y claro, alguna vez me tenía que tocar, pero que me ocurrieran todo este cúmulo de despropósitos.... Y es que menuda semanita que llevo, es que si le cuento a cualquiera mis vicisitudes no se las cree; y encima esta mañana llamo por teléfono a mi hermana para desahogarme un poco y me salta con que yo no tengo espíritu navideño, ¡tócate las narices! Pues que me diga ella cómo se puede tener espíritu navideño cuando los hados, los angelitos o el mismísimo Papá Noel, se te ponen en contra.
Todo comenzó el lunes pasado con la llamada telefónica de mi cuñada, pidiéndome, rogándome encarecidamente, que organizara yo este año la cena de nochebuena, que ella tenía la cocina manga por hombro porque finalmente se habían decidido a cambiarla y les había pillado el tren. Me cogió tan de sorpresa que no supe negarme, tampoco habría estado bien que lo hiciera, las cosas como son, todas las Navidades se encarga ella de la cena y lo hace con gusto, al menos es lo que ella dice y así debe ser, a juzgar por lo bien que resulta todo, desde la decoración (cuida el más mínimo detalle) hasta el menú, que se debe de pasar dos días cocinando la pobre. Pues eso, que no pude decirle que no y claro, aceptar el reto de mi cuñada no es moco de pavo, porque una tiene su orgullo y no quiere quedar por debajo de nadie, y si a ella le queda todo impecable yo no puedo ser menos, no sé si me entienden.
Lo primero que hice, por supuesto, fue recorrer los mercados en busca del menú más apropiado que además, me resultara barato, cosa harto imposible, porque a estas alturas pretender comprar algo de marisco fresco a buen precio es una chifladura más grande que una casa. Así fue que como todo me pareció caro lo he ido dejando y hoy me vi sin saber que comprar, porque quedan cuatro cosas y si el lunes estaban por las nubes hoy han traspasado ya el espacio exterior. Percebes no, bogavante no, cigalas no, almejas no..... he terminado comprando unas cazuelas de gambas al ajillo congeladas y unos cuantos berberechos que he pagado a precio de oro y que no sé ni de qué manera los voy a cocinar.
Con la carne me ha pasado otro tanto. Mi marido me decía que comprara cordero y que me dejara de mirar tanto el precio, que para eso está la paga extra, para gastar en las navidades, pero yo le he dicho que de eso nada, que la paga extra me la voy a guardar para el viaje a Canarias que me voy a regalar a mi misma en el verano, solo faltaría que la fuera a dilapidar comprando comida para un montón de energúmenos (véase hermanos, cuñados, sobrinos y demás) a los que todo les parece poco y que al final terminan sin probar bocado, dejando comida para que los anfitriones la aprovechen durante un mes. El pobre me ha mirado con cara de circunstancia, se ha encogido de hombros y ha seguido a lo suyo, dejándome sola con mis cavilaciones. He pasado la semana con la firme convicción de que un supermercado maravilloso, el que fuera, sacaría la más tentadora de las ofertas y me pondría en bandeja (nunca mejor dicho) una cena de nochebuena a precio de ganga, ilusa de mí. Por el marisco pagué de más, pero por la carne no se me dio ni la oportunidad de pagar. El carnicero de la esquina me ha dicho que en un día como hoy sólo atiende encargos y en el super del señor Ramón no tenían más que filetes de cerdo que he tenido que comprar a regañadientes, porque ya me dirán, con qué cara pongo esta noche filetes de cerdo para cenar.
¿Y la decoración? Esa es otra. Yo, que no tengo ni una mísera figurita de belén, ni una triste guirnalda para el árbol, que me da igual si el mantel es rojo y verde que amarillo limón, que no tengo un plato que case con otro....me he tenido que gastar un dineral en vajilla, manteles, un candelabro muy cuco para la mesa del comedor...y eso que me metí en la primera tienda de chinos que encontré, que si no me arruino completamente y no me hubiera quedado un duro para la cena. A fin de cuentas como yo no tengo gusto para estas cosas, miro y remiro la mesa, puesta desde esta mañana y no me acaba de convencer, desde luego nada que ver con la de mi cuñada, que tentada estuve de llamarla para que me echara una mano, y si no lo hice fue por orgullo, por mi estúpido orgullo.
Lo peor fue que el niño se empeñó en poner un arbolito de navidad, como en casa de la tía, ya que este año Papá Noel nos visitaría en nuestro propio hogar, justo era que el viejo gordinflón tuviera un lugar decente para colocar los regalos. De nuevo quise decir que no, pero me topé de narices con el entusiasmo de su padre, tan grande como el del niño, y de nuevo hube de tragar. Para no resultar aguafiestas me uní a la propuesta y sugerí ir a comprar el arbolito, como no, a la tienda de los chinos, pero mi maravillosa idea cayó en saco roto. Nada de árbol artificial, padre e hijo se irían al monte a hacerse con un precioso pino natural que quedan mucho más monos. Si,claro que se fueron y regresaron a las diez de la noche después de pasarse más de seis horas fuera, que ya me tenían más que preocupada, cargados no sólo con un pino precioso, sino también con una sustanciosa multa que les metió un guardia cuando los cazó en pleno robo del navideño arbolito.
Y de los regalos mejor no hablar. No he podido comprar nada de lo que tenía pensado. A mi marido quise comprarle un chaquetón monísimo, de esos forrados de borreguillo, vamos, lo mejorcito contra el frío, y para él la cuenta, que tiene que salir de casa a las seis de la mañana, hiele, nieve o llueva a mares. Pues todos los días pasando por delante del escaparate de la tienda y el chaquetón allí, esperando por mi y el día que entro en la tienda con intención de comprarlo... que me dice la dependienta que esa mañana se han llevado el último que les quedaba, ya me dirán si no es mala suerte. Al final he tenido que comprarle otro chaquetón, que está bien, pero nada que ver con el del escaparate.
Pero lo peor de todo me ha ocurrido con el niño, y esta vez si que ha sido mala suerte, porque empecé a preguntar por el jueguecito que quiere para la consola hace más de un mes y nada, agotado en todos lados. Unos me dicen que les vendrá en breve, otros que ya no lo van a tener más.... el caso es que esta noche llega Papá Noel, y mi niño está ilusionado con su juego. Le he comprado otro, pero me da la impresión de que no va a colar, y a estas alturas poco me queda ya por hacer.
Así pues ya me dirán, después de tanta vicisitud, como rayos voy a tener espíritu navideño. Sólo me queda esperar que la ciencia infusa me inspire con el lánguido menú que tengo preparado y no me critiquen demasiado, ni por la comida, ni por la decoración, ni por la cara de vinagre que seguro que se me ha quedado después de esta semanita. ¡Y que viva la Navidad!

BERTA
Me encanta la Navidad y no puedo entender por qué la gente la odia tanto. Supongo que será el espíritu navideño, que algunos lo tenemos muy agudizado y otros carecen de él. Ayer por la mañana me llamó mi hermana para contarme un montón de desgracias. Le ha tocado organizar la cena de nochebuena y al parecer nada le salía bien, aunque yo creo que exageraba un poco. Se me ha ocurrido decirle que no tiene espíritu navideño y creo que si no llega a estar el teléfono de por medio me hubiera mordido. Vamos, si hasta me ha colgado. Pero no me he enfadado con ella, todo lo contrario, a la gente que no le gusta la navidad no hay que tomárselo en cuenta, bastante tienen con su falta de gusto. Así que he cogido el toro por los cuernos y me he dispuesto a ayudarla.
Es curioso, todo lo que a ella le ha salido mal, a mi se me ha dado de corrido. Me he hecho con unos kilitos de gambón, congelado eso sí, pero a muy buen precio y en un hipermercado vendían unos jamones asados para chuparse los dedos. He llevado de mi casa la vajilla que me regalaron mis amigas por mi boda, que aún estaba sin estrenar, y he comprado unos manteles de usar y tirar que dan el pego como si fuera el mejor mantel del hilo más fino. Cuando he llegado a su casa y me ha visto cargada con todo, se ha quedado con la boca abierta y apenas se lo podía creer, tanto más cuando le enseñé el juego que quería su niño, que lo encontré en una juguetería de mala muerte de casualidad.
Le he organizado todo el cotarro mientras ella me miraba con cara de boba, como si yo fuera un Dios, y no ha parado de darme las gracias por la bajo para que nadie se enterara de nuestro complot. Al final todo ha salido de maravilla, incluso nuestra cuñada, la que todo hace bien, la ha felicitado por la fantástica cena. Y es que digan lo que digan, el espíritu navideño contribuye en gran manera darnos la felicidad, a que todo salga bien, a que estemos contentos y adoremos unas fechas tan entrañables....ojalá durara todo el año ¿no creen?

lunes, 19 de diciembre de 2011

AQUEL BESO INOLVIDABLE




Se dejaba acariciar la mano derecha, que reposaba lánguida encima del mantel, en aquella cafetería de ambiente mustio y rancio que todos los días albergaba su café de media mañana.
-Ha sido maravilloso encontrarnos de nuevo Rosa. Jamás imaginé que después de tantos años volveríamos a vernos y mucho menos que renacieran en mí todas estas sensaciones que ya tenía casi olvidadas. ¿Recuerdas nuestro beso? Allí, junto al mar, bajo aquel aguacero que de pronto se hizo cómplice de nuestros deseos… Fue un beso inolvidable ¿verdad Rosa?
La mujer bajó la mirada y la posó sobre la mano masculina que con estudiada delicadeza rozaba la suya propia y recordó el momento aludido por el hombre. Ocurrió el verano de sus diecisiete años, en aquel pueblo cerca del mar que olía a naranjos y a sal. Allí le conoció y se enamoró de él como una estúpida, con la estupidez propia de la juventud, de la inocencia, de la confianza ciega y así se dejó envolver por sus palabras, por sus ojos negros que parecían acariciarla en cada mirada, por unas promesas que le ofrecieron alcanzar el cielo sin tener que alargar el brazo para intentar tocarlo. Y después aquel beso, el primer beso, el último beso antes de la despedida, el roce de unos labios que se empeñó en acompañarla en su existir.
Ya nada fue igual el verano siguiente. La vida, siempre cruel y caprichosa, quiso alejarla de aquel amor primero y colocó en el camino del muchacho otra ilusión a la que regaló sus miradas, sus palabras, sus besos. Y Rosa paseó a la orilla del mar del brazo de la amargura, derramando lágrimas que se confundían con las olas en un vaivén que ya nada tenía de hermoso, odiándose a sí misma por haber sido tan imbécil, tan ingenua, por haberse dejado embaucar por un cariño que nunca fue tal.
Levantó la vista del mantel y fijó sus ojos en el rostro del hombre. A pesar de los años transcurridos la vida no le había castigado demasiado, por eso lo reconoció en seguida cuando lo vio entrar en el bar, apenas unos días antes. El corazón le dio un vuelco en cuanto se percató de su presencia y en aquella pirueta inesperada volvieron a su cerebro los recuerdos dormidos de aquella juventud que los años iban alejando inexorablemente, desdibujando las imágenes, distorsionando la realidad.
-Sí, fue un beso muy hermoso – contestó simplemente y se volvió a hundir en los recuerdos que él se empeñaba en relatar como si no hubiese pasado el tiempo.
-Tal vez podamos revivir todo aquello ¿no crees Rosa? Si la vida ha hecho que se crucen nuestros caminos tiene que ser por algún motivo. Todo tiene un porqué, y este encuentro no ha de ser diferente.
Rosa miró hacia la calle. Llovía y la gente caminaba con prisa. Se fijó en una mujer joven que a la que parecía no importar que el aguacero mojara su pelo, su rostro enjuto y triste, y sin saber muy bien el motivo pensó que seguramente aquella chica necesitara lavar su corazón, desnudarlo de desencantos, como ella misma había hecho un día con su propio corazón. Sus lágrimas transparentes y saladas habían sido la lluvia que la había despojado de la angustia de un amor juvenil no correspondido. Y ahora volvía a estar allí, frente a ella, como entonces, como siempre.
-Tienes razón – dijo por fin – todo tiene un motivo, incluso las cosas malas que nos ocurren, ocurren porque así tiene que ser. Pero en este caso no hay nada que revivir. Es cierto, aquel beso fue muy bonito, nunca pude olvidarlo, pero sí te olvidé a ti y tal vez este encuentro inesperado tenga por motivo algo tan simple como poder decirte esto. Me dolió tu abandono, pero el tiempo borró mi desdicha y hoy no eres ni siquiera un recuerdo amargo. Me alegro de verte y gracias por el café. Ahora tengo que irme.
Se levantó y salió del bar sintiendo sobre sí la mirada del hombre. El sol se abría paso entre las nubes grises. Mientras caminaba sentía que el incipiente calor de la primavera iba borrando el recuerdo de aquel beso del que se había despojado hacía unos segundos. Y sonrió feliz.

sábado, 17 de diciembre de 2011

EL REGALO

La verdad es que su mujer, Sara, no mejoraba y que, por el contrario, se hundía más y más en aquella depresión ante la que él se sentía impotente. Por ello, apenas la dejaba sola un momento y procuraba, con su atención, con su ternura, ilusionarla en pequeñas cercanías, en conversaciones esperanzadas.
-Al fin y al cabo no somos tan viejos, ni mucho menos.Tú cumplirás mañana los sesenta y yo te llevo dos solamente, así es que, con un poco de suerte, nos queda mucha vida por delante. Nuestros hijos están situados y nos quieren. Nos rodean de halagos y de mimos como si, poco a poco, fuésemos nosotros convirtiéndonos en hijos suyos y ellos en nuestros padres. Supongo que siempre es así, ¿no te parece, Sara?
Y ella le miraba desde el fondo oscuro de sus ojos, que a veces perdían tanto la expresión que él, Andrés, se asustaba. Sara se levantó de la butaca, junto a la ventana desde la que, durante horas,parecía hundirse también en el paisaje de la calle. Los médicos le decían a Andrés que tuviese paciencia, que estas cosas son siempre largas, que la tristeza, la depresión, la melancolía no son bacterias y que es necesario tener mucho ánimo porque, seguramente pronto, su mujer se restablecería y después ya nadie se acordaría de aquel doloroso episodio que había venido a turbar la sosegada felicidad del matrimonio.
-Por eso, Sara, tú debes de poner todo de tu parte y ayudar a los médicos y a mí ¿comprendes? Porque me duele mucho verte así, sin ganas de nada, sin apenas palabras, tan callada siempre....
Sara se fue acercando lentamente y cuando estuvo a su lado le acarició la cabeza y pasó despacio los dedos por la frente del hombre. Luego sus labios se abrieron en un murmullo
-Andrés yo...te quiero mucho y no quiero que sufras. Lo mejor sería que Dios me llevase, así dejaría de estorbar.
Andrés tomo las manos de Sara entre las suyas y se esforzó para que su voz no fuera un gemido lleno de dolor.
-No vuelvas a decir esa tontería nunca más ¿me oyes? Pronto estarás bien y todo esto te parecerá una pesadilla. Anda, ¿por qué no pones la televisión y te distraes un poco?
Luego,con una sonrisa de picardía añadió:
-Tengo que salir un momento, Sara. Tengo que comprar una cosa. ¡Mañana es tu cumpleaños! ¿no?

Anduvo vacilante por las calles, sin rumbo en su corazón,sin alegría en todos aquellos objetos entre los que no sabía qué elegir.”¿Qué puede interesarte, Sara? Como otras veces sostendrás este bonito collar entre tus manos y me darás las gracias con esa voz que ya en nada se parece a la tuya de siempre.... Bueno, será mejor regresar. No me gusta que te quedes sola tanto tiempo”.
Apresuró el paso y se contrarió cuando le detuvo Teresa, aquella prima lejana con la que apenas mantenían una relación de proximidad, y le preguntó cómo seguía Sara
-¡Hace tanto tiempo que no nos vemos...! Un día de estos iré a verla. A lo mejor le gusta que la visite y se distrae.
Le dijo que si, que fuese cuando quisiera, que ellos no salían casi nunca de casa y menos desde que su mujer se encontraba enferma con aquella depresión que nadie, ni ella misma, o ella menos que nadie, sabía de dónde pudo llegarle.
Aún se detuvo un instante para entrar en el estanco y comprar un paquete de cigarrillos. La estanquera le conocía desde hacía muchos años y también se interesó por el estado de su mujer.
-Dele recuerdos de mi parte ¿quiere? Es tan amable...
“Todos te quieren, Sara”, pensó “todos desearían verte de nuevo alegre y feliz, como antes, como siempre hasta que llegó esta sombra maldita”.
Encendió un cigarrillo y dobló la esquina, muy cerca ya de su casa. Algo, súbitamente, lo hizo alzar la mirada hacia las ventanas del piso, y el corazón se le revolvió en un latido disparado cuando vio en ellas a Sara asomada, terriblemente asomada, basculando su cuerpo hacia la calle. Andrés supo lo que iba a suceder y corrió, corrió desesperadamente, gritando el nombre de su mujer y abriendo los brazos. El cuerpo de Sara cayó exactamente sobre aquellos brazos, sobre aquel otro cuerpo que no pudo resistir el empuje y se venció hacia atrás, en una ridícula y triste pirueta mortal al golpearse la cabeza contra el pavimento. Sara resultó absolutamente ilesa. Allí, en la calle, nadie reparó en el pequeño paquete que contenía el regalo de cumpleaños.


martes, 13 de diciembre de 2011

BESOS DE CHOCOLATE

El sol caía en la tibia tarde de finales de primavera. Un grupo de adolescentes nos entreteníamos limpiando el viejo local de la playa, una cabaña abandonada que hacía años había hecho las veces de bar. Se acercaba el verano, un verano que todavía se nos antojaba largo y ocioso, sin preocupaciones, un verano en el que el tiempo todavía no se empeñaría en emprender su loca carr

era hacia ninguna parte. Aquel sería nuestro cuartel general, nuestro refugio, nuestro lugar de encuentros en los anocheceres calurosos que se avecinaban. No sé en que punto de la tarde apareciste tú, pero de repente mi mirada se cruzó con tu mirada azul, tan azul como ese mar cuyo susurro nos llegaba cercano, preludio de encuentros esperados y ya próximos. Te quedaste allí, junto a mí, hablándome de no sé qué cosas, sólo recuerdo que me hacías reír, que me sentía a gusto a tu lado, que despertaste en mí un sentimiento hasta entonces desconocido.
Me enamoré de ti con la rapidez propia de los quince años, dejándome empapar de tu sonrisa, dejándome atrapar por tus palabras. Y con el verano que llegaba comenzó el cortejo infantil, inocente, cándido, los paseos por el pueblo, las largas conversaciones sin tema aparente, los roces furtivos de manos que agitaban mi cuerpo, provocándome sensaciones nuevas. Fueron momentos que quedaron gravados en mi memoria con fuerza, con tanta fuerza que no podría olvidarlos aunque me empeñara en ello.
Una noche, al son de la música estridente y chabacana de una orquesta cualquiera, vibrante el pueblo de alegría celebrando su fiesta, miraste mis labios vírgenes y quisiste besarlos. Ya no te bastaba cogerme de la mano.
-Tienes un color bonito en los labios – me dijiste.
-Saben a chocolate – te respondí.
Me pediste probarlos y por toda respuesta saqué la barra de labios con sabor a chocolate del bolsillo de mi pantalón. Te la ofrecí y la rechazaste con una sonrisa pícara, una sonrisa que me decía que mas temprano que tarde conseguirías tu propósito, que también era el mío, aunque no quisiera admitirlo. De pronto el cielo se convirtió en cómplice de nuestro amor adolescente y descargó un aguacero que nos obligó a resguardarnos bajo un frondoso árbol. Y allí, mientras la lluvia caía con fuerza me robaste el beso deseado, saboreando mis labios con suavidad e inexperiencia. Sabían a chocolate. Supieron a chocolate todos los besos que unieron nuestras bocas ansiosas en aquel verano ya tan lejano. Pero el tiempo, con impertinencia y descaro sembró el desencanto, la desilusión, y aquel amor repentino y loco se terminó casi con la misma rapidez con la que había comenzado. Emprendimos caminos diferentes, caminos que nos llevaron a otras gentes, a nuevas experiencias, en definitiva a otros besos, que nunca, nunca más, fueron de chocolate.

jueves, 8 de diciembre de 2011

LÁGRIMAS DE CARBON

LÁGRIMAS DE CARBÓN.
Aquella mañana me levanté con una opresión en el pecho que se empeñó en acompañarme hora tras hora. No tenía motivos para estar triste pero lo estaba, no había razón para la angustia pero no era capaz de alejarla de mí. Intentaba pensar en él, en las caricias que dejaba prendidas en mi piel cada vez que estábamos juntos, en los besos que depositaba en cada rincón de mi cuerpo y que yo guardaba en la caja de mi corazón enamorado.
Yo era sólo una niña, y como tal, me dejaba llevar por la inocencia y por un amor peligroso que había tambaleado los cimientos de mi vida desde que se presentó en ella. Aquella noche volveríamos a encontrarnos en la ribera del río y allí daríamos rienda suelta a nuestra pasión prohibida.
Eran las siete cuando escuché el sonido agudo de la sirena. Yo estaba delante del espejo, arreglándome para mi encuentro con él, pero supe que ya no merecía la pena continuar. Mi corazón dio un vuelco anunciándome la desgracia.
Me senté en la mecedora de la galería y me dispuse a esperar no sabía muy bien qué. Cuando la noche cayó me atreví a salir. Me fui hasta la entrada de la mina y me oculté entre los matorrales. Allí estaba ella. Su presencia me confirmó mis negros augurios.
Me senté en el suelo, cerré los ojos y recé, rogué a un dios en el que no creía que la maldita mina me lo devolviera vivo. Pero no hubo suerte. Un grito desgarrador rompió el silencio de la noche. Asomé mi cabeza y la vi, arrodillada al lado del cuerpo inerte de su marido.
-Sabes que no puedo abandonarla – me decía cuando yo me quejaba de nuestro amor clandestino – pero yo te amo a ti.
Me amaba a mí, pero ella era la que disfrutaba de su presencia, la que compartía su vida, la que aquella noche lloraba su muerte como yo jamás la podría llorar.
Tomé de suelo un trozo de carbón y me volví a casa. Delante del espejo que aquella misma tarde me había visto ponerme bella para él, pinté mi cara con aquel trozo de negro carbón y dejé que mis lágrimas prohibidas surcaran mis mejillas arrastrando toda la negrura que tiznaba mi alma. No sé por qué hice aquel gesto, no me lo preguntes, pero alivió mi inquietud y sosegó mi ánimo.
Ocho meses más tarde naciste tú. Han pasado ya tantos años… Mañana empiezas a trabajar en la mina, pero no te preocupes, él te cuidará, no dejará que nada te ocurra, no permitirá jamás que mis lágrimas vuelvan a ser de carbón.


martes, 29 de noviembre de 2011

CANCION DE ADIOS





Las primera luces del alba se cuelan por la ventana entreabierta. Miro el reloj. Pasan unos minutos de las seis de la mañana y el calor ya se está haciendo insoportable, ni siquiera la tenue brisa que se cuela por la rendija logra aliviar un poco la sensación bochornosa. La habitación huele a sudor rancio y a humedad. Tu cuerpo yace en la cama, a mi lado. Tu respiración lenta y acompasada me dice que estás plácidamente dormido. Contemplo tu bello rostro y por un segundo se adueña de mí una infinita ternura. Me gusta tu piel blanca, tu cabello rizado, tus ojos color avellana, tu nariz recta y afilada, tu sonrisa de dientes blanquísimos y perfectos. Me entristezco al pensar que pronto podré verlos tan sólo en mi recuerdo.Me levanto y enciendo un cigarrillo, me acerco a la ventana y me siento en el alféizar. Me entretengo un rato en observar el humo que sale de mi boca, después de haber ensuciado un poco más mis pulmones. Sonrío al recordar que no fumaba hasta que te conocí. ¿Te acuerdas? una noche de verano, casi tan calurosa como ésta, en aquella playa de Ibiza. Era la primera vez que salía de casa sin mis padres y estaba ávida de experimentar emociones desconocidas. Acababa de cumplir dieciocho años, tú tenías veinte. Yo por aquel entonces era una chiquilla ingenua y enamoradiza, por eso puedo decir sin tapujos que me enamoré de ti en cuanto te vi, aunque muchos se empeñen en afirmar que eso no puede ser. Salías del agua vestido con unos pantalones vaqueros empapados. Pesaban tanto que apenas te permitían caminar. Tu torso, atlético y cubierto de bello, desnudo, mojado, atrajo mi mirada y despertó en mí un deseo que jamás había sentido. Al pasar por mi lado me miraste y me premiaste con tu sonrisa, una sonrisa que me encandiló de tal forma que te perseguí de forma inconsciente durante toda aquella noche de fiesta. No sé si fue el azar, la casualidad o la misma vida que hace de las suyas, pero al día siguiente estabas en la playa. Esta vez te acercaste a mí con el descarado propósito de ligar conmigo. Y el "cómo te llamas", "estudias o trabajas", nos fue llevando la conversación hacia otros derroteros mucho más interesantes. Por la noche viniste a buscarme al hotel y me llevaste a otra fiesta. Fue allí donde me ofreciste el primer cigarrillo, que yo acepté por la vergüenza que me daba decirte que no había probado el tabaco nunca en mi vida. Ya ves, con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi único vicio, un vicio que no quiero abandonar porque me une a ti, a esas tardes de invierno que tantas veces hemos pasado charlando entre cigarrillos y café. Nos hicimos inseparables, amigos, colegas...pero ambos queríamos más y terminamos por dárnoslo. La última noche de mi estancia en la isla me tomaste de la mano y nos fuimos a pasear por la playa donde nos habíamos visto por primera vez. Yo sabía que eran nuestros últimos momentos juntos, que el amor que sentía por ti tenía las horas contadas por fuerza, no por voluntad propia, y mientras caminábamos descalzos, dejando que las olas que rompían en la orilla acariciaran nuestros pies, pugnaba por no llorar delante de ti, para que no te dieras cuenta de la pena tan grande que sentía al tener que dejarte. Al mismo tiempo mi cuerpo te pedía, insinuante, que le dejaras algún recuerdo, alguna huella que quedara perdurable pegada a mi piel recién salida de la adolescencia. Años después me confesarías que tú sentías lo mismo, que deseabas unirte a mí como un animal en celo. Por eso me llevaste a la esquina más oscura y allí nos amamos con pasión desenfrenada, sabiendo que era la primera y la última vez que nos regalaríamos las caricias y los besos que salían de nuestras manos y de nuestras bocas.
Ya te he contado mil veces las lágrimas que derramé por ti en el avión de vuelta a casa. Ahora lo pienso, después de pasado el tiempo, y hasta me siento estúpida. Estúpida por pensar que lo nuestro tendría que ser como los amores eternos que sólo existen en las películas, en las novelas rosa que devoraba en la soledad de mi habitación en los fríos y grises días del invierno. Y es que cuando se tienen dieciocho años, el amor soñado y no conseguido se convierte en una tragedia que amenaza nuestra existencia haciéndonos creer que ya jamás podremos volver a amar. Metida en aquel avión, encerrada en aquel aparato a muchos kilómetros del suelo, eso era lo que yo pensaba: que a nadie volvería a querer como te había querido a ti, que nadie podría paliar mi sufrimiento.
Pensé que jamás volveríamos a estar juntos, por eso no me llevé de ti recuerdo alguno, ni siquiera un número de teléfono, era mejor perder todo contacto para así hacer más rápido el olvido. No podía imaginarme que sólo unos meses más tarde volverías a mi lado, que estarías esperándome una lluviosa tarde de enero a la salida de la facultad, para decirme que el amor que sentías por mí te había desbordado, que era tan intenso que no podías dejar de pensar en mí, que querías que pasáramos el resto de la vida juntos. Creo que aquel fue el momento más feliz de mi existencia. Volver a estar contigo colmaba todos mis deseos, que sintieras por mí lo mismo que yo por ti significaba la realización de todos mis sueños.
Sí, debo de reconocerlo, tuvimos una vida plena, el camino andado juntos ha tenido más rosas que espinas y los años que hasta hoy han pasado lo han hecho demasiado rápido tal vez, pero ha llegado a su fin, ya no hay lugar hacia dónde ir, ya no hay ruta que tomar, que elegir. No sé en qué momento me envolvió el desencanto, no sé cuál fue el instante preciso en que tu presencia empezó a molestarme, en que la pasión abandonó nuestro lecho. Supongo que la rutina se instaló entre nosotros y poco a poco dejamos de ser diferentes a los demás, empezamos a hacer las mismas cosas, a tener sus mismos problemas, a vivir su misma vida insulsa.
Y un día te miré y me pareciste un extraño. Por más que quise recuperar nuestra historia pasada, no fue posible, no es posible, precisamente por eso, porque ya ha pasado, porque sus protagonistas han cambiado, porque tú y yo ya no somos los mismos de antes. Así es que he decidido irme, antes de que el amor que aun queda entre nosotros se termine y acabemos convertidos en enemigos. Te lo he intentado explicar y no lo entiendes, niegas lo evidente una y otra vez, aunque sabes que tengo razón. Por eso he elegido este momento para irme, mientras duermes, sin que te des cuenta, para que no intentes retenerme, para no tener que enfrentarme a esos ojos que me pedirán con insistencia que me quede. Sé que irme así no es sino un acto de cobardía, pero no me siento con fuerzas para una despedida cara a cara. Me gustaría hacer el amor contigo por última vez, regalarte de nuevo besos y caricias, pero no es posible, no serían sinceros.
Me voy, mi vida, me voy sin rumbo fijo, a algún lugar donde poder refugiarme para olvidarte. Te dejaré esta carta encima de tu mesilla para que la leas cuando despiertes. Por favor, no me guardes rencor.
Cojo mi pequeña maleta y pongo en ella cuatro cosas. Te miro por última vez. Al cerrar la puerta de la habitación me viene a la memoria esa canción que tantas veces he escuchado últimamente pensando en ti: fuiste todo, pero fuiste, yo no sé si me entendiste, que te estoy diciendo adiós.

jueves, 24 de noviembre de 2011

LA LUZ DE ORIENTE




Kin Lei se levantó temprano, como cada día, y en un gesto rutinario se acercó a la ventana de la mísera cabaña que tenía por casa y miró hacia fuera. Todavía no había amanecido y el cielo se mostraba estrellado y limpio, indicio de que el día que estaba por llegar sería claro y caluroso, como la mayoría de los días de aquel verano que parecía no tener fin. Ya estaban a mediados de septiembre y el calor bochornoso que los había acompañado los últimos meses se negaba a desaparecer. A Kin Lei le gustaba el verano, pero reconocía que las altas temperaturas estaban acabando con ella. Demasiado trabajo sobre sus espaldas y aquel vientre que parecía crecer por momentos.... Se acarició la abultada tripa y por un instante se adueñó de ella una infinita ternura. Según sus cálculos, en cualquier momento podría tener entre sus brazos a su pequeño y esta vez estaba segura de que nada iba a salir mal, de que sería un niño, el varón deseado por su marido, la fuerza necesaria para sacar adelante el hogar cuando ellos fueran viejos y no pudieran hacerse cargo.
Le había costado convencer a su marido de que ansiaba tener un hijo, de que su instinto maternal era superior a todos los argumentos en contra que él pudiera darle. Nei Li decía que un hijo era una carga que ellos no se podían permitir, que generaba muchos gastos y mucho trabajo, que sus propios padres eran mayores y pronto habría que cuidarlos.... Cada noche, cuando Kin Lei insistía, él se inventaba una excusa diferente. “¿Y cuando nosotros seamos viejos y decrépitos?” le preguntó un día Kin Lei, “¿quién nos cuidará a nosotros? ¿Quién hará todo el trabajo que ahora hacen nuestros brazos?” Nei Li pensó entonces que tal vez su mujer tuviera razón, que en cuanto el muchacho creciera y se hiciera fuerte, en la casa habría una mano más para trabajar y accedió a los deseos de su esposa, pero bajo una condición: si el hijo fuera una niña, la entregarían en un orfanato de la capital, sólo se quedarían con el pequeño en el caso de que fuera un varón; las niñas no servían para mucho, salvo para dar problemas y con el tiempo irse de casa a la casa de su marido, dejándolos como estaban antes de su llegada, solos y sin ayuda.
Le pareció bien a Kin Lei la condición de su marido, pues estaba segura de que su primer hijo sería un niño, no podía ser de otro modo. Demasiado tiempo le había costado convencer a su esposo para que Dios ahora fuera a castigarles dándoles una hija.
Pero se considerase un castigo o no, aquel primer hijo que dio a luz Kin Lei fue una niña, una niña preciosa, fuerte y sana, cuyo nacimiento fue el mayor contratiempo para Nei Li y la tristeza más grande para su esposa, no por el hecho en si da haber parido una hembra, sino por la horrible condición que le había impuesto su marido y que ella, en su día, se mostró dispuesta a cumplir. No sabía que llegado el momento no iba a ser tan fácil separarse de aquella pequeña que era carne de su carne, continuación de si misma. Mas aun así, no se le ocurrió rogar ni suplicar a Nei Li que le dejase quedar con su hija, no podía faltar a su palabra y tragándose las lágrimas, ocultando su desesperación, acudió con él a un orfanato de la capital, tal y como habían acordado, para dejar allí un pedacito de su alma, un trozo de su corazón que nunca más podría recuperar.
Algún tiempo después Kin Lei volvió a quedar en estado. Su nuevo embarazo, por un lado, le ayudó a mitigar un poco la pena por el abandono de su primera hija y por otro hizo aparecer dentro de sí el temor a un nuevo fracaso. Si gestaba de nuevo una niña tal vez no fuera capaz de soportar su pérdida. Sin embargo conforme los meses iban pasando, la confianza iba ganando terreno al miedo y a aquellas alturas la muchacha estaba plenamente convencida de que el ser que se guarecía en su vientre era un varón, esta vez no iba a fallar de nuevo.
Kin Lei encendió la lumbre y se puso manos a la obra. Su marido ya había salido hacia los campos y a ella le quedaba por delante una dura jornada de trabajo, preparar el desayuno, levantar y asear a su suegra, ordeñar y alimentar a las cabras, recoger los huevos del gallinero.... . Hizo las tortitas de harina de arroz, hirvió agua para el té y se acercó al lecho de la madre de su esposo que dormía plácidamente. Era una mujer muy mayor, que apenas podía moverse y cuya cabeza ya no funcionaba como antes, una dura carga para la muchacha, carga que soportaba estoicamente pues pensaba que era su deber. La tapó con la fina manta y pensó en su propia madre, a la que no había vuelto a ver desde que salió de su casa para casarse con su marido y venirse con él a aquella aldea que estaba lejos de todo, de su propia aldea, de su familia, de los seres queridos que había dejado atrás hacía ya tantos años. Por unos instantes se sintió desfallecer y hubo de sentarse en el catre. Sintió unas desgarradoras ganas de llorar al pensar que tal vez su vida estuviera marcada por los abandonos, de su madre, de sus hijas, de todo lo que amaba.... ¿podía haber en el mundo alguien marcado por semejante destino? Fue entonces cuando sintió correr entre sus piernas el líquido caliente que anunciaba que el momento había llegado por fin. No podía distraerse ahora pensando bobadas, tenía que terminar las tareas principales que nadie podría hacer antes de que los dolores le impidieran continuar con el trabajo. Le dio tiempo a levantar a su suegra y darle el desayuno, pero cuando se disponía a ordeñar las cabras las molestias se hicieron más intensas y no le quedó más remedio que avisar a la vecina para que le ayudara en el inminente parto.

Nei Li regresó de los campos de arroz al atardecer, cuando el sol estaba a punto de ponerse y sus rayos esparcían una luz dorada que parecía acariciar la tierra. La dura jornada había terminado y ahora tocaba descansar. Le gustaba sentarse con su mujer en el patio, en los dulces y largos atardeceres del tórrido verano y juntos contemplar aquella luz, en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos, pero cómplices, unidos por la belleza que tenían ante sus ojos y que parecía metérseles en el alma.
Le extrañó que Kin Lei no estuviera esperándolo a la puerta de casa, como todos los días, y presintió que el momento había llegado. Apresuró el paso y entró en la casa deseoso de ver a su hijo, seguro de que esa vez Dios los obsequiaría con el varón deseado, por eso no pudo evitar sentirse desolado cuando encontró a su esposa presa del llanto y a la vecina con la niña en brazos, porque....de nuevo había nacido una hembra.
Incapaz de soportar la situación salió de la casa. “Los hombres no lloran”, se dijo a si mismo, y haciendo acopio de unas fuerzas que estaba lejos de sentir entró de nuevo en la humilde vivienda y preparó todo para viajar al día siguiente a la capital. Esta vez no iba a esperar ni un día más de lo necesario. Mientras, Kin Lei miraba a través de la ventana aquella luz dorada que iluminaba el aire y, sin saber muy bien el motivo, pensó que esa misma luz sería la que mañana se llevaría a su hija lejos de ella para siempre.
*
Elena esperaba nerviosa en la habitación del hotel que Manuel, su marido, le diera el aviso de que el taxi los estaba esperando. Apenas una hora y media de viaje la separaba de su sueño, de esa ilusión que la había tenido encandilada cinco años, los que duró el proceso de adopción. Ambos sabían que no sería fácil, pero también estaban seguros de que tanto sinsabor acabaría mereciendo la pena.
Elena se sentó al borde de la cama y recordó el día exacto en que supieron que sería muy difícil tener hijos propios. Llevaban más de un año intentándolo sin éxito cuando decidieron acudir al médico. Tras las pruebas pertinentes el resultado no pudo ser más extraño: ambos estaban perfectamente sanos, simplemente eran incompatibles. El médico les explico que eran fértiles, pero que entre sí era prácticamente imposible que engendraran un hijo, mientras que con otras parejas, lo más probable era que pudieran tener hijos sin mayor problema. Un hombre puede ser subfértil, pero si se une a una mujer sumamente fértil lo más probable es que su problema no se note. Sin embargo si su pareja también es subfértil lo más habitual es que no puedan concebir. Ese era su caso. El doctor les dijo que podían iniciar un tratamiento de fertilidad, o incluso intentar una fecundación in vitro, pero no les daba garantías de éxito.
Fue como si de pronto el mundo de Elena estallara y se hiciera añicos. Veía como el hijo ansiado desaparecía antes de existir y a pesar de los ánimos que le daba su marido, se iba hundiendo poco a poco en un pozo negro que amenazaba con tragarse su apacible existencia. Hasta que un día, de casualidad, cayó en sus manos una revista que contenía un interesante reportaje sobre las adopciones de niñas chinas y, cuando terminó de leerlo, una lucecilla pareció encenderse en su mente. Si todas aquellas parejas que salían en el reportaje lo habían conseguido, ellos no perdían nada por intentarlo. Cierto era que ni ella ni su marido se habían planteado nunca la posibilidad de adoptar, al menos jamás lo habían comentado abiertamente uno al otro, pero desde luego que sería una buena alternativa a su problema. Cuando aquella misma noche se lo comentó a Manuel no le sorprendió obtener el silencio por toda respuesta. Él había estado tan ilusionado como ella con la idea de tener un hijo propio, juntos habían imaginado los nueve meses de embarazo, la primera ecografía, incluso el momento de dar a luz, él a su lado, ayudándola a traer su hijo al mundo. Tal vez pensara que adoptar no era lo mismo, tal vez no se sintiera capaz de dar su amor a un ser que, al fin y al cabo, no iba a llegar al mundo a través de ellos. Pero el silencio de Manuel duró apenas un segundo, el tiempo suficiente para asimilar que su mujer le había planteado la idea que hacía tiempo estaba acariciando sin atreverse a dar el paso de contársela a ella. Si, adoptarían un hijo, daba igual que fuera una niña china, o un niño ruso o de cualquier otra nacionalidad, lo importante era que por fin su casa se viera llena de verdad, que tuvieran con ellos alguien a quien amar incondicionalmente, alguien por quien preocuparse cuando tuviera fiebre, alguien que los desvelara con sus llantos y que les hiciera felices con sus risas, alguien a quien ayudar a caminar por la vida hasta que le llegara el momento de dejarlo volar.
Iniciaron en seguida el proceso de adopción, a sabiendas de que sería largo y seguramente tedioso. En una primera reunión les informaron sobre todos los trámites a seguir, les abrieron los ojos, les dijeron que detrás del final idílico que esperaban se escondían, seguramente, muchos momentos de duda, de tensión, de no saber qué hacer. Les propusieron que se lo pensaran bien y les dieron una semana de plazo para, si finalmente se decidían, presentar los papeles. Por supuesto, lo hicieron. Poco después los visitó un trabajador social en su hogar para asegurarse de que su futuro hijo disfrutaría de un ambiente idóneo para su desarrollo. Inspeccionó la vivienda, les preguntó por sus ingresos, por el futuro que querían para su hijo....También pasaron por la consulta de un psicólogo. Todo ello con la finalidad de obtener un certificado que atestiguara que eran una pareja que podía asumir la adopción sin problemas. Una vez conseguido el mismo, sus papeles fueron enviados a China. En un plazo de más o menos diez meses previsiblemente les asignarían una niña, aunque en último término, eso dependía ya de las autoridades chinas.
Elena y Manuel pensaron que todo había sido más sencillo de lo que al principio creían. Cierto es que no fue agradable tanto papeleo y mucho menos tantas entrevistas en las que a veces tuvieron que contestar preguntas que en cierta manera soliviantaban su intimidad, pero a pesar de ello todo fue relativamente soportable. Si en sólo diez meses les asignaban a su criatura, aquello era mucho más de lo que hubieran esperado. Se tomaron el tiempo de espera como un embarazo un poco más largo de lo normal y desde el primer momento, ilusionados como dos niños con un juguete nuevo, encaminaron su vida hacia la llegada del bebé deseado.
Y pasaron los diez meses....y doce.... y catorce, y la ilusión que empieza desvanecerse, y la preocupación que empieza a hacer acto de presencia, las dudas, los miedos, el pensar que seguramente algo va mal, hasta el día en que suena el teléfono y se confirman las peores sospechas. La agencia china de adopción que llevaba su caso resultó ser un fraude, debían de traspasar su expediente a otra, con lo cual aquellos hipotéticos diez meses era como si no hubieran pasado, había que volver a empezar a contar, desde el principio.
Elena recuerda aquel instante como el peor de todo el proceso. Quiso dejarlo, olvidarse de que un día había deseado tener un hijo, al fin y al cabo tenía a su lado a un hombre que la amaba y que llenaba su corazón, no necesitaba a nadie más. Fue gracias a Manuel que siguieron adelante, él la convenció de que no podían dejarlo ahora, de que si habían llegado hasta allí podían esperar un poco más, que todos los obstáculos serían superables si los afrontaban juntos, después de todo sólo se trataba de esperar, de dejar pasar el tiempo. “Cuando lleguemos al final y la tengamos con nosotros, miraremos hacia atrás y veremos que todo lo pasado ha merecido la pena, no te rindas ahora”. Y no se rindió. Elena se vistió de coraje y de ilusiones renovadas y pensó que si el primer “embarazo” había degenerado en “aborto”, el segundo llegaría a buen término seguro.
El “parto” se inició una tarde de primeros de octubre, cuando el teléfono sonó de nuevo y Elena, temerosa, con el corazón a cien por hora, como siempre que escuchaba aquel sonido familiar, descolgó el aparato y una voz le dijo que una hija la estaba esperando a muchos miles de kilómetros de distancia. Entonces todo se tornó de color de rosa, se esfumaron los negros presagios y comenzó la actividad frenética para prepararlo todo y darle el mejor recibimiento al mejor regalo que hubiera recibido jamás.
Todavía pasaron algunos meses hasta que reclamaron su presencia en Pekín, el lugar donde ahora estaba recordándolo todo y comprobando que su marido tenía razón, había merecido la pena llegar hasta allí, a pesar de los sinsabores, de los miedos, de que su cuenta corriente estuviera prácticamente vacía, qué más daba eso, por su hija hubiera buscado dinero o lo que fuera, hasta debajo de las piedras. Se preguntaba qué misteriosa razón habría llevado a los padres de su pequeña a abandonarla. Le habían explicado que en la China rural y campesina era bastante habitual que las niñas fueran abandonadas, pues las familias sólo quieren hacerse cargo de un hijo varón que con el tiempo pueda ayudarles en las tareas del campo y de la casa, pero aquella razón le parecía tan absurda.... No se puede tener un hijo pensando en lo que deba o no deba hacer cuando sea mayor, y menos con la intención de atarlo a la casa y a la tierra; a un hijo se le tiene para darle cariño, para amarlo, educarlo y enseñarle a elegir su propio camino. De todas maneras, desde el más puro egoísmo, siempre estaría agradecida a esa pareja que repudió a su pequeña para que cayera en sus manos.
La voz de su marido interrumpió sus pensamientos. “Cariño, el taxi espera abajo”. Tomó su bolso y salió de la habitación aparentando una entereza que estaba muy lejos de sentir. La emoción era un manto que envolvía su cuerpo y su alma. En apenas hora y media tendría a su hija en sus brazos.

*

Paula Lin se miraba al espejo, coqueta, mientras su madre intentaba peinarla y hacerle unas coletas con unos bonitos lazos azules. Había cumplido ya nueve años y se estaba convirtiendo en una preciosa jovencita, con aquellos ojos rasgados y aquel pelo increíblemente negro y liso.
-Mamá, cuéntame una vez más como llegué hasta aquí- le pidió a su madre.
-Pero Paula, si ya te lo he contado mil veces, déjate de tonterías y déjame peinarte, que llegaremos tarde al cumpleaños de la abuela.
-Mamá, por favor.....cuéntamelo otra vez. Te prometo que no te lo pediré más.
Elena no pudo hacer más que sonreír. Depósito un suave beso en la frente de su hija y juntas se acercaron al amplio ventanal del salón, desde donde podían divisar el sol que, a aquellas horas de la tarde, parecía jugar al escondite con el mar, tiñendo el atardecer con su luz dorada.
-¿Ves los últimos rayos del sol? ¿ves las luz con la que alumbra la tierra y el mar al atardecer?
La pequeña asentía a las preguntas de su madre, escuchando con desmesurado interés lo que le habían contado miles de veces.
-Un día, hace ya nueve años, un rayito de ese sol se coló por esta ventana. Traía una carta. Cuando papá y yo la leímos comprobamos que era un mensaje muy importante del propio sol. Nos decía que venía de oriente y que pronto nos traería con su luz un pequeño tesoro que allí se guardaba para nosotros. Ese tesoro era una niña preciosa a la que sus papás no podían cuidar, y que por eso se la entregaban a otros papás que si podían hacerse cargo de ella, tú. El sol quería traerte envuelta en su luz, pero papá y yo, por seguridad, pensamos que era mucho mejor ir a buscarte. Y cuando te vimos por primera vez nos pareciste tan, tan bonita, que decidimos que para nosotros serías siempre la luz que el sol nos trajo de oriente. ¿Te gusta la historia?
-Mucho.
-Vale, pues ahora ¿vas a dejar que te peine?
Paula Lin asintió y se quedó muy quieta mientras su mamá terminaba de ponerle las coletas. Miraba de reojo el sol. Dentro de unos años le pediría que, envuelta en su luz, la llevara a conocer ese oriente del que su mamá le hablaba, en la misma luz que todos los atardeceres iluminaba los campos de arroz que Kin Lei y Nei Li seguían contemplando sentados a la puerta de su humilde vivienda, mientras su pequeño hijo varón, correteaba feliz a su alrededor

martes, 22 de noviembre de 2011

UN DÍA CUALQUIERA



Viernes, 15 de agosto de 2008
Hoy ha sido un día duro. Un día de los pocos en los que pienso que mi madre tenía razón cuando le dije que abandonaba la vida fácil y cómoda que había conseguido para venirme a Somalia, un país africano del que apenas sabía más que su nombre. “No te vayas, Silvia, esa vida no está hecha para ti. Será sólo un capricho del que acabarás arrepintiéndote”. Supongo que no le faltaba razón. Para ella no fue nada fácil aceptar que su única hija, que había conseguido una plaza de ginecóloga en una hospital público a base de mucho esfuerzo e interminables horas de estudio, que había logrado una posición acomodada y un sueldo más que decente, lo dejara todo con la excusa de que semejantes logros no llenaban sus aspiraciones. Pero era cierto, no era ninguna excusa, yo no me sentía bien, aquel no era mi sitio, mi sitio es este, a pesar de que en ocasiones tenga que vivir días como hoy y las dudas hagan acto de presencia.
Esta mañana, nada más llegar al dispensario, apareció por allí la pequeña Iman, una niña flacucha y desnutrida, que tiene cinco años y aparenta tres, pero a pesar de ello, espabilada y muy despierta, para avisarme de que su madre, Adama, estaba a punto de dar a luz. Adama tiene casi cuarenta años y este ha sido su hijo número doce, aunque sólo siete de ellos han conseguido sobrevivir, contando el que vino al mundo hoy mismo. Inmediatamente me puse en marcha. Sabía que no iba a ser un parto fácil. Había intentado tener a la madre muy controlada durante todo el embarazo, pues tenía la tensión muy alta y el riesgo de preeclampsia era elevado, sin embargo poco pude hacer, pues por un lado la carencia de medios y por otro el caso omiso que hacía Adama de mis recomendaciones, dificultaron bastante mi labor. Sabía que mis consejos de reposo, con una manada de niños y otra de animales que cuidar, caerían en saco roto. Para colmo de males Adama sufría también diabetes gestacional, lo cual podría causar el inconveniente de que el feto fuese algo más grande de lo normal. Si tenemos en cuenta que Adama había sufrido de pequeña mutilación genital y que ya de por si un parto normal suponía para ella doble dificultad que para una mujer con sus órganos genitales en perfecto estado, si el niño venía grande, el riesgo se multiplicaría por dos.
Cuando llegué a su cabaña, que está a escasos minutos del dispensario, la encontré tirada en su catre gimiendo de dolor, rodeada de sus dos hijos pequeños y de tres cabras, una de las cuales se daba un suculento manjar con la ligera y sucia sábana que cubría la cama. Eché a los animales de allí como pude y después de apartar a los niños a un lado me dispuse a examinar a mi paciente. No me hizo falta mucho para confirmar mis sospechas. El parto se presentaba muy complicado, el niño aparentaba grande y además venía de nalgas. Había que practicar una cesárea.
Conseguí convencer a Adama de que tenía que ingresar en el hospital, aunque me costó lo mío. No entendía que era absolutamente necesario, me decía que había parido muchas veces y que jamás había ocurrido nada. Cuando el marido entró en la cabaña, después de que lo avisara del acontecimiento la pequeña Iman, tuve que luchar también con su oposición. Al final no me quedó más remedio que soltar un grito y decirles que o ingresaba en el hospital o moriría sin remedio. Fue escuchar la palabra muerte y terminarse los inconvenientes. Pude llevar a Adama al hospital, donde yo misma le practiqué la cesárea por la que traje al mundo a su pequeño Shan, o debería decir al gran Shan, pues confirmando mis sospechas, el niño pesó casi cinco kilos.
Así terminó la primera parte del día. Atender a Adama, entre una cosa y otra, ocupó toda mi mañana, que aunque fue muy trabajosa, no pudo ser más fecunda. La parte terrible de la jornada tuvo lugar esta tarde y vino de la mano de la pequeña Ifraah, una niña de doce años que acaba de pagar con su vida la incultura y la tozudez de un pueblo que se aferra a las tradiciones para llevar a cabo prácticas tan aberrantes como absurdas: la ablación del clítoris. Tanto mis compañeros como yo hacemos todo lo posible para desterrar ese uso, incluso en ocasiones invitamos a profesionales autóctonos que puedan dar a esta gente charlas e indicaciones sobre los peligros que conlleva, pero desgraciadamente el éxito es más bien escaso. Ellos piensan que si no someten a sus hijas al ritual, serán impuras, que ningún hombre las querrá, que es absolutamente necesario para preservar su virginidad....tienen un montón de motivos cada cual más absurdo. Por otra parte, y puesto que el acto en si lleva aparejada toda una ceremonia que marca el paso de la adolescente de su etapa infantil a su etapa adulta, son las propias chicas las que desean que llegue el momento, sin tener ni la menor idea de los peligros que conlleva. Para ellas es una ceremonia de iniciación que, en caso de que no se lleve a cabo, significaría que se le considera una mujer fea, echando por tierra el honor de la familia. Ifraah, sin embargo, no tenía ningún interés en semejante aberración. Tenía la suerte de poder acudir a la escuela del pueblo, era una muchacha lista a la que gustaba aprender cosas nuevas, abierta de mente y con un carácter con un punto de rebeldía.
La conocí poco después de mi llegada, cuando pusimos en práctica una campaña de vacunación contra la malaria, y me llamó la atención su desparpajo y su simpatía. Luego acudió al dispensario en diversas ocasiones, siempre por enfermedades menores, de poca importancia. Hace unas pocas semanas organizamos una charla en la escuela sobre la mutilación genital y allí tuve ocasión de hablar con ella y con otras chicas sobre el tema. La mayoría recibió las explicaciones que se les daban con escepticismo, pero Ifraah y alguna chica más mostraron su interés sobre el tema y manifestaron que no deseaban someterse a tal práctica, para la cual, dada su edad, no faltaba demasiado tiempo. Hablamos con los padres, aun a sabiendas de que no valdría de mucho. La madre de Ifraah, mientras yo le comentaba la opinión de su hija sobre el ritual al que estaban a punto de someterla, bajaba la cabeza y sonreía, y sin decir media palabra se fue del consultorio cuando di por concluida la conversación. Era evidente no había hecho el menor caso a mis palabras. Otro tanto les ocurrió a mis compañeros con las madres de las otras chicas. Aquello era un reto difícil de afrontar. Las familias no cesarían en la práctica de las mutilaciones así como así, estaba demasiado arraigada en sus costumbres.
Hoy fue el día señalado para la ceremonia de iniciación de Ifraah. Aunque no estuve presente, no me es difícil imaginar lo que ocurrió. Los bailes y los cantos, la hechicera con la cuchilla de afeitar sin esterilizar y tal vez utilizada en más de una ocasión, la chica muerta de miedo, las mujeres sujetándola por brazos y piernas, el dolor lacerante cuando la vieja cercena su intimidad mientras murmura letanías sin sentido, el emplasto de hierbas “curativas” con el que pretenden paliar los efectos del corte brutal....la sangre que no para de brotar. Cuando llegó al dispensario, en brazos de su padre, todavía le quedaba un hilo de vida. Preparé todo lo necesario para hacerle una transfusión, pero cuando por fin pude inyectarle el plasma, entró en parada cardíaca, y a pesar de nuestros esfuerzos por reanimarla, nada pudimos hacer por salvar su vida. Murió desangrada. La mató el sinsentido, la pobreza, la incultura, la miseria; la mató un mundo contra el que luchamos todos los que estamos aquí. En ocasiones, como ésta, sentimos que poco a poco vamos perdiendo batallas.
Hace apenas dos horas que se llevaron a Ifraah a su cabaña. Hace apenas dos horas que dejé el consultorio a cargo de un compañero y me encerré en mi cuarto y hace unos cuantos minutos que he cogido mi diario y me he puesto a escribir los acontecimientos del día. Releo lo escrito y pienso que tal vez no debieran afectarme tanto las situaciones que vivo. Hoy ha sido la muerte de Ifraah, pero mañana puede ser cualquier otra cosa. Lo cierto es que no lo puedo evitar, ni tampoco quiero. Cada suceso que ocurre, cada minuto y cada segundo de mi estancia aquí, me importa, tiene que importarme. Es precisamente mi implicación en la vida cotidiana de estas gentes lo que me hace sentir bien, o mal, o diferente, o especial, o inteligente, o estúpida, pero sentir al fin y al cabo, sentir que estoy aquí y que lo que hago sirve para algo, que aunque esta tarde haya fracasado, por la mañana el éxito me ha sonreído. Y son precisamente los éxitos y los fracasos los que hacen que cada día que paso aquí, lejos de mi casa, en este país olvidado del mundo, sea especial y diferente para mí, aunque se trate de un día más, un día cualquiera para el resto de la gente. Si algún anochecer, cuando al terminar mi jornada y escribir en mi diario me doy cuenta de que ese día ha sido también para mí una día cualquiera, entonces, en ese preciso instante, habrá acabado mi misión en este rincón de la tierra.

lunes, 21 de noviembre de 2011

EL VIEJO PASODOBLE


“Soldadito español
soldadito valiente
el orgullo del sol
es besarte la frente...”
Así sonaba el estribillo de aquel pasodoble que mi abuela solía poner en su viejo gramófono. Siempre que tenía lugar alguna celebración que reuniera a sus hijos y nietos alrededor de su mesa, mi abuela terminaba la fiesta haciendo sonar aquella canción, a la vez que tomaba a mi abuelo de la mano y juntos bailaban al son de aquellas notas que ahora se me antojan lejanas y anticuadas. Ella siempre contaba que escuchándolas se había enamorado del abuelo, a la postre militar retirado, y que por eso el famoso pasodoble tenía un significado muy especial para ambos.
Mis abuelos hace años que pasaron a mejor vida y con ellos se llevaron, entre otras cosas, su querida canción. Nunca pensé que aquellos acordes tan unidos a mi infancia volverían de repente a mi memoria, hasta que ocurrió lo de David.
David era un chico del barrio, un amigo del alma, compañero de colegio, de juegos en la calle, de catequesis para la primera comunión, del despertar adolescente. Vivía en el segundo piso de mi mismo edifico y desde pequeños nos convertimos en dos seres inseparables. No había secreto que no compartiéramos ni minuto que no nos echáramos de menos cuando no estábamos juntos. Tal era nuestra unión que a nadie le resultó extraño que al cumplir apenas los quince años nos hiciéramos novios. David fue el chico con el que descubrí el dulce sabor de los primeros besos, las mariposas revoloteando en mi estómago, las primeras caricias furtivas regaladas a escondidas del mundo.
Pero un día la vida, o el caprichoso destino, o quién quiera que sea que lleva las riendas de nuestra existencia, nos separó y destruyó nuestro amor de juventud de la misma manera que las olas del mar destruyen los castillos de arena. Yo me marché a estudiar a otra ciudad y él se quedó en nuestro barrio de siempre. Yo conocí un mundo diferente que me enseñó que había una realidad desconocida y nueva llamándome a gritos, una realidad que David no me podía ofrecer, que no podía encontrar en la pequeña ciudad en la que hasta entonces había vivido. La distancia hizo el resto. Tomamos rumbos diferentes, emprendimos caminos que seguramente jamás podrían cruzarse, como así fue.
Yo terminé mis estudios y me quedé en Madrid, donde por fortuna en seguida encontré trabajo. David acabó enrolándose en el ejército y también se marchó lejos. No fue hasta muchos años más tarde, durante unas vacaciones de Semana Santa en casa de mis padres, en nuestro barrio de siempre, cuando nos volvimos a encontrar por la calle, de casualidad. Me sentí muy feliz de volver a verle y creo que a él le ocurrió lo mismo, a juzgar por la alegría con la que me saludó y sus cariñosas palabras. Me invitó a tomar un café y sentados en una terraza, durante apenas una hora, nos pusimos al corriente de nuestras vidas, vidas que, por otra parte, tampoco tenían nada de extraordinario ni de diferente a las de los demás mortales. Cada uno se había casado y había tenido hijos, cada uno tenía un trabajo que llenaba en mayor o menor medida sus aspiraciones, ninguno había sufrido estrepitosos fracasos ni horrendas desgracias. Todo era normal y corriente.
-Dentro de un mes me voy a Afganistán – me dijo con entusiasmo – ya sabes, en misión de paz.
No dejó de sorprenderme la calma con la que me dio aquella noticia. Le pregunté si no se sentía inquieto ante semejante perspectiva y me contestó que no, que era su trabajo y que lo hacía con gusto.
-Es que a mi eso de la misión de paz me parece una estupidez con la que pretenden engañarnos – le dije en un arranque de ideologismo antimilitarista- Lo que hacen es llevaros a una guerra encubierta en la que ni este país, ni ningún otro pintan absolutamente nada.
David se limitó a sonreír.
-Es una opinión tan válida como cualquier otra, pero con la que no estoy de acuerdo. Esas gentes nos necesitan y vamos allí a ayudarles en todo lo que podamos.
-Pero tu familia....
-Mi familia ya está acostumbrada y créeme si te digo que se sienten muy orgullosos de mi trabajo, aunque no dejen de sentir cierta preocupación, como es lógico.
No quise entrar en más discusión sobre el tema, no era el momento ni el lugar, así que llevé la conversación hacia otros derroteros más triviales y al cabo de un rato nos despedimos con la satisfacción de habernos encontrados y la promesa de no dejar pasar tanto tiempo antes de volver a hacerlo de nuevo, promesa que, por desgracia, jamás podríamos cumplir.
Hace apenas unos días mi madre me llamó por teléfono para darme la triste noticia de la muerte de David. En Afganistán, a miles de kilómetros de su casa, lejos de su tierra y de su familia, el ataque de un terrorista suicida había terminado con su vida, había segado su juventud y matado aquel entusiasmo que me había mostrado por estar haciendo el bien a los demás.
Ayer, en su triste funeral, bajo un sol de justicia, mientras las paladas de tierra caían sobre el féretro, mientras su mujer lloraba abrazada a la bandera de España que segundos antes había arropado el cuerpo de su marido, volví a preguntarme de nuevo por qué demonios tenían que existir guerras estúpidas en las que todos éramos perdedores y casi sin darme cuenta regresó a mi mente la melodía que tantas veces había escuchado de pequeña, mientras una lágrima salada y amarga surcaba mi mejilla por el amigo que se iba.
“Soldadito español
soldadito valiente
el orgullo del sol
es besarte la frente....”

sábado, 19 de noviembre de 2011

MAS ALLÁ DEL BURKA



Hace tiempo que he dejado de ponérmelo, hace años que mi mundo es occidente y mis ropas van a la moda de los tiempos y aún así, cada vez que mi imagen se refleja en el espejo, no puedo evitar recordar que un día vi la vida a través de una rejilla de tela que me mantenía alejada de la libertad.
Me llamo Fatia y soy afgana. Soy también una de las pocas mujeres que han conseguido huir del sinsentido de un régimen que nos degrada a la categoría de animales, que nos provoca un dolor y un sufrimiento que nadie puede imaginar, nadie, salvo las que hemos tenido el infortunio de vivirlo en nuestras propias carnes.
Tuve una infancia feliz, como debiera ser la infancia de todo los niños. Mis padres eran médicos y nuestra posición económica era desahogada. Conocí España durante unas vacaciones estivales y me enamoré de un país que me llamó la atención por su cultura y su diversidad. Tal fue el interés que despertó en mi aquel mundo, que cuando regresamos a Afganistán pedí a mis padres que me apuntaran a clases de español. Poco me imaginaba yo que en un futuro mis conocimientos del idioma iban a ser un elemento primordial en mi huida hacia la libertad.
Unos años después de aquellas maravillosas vacaciones comenzaron las revueltas. Tras la invasión soviética, diversos grupos se disputaban el dominio del país. Se decía que los talibanes, que poco a poco se iban haciendo con el poder, serían los salvadores de nuestra nación, que restablecerían el orden perdido, pero en las tertulias que mi padre organizaba en casa con sus amigos se hablaba de una realidad muy diferente. Aquel grupo radical era muy peligroso y si efectivamente llegaba a hacerse con el poder, el país se hundiría irremediablemente y los derechos humanos se verían seriamente mermados, incluso eliminados en su totalidad. Cuando por fin, en septiembre de 1996, tomaron Kabul, pude darme cuenta de que lo que comentaba mi padre y sus colegas era la triste realidad que impregnaba un futuro tan negro como incierto.
La primera tragedia que el nuevo régimen trajo a mi vida fue la muerte de mi padre. Ellos lo mataron. Aquellas reuniones en casa no eran simples conversaciones sin más intención que el intercambio de opiniones. Mi padre era un luchador que intentó por todos los medios detener la invasión talibán. Ellos lo sabían y en cuanto tomaron la capital lo asesinaron. A mi madre, como a todas las mujeres, le prohibieron trabajar y a mi, que iba a comenzar mis estudios universitarios en la Facultad de Bellas Artes, me impidieron continuar con mi formación. Quedamos relegadas al último plano de la vida.
Mi madre no se quedó quieta ante tanta injusticia y continuó ejerciendo su profesión en la clandestinidad. Recibía a sus pacientes en nuestra casa por la noches, arriesgando su vida. Las mujeres no teníamos derecho a ser atendidas en los hospitales, ni siquiera a que nos viera un médico varón por el mero hecho de ser un hombre y puesto que al sexo femenino tampoco se le permitía desarrollar actividad laboral alguna, en caso de enfermedad muchas se veían abocadas a una muerte segura. Por eso mi madre recibía a aquella pobres mujeres indefensas en su casa. Gran cantidad de ellas habían perdido a sus maridos y carecían de otro sustento, por lo que no les era posible costearse ni una caja de aspirinas para combatir un resfriado. Otras sufrían males tan graves que mi madre poco podía hacer para calmar su dolor, mas ella lo intentaba aun a sabiendas de que su esfuerzo y su riesgo no valdrían para nada.
Una noche aparecieron los talibanes por casa. Alguien la había delatado. Apresaron a todas las que estaban allí en aquellos momentos, incluida mi madre y se las llevaron a la plaza principal de Kabul, donde murieron lapidadas. Yo me libré en el último instante al conseguir esconderme en el sótano. Desde allí pude escuchar las palabras de mi madre lazadas a gritos en medio del jaleo: Fatia, huye.
A partir de entonces esas dos palabras se convirtieron en mi objetivo. Huir, huir de la sinrazón, del sinsentido en el que se había convertido mi país, huir a pesar de todo y sobre todo, aunque las cosas no se me presentaran nada fáciles.
Por lo pronto, al fallecer mi madre, mi tío, hermano de mi padre, pero que nada tenía en común con él, me acogió bajo sus custodia. Todavía conservo clavada en mi mente la imagen que se me mostró al entrar en su hogar. Su esposa y sus hijas, cubiertas bajo aquel trozo de tela horrible, sumisas, temerosas de aquel hombre que les hablaba a gritos y no cesaba de darles órdenes sin sentido. Comprendí que otro tanto me esperaba a mi. Hoy puedo decir que el infierno que pasé durante casi dos años, fue mucho peor de lo que me imaginé aquel día.
Mi tío era afín a la ideología talibán y seguía al pie de la letra su estúpida doctrina. Tanto a su mujer y a sus hijas como a mi, nos retenía en la casa durante todo el día sin dejarnos salir a la calle. A las demás parecía no importarles, supongo que estaban tan asustadas que no osaban dejar aflorar ni un ápice de sus sentimientos. Pero a mi aquella vida me estaba destrozando. Un día le pedí a mi tío si podía traerme algún libro o una revista en que matar el tiempo. Soltó una risa sardónica y me dio una bofetada.
-No necesitas leer. Y no vuelvas a mencionar esa posibilidad porque esta simple bofetada se puede convertir en algo mucho peor.
Su amenaza se cumplió el día que me sorprendió en la cocina mirando mi reflejo en una olla. No llevaba el burka puesto y me llamó la atención ver mi cara desvaída en el aluminio desgastado. Él apareció por la estancia de improviso y al verme de tal guisa se enfureció. Las mujeres en Afganistan no podemos utilizar espejos, pues el reflejo de nuestra propia imagen dicen que va contra las leyes del Corán. Aquel día me gané mi primera paliza. Mi tío no dudó es sacar su cinturón y azotarme con él hasta hacerme caer exhausta, mientras me repetía una y otra vez que debía darle las gracias por no denunciarme ante la autoridad. Mi osadía merecía ser castigada con la pena de muerte y sin duda moriría lapidada como murió la puta de mi madre. Esas fueron sus palabras. Creo que me dolieron más que los latigazos que me propinó.
La actitud brutal de aquel hombre con su familia llevó al suicidio a una de mis primas, Laila, con la que yo tenía más afinidad. Laila había conocido el comportamiento inhumano de su padre desde pequeña pero, al contrario de sus hermanas y su madre, cuya resignación me ponía enferma, ella era una rebelde que como yo soñaba con escapar de aquella opresión. Un día me contó que llevaba mucho tiempo planeando la huida.
-Pero ¿a dónde irás? - le pregunté yo – no es tan fácil huir.
-Prefiero vagar por las calles antes que soportar más esta vida. Sólo tengo que tener cuidado de no cruzarme con los talibanes, ya me las apañaré. Sé que hay grupos organizados que ayudan a las mujeres a escapar por la frontera con Pakistán. Ya encontraré a alguien que me ayude. Y tú deberías venirte conmigo, esta vida no es para ti.
Tenía razón, aquella vida no era ni para mi, ni para nadie, pero yo no quería dejar nada al azar y su plan se me antojaba absolutamente temerario.
Una mañana cuando nos despertamos Laila no estaba. En la casa se armó un gran revuelo y mi tío salió a buscarla enfurecido. Dos días tardó en encontrarla. Cuando la trajo de vuelta a casa y la vi entrar un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su cara, totalmente desfigurada, era de color morado a causa de los golpes recibidos. Tenía restos de sangre seca por todo el cuerpo. No pude soportar aquella imagen y quise retirarme a mi cuarto, pero aquel deslamado me lo impidió.
-Te vas a quedar aquí a presenciar el espectáculo que os voy a mostrar.
Allí, delante de todas, violó brutalmente a su propia hija, mientras nos decía a las demás que aquello debería de servirnos para aprender lo que no se debe hacer.
Unos días después Laila se suicidó ingiriendo sosa cáustica que su madre utilizaba para fabricar jabón.
Sabedora del desalentador futuro que me esperaba si no hacía nada por salir de aquel infierno,empecé a plantearme en serio la idea de escapar. Observé meticulosamente los movimientos de mi tío. Entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde nunca estaba en casa, se adentraba por las calles de la ciudad supongo que a su trabajo de guardián del régimen talibán. Un buen día me fingí enferma para que las demás no notaran mi ausencia y salí de la casa sin saber muy bien a dónde dirigirme. Anduve vagando un rato por la ciudad, cerca de cualquier hombre que pasara a mi lado para que pareciera mi acompañante, hasta que me encontré ante un edificio que llamó mi atención. En un letrero medio desvencijado se podía leer “Embajada Española”. No lo dudé un instante y entré. Me acerqué a la primera ventanilla que encontré y pregunté qué había que hacer para emigrar a España como trabajadora.
-¿Y tú qué sabes hacer? -me preguntó el hombre que estaba al otro lado.
-Puedo aprender a hacer cualquier cosa -le dije.
El hombre me mostró una sonrisa condescendiente.
-¿Con quién has venido?
-¿Y eso qué importa? No ha contestado usted a mi pregunta.
-Ni te la voy a contestar. No puedes ir a España a trabajar, ¿no entiendes que no puedes salir del país?
Aquella respuesta, lejos de desilusionarme, me dio más fuerza para seguir luchando. Siempre fui muy orgullosa, para bien o para mal, y tenía que demostrarle a aquel desconocido que yo siempre conseguía mis propósitos y que si quería ir a España a trabajar, tarde o temprano lo haría.
Durante unos días aparecí por la embajada a la misma hora, esperando encontrar detrás de la ventanilla a alguien diferente que me diera alguna respuesta. No tuve suerte, siempre estaba el mismo hombre, hasta que una mañana una mujer se acercó a mi.
-Te vengo observando desde hace unos días. ¿Necesitas ayuda? - me preguntó en perfecto español.
-Quiero irme de aquí, necesito salir de este infierno- le dije.
-Ven conmigo.
La seguí a través de los amplios pasillos del edificio hasta llegar a una pequeña oficina en la que me invitó a entrar. Con un gesto señaló una de las sillas que había en el cuarto y me senté.
-Me llamo Patricia Ramos y trabajo en una asociación española de apoyo a la mujer árabe. En estos momentos me encuentro aquí intentando echar una mano a gente como tú. Me puedes contar tu problema.
Eso hice. Le conté mis desdichas, desde la muerte de mis padres hasta las atrocidades de mi tío. Vacié mi corazón ante una desconocida que de pronto se había convertido en mi única esperanza.
-¿Con quién vienes hasta aquí? ¿quién te trae? Porque tu tío seguro que no es.
-Me escapo todas las mañanas, finjo que estoy enferma, dolores de cabeza, resfriados...mis primas y mi tía no se enteran.
-¿Dónde vives?
Le di mis señas.
-Voy hacer algunas gestiones. Vuelve dentro de una semana.
Salí de allí contenta por primera vez en mucho tiempo. Pero poco me duró la felicidad. Cuando llegué a casa mi tío me estaba esperando, finalmente habían descubierto mis escapadas. El recibimiento no pudo ser peor. Primero una paliza, después la violación. Era su modo de castigo preferido.
Me encerró en mi habitación durante dos días sin darme de comer. Durante aquella corta temporada de cautiverio aprovechó para cambiar la cerradura de la puerta de entrada. Luego me permitió salir del cuarto, pero nos dejaba encerradas a todas en la casa. Mis esperanzas se murieron. Ya no tenía las más mínima posibilidad de escape. Ya no podría aparecer por la embajada española pasada la semana, como me había dicho mi hipotética salvadora.
El día acordado estuve nerviosa, inquieta, dándole vueltas a la cabeza intentando encontrar a mi problema una solución que no existía. Al llegar la noche me dije a mi misma que ya estaba bien, que tenía que aceptar mi destino por muy cruel que se me presentara. No podría escapar jamás y cuanto antes lo asumiera, mejor. Jamás lloré tanto como aquella noche, la más larga de mi vida.

No podría decir con rotundidad cuánto tiempo transcurrió hasta mi inesperada liberación, puede que fueran semanas, tal vez meses, pues en mi encierro perdí la noción del tiempo. Una mañana llamaron a la puerta. No podíamos abrir, estábamos encerradas, así que los que estaban al otro lado comenzaron a golpear con fuerza hasta que consiguieron tirar la puerta abajo. Todas vestían el burka menos yo, era mi gesto de rebeldía, así que a mi se dirigieron, ignorando por completo a las demás, y me sacaron a empellones de la casa. Supuse que era talibanes ante los que mi tío me había denunciado a saber por qué, y mientras me metían a empujones en un coche destartalado adiviné que había llegado la hora de mi muerte y rogué a dios, o a quien fuera, que no me hiciera sufrir demasiado.
Sólo cuando llevábamos unos cuantos kilómetros recorridos, uno de mis secuestradores se quitó la máscara que cubría su cara y me dio la más grata sorpresa de mi vida. Era Patricia, la mujer que se había ofrecido a ayudarme en la Embajada Española.
-Pero...¿cómo....?
-Fatia no hagas preguntas, no merece la pena, de verdad. Escúchame bien. Mis compañeros te van a sacar del país por Pakistan, cruzaréis la frontera campo a través y una vez allí tomarás un avión rumbo a Madrid. Te hemos preparado documentación falsa que te será facilitada ahora mismo. En teoría estás casada con Hassán, uno de los dos chicos que te van a acompañar. Lleva el burka siempre puesto, pues es probable que pronto comiencen a buscarte. Si pasáis algún control no hables, no digas nada, deja que Hassán se ocupe de todo, si os llegan a descubrir ya sabes cual será la suerte que os espera. Hay mucha gente implicada en sacarte del país. Todos, absolutamente todos, saben cuál es su cometido, así que no debes preocuparte por nada. Cuando llegues a Madrid tienes que dirigirte a la dirección que te facilitará el compañero que te estará esperando en el aeropuerto de Islamabad. Tú y yo nos volveremos a ver pronto. Suerte.

Siete días tardamos en llegar a Islamabad. Cruzamos la frontera caminando por caminos empedrados, cruzando empinados barrancos que parecían no llevar a ninguna parte, pero aquello era necesario para burlar los controles que los talibanes establecían en los lugares menos pensados. En más de una ocasión a punto estuve de tirar la toalla. Tenía hambre y mis pies se habían convertido en un par de yagas sangrantes. Andábamos por la noche y durante el día nos guarecíamos en alguna cueva o en algún recodo apartado del camino, a salvo de las miradas asesinas. Sólo el recuerdo de mi madre y las últimas palabras que escuché de su boca me daban fuerzas para continuar mi huida. Y lo conseguí.

En España mis sueños se hicieron realidad. Patricia y todos los demás, tanto mujeres como hombres de la asociación, tuvieron mucho que ver en ello. Sin su ayuda todo hubiera sido mucho más difícil o tal vez imposible.
Hoy me miro al espejo y veo la mujer que siempre deseé ser, una mujer respetada como ser humano, independiente, una persona que maneja su propia vida y toma sus propias decisiones, algo que allá nunca hubiera conseguido. Guardo en el armario el burka que cubría mi cuerpo en mi huida, y lo hago para que la cómoda vida que ahora llevo no me haga olvidar la que un día me obligaron a llevar Debe estar ahí siempre, porque hace que mi mente tenga constantemente presente que debajo de ese trozo de tela tosca hay, ante todo y sobre todo, una mujer que sufre.

jueves, 17 de noviembre de 2011

LA BRUJA DEL DESVAN

LA BRUJA DEL DESVAN

Todas las primaveras, un día cualquiera, mi abuela tomaba la escoba y el plumero y se entregaba con brío a hacer la limpieza general previa a la llegada del verano. Estaban por llegar todos sus nietos y parte de sus hijos para disfrutar a su lado las vacaciones estivales y la casa debía lucir impecable. Todo aquel jaleo que se formaba durante la jornada de limpieza provocaba en mí una emoción especial, pues ello significaba el inicio de una etapa de juegos y compañía con aquellos primos a los que apenas veía el resto del año, días calurosos y largos, jornadas de sol y playa que a todos nos daban fuerzas para afrontar el duro invierno que todavía quedaba muy lejos.
Aquella tarde, además, pude descubrir, por fin, a dónde conducía la misteriosa puerta que coronaba el pasillo del piso de arriba. Nunca antes la había visto abierta e imaginaba que algo fascinante debía de guardarse al otro lado, pues en más de una ocasión había podido observar a la abuela cerrarla con llave y guardar ésta en el armarito blanco situado al final de la escalera. Pero aquella vez, supongo que por descuido, la puerta, al igual que todas las demás, estaba abierta y parecía llamarme a gritos. Me acerqué con cuidado, con el corazón latiéndome a cien por hora debido a la emoción contenida, más mi desilusión fue mayúscula cuando finalmente lo único que se mostró ante mí fueron más escaleras que parecían querer conducir hasta el cielo a quien se atreviera a subirlas.
-¿Qué haces ahí, María? - resopló la voz de mi abuela, justo cuando posaba el pie en el primer peldaño.
-Ni se te ocurra subir -me regañó a la vez que me tomaba por el brazo y me apartaba bruscamente – ahí arriba hay una bruja.
-Eso no es cierto – le contesté yo con seguridad – las brujas no existen.
-Vaya que si existen y en este desván hay una de lo más peligrosa, así que marcha de aquí de una vez, que como te vea se va a armar una buena.
Las palabras de mi abuela me asustaron y salí de allí corriendo como alma que lleva el diablo, aunque también tuvieron el efecto de acrecentar mi curiosidad. Por fin sabía lo que escondía la misteriosa puerta y aunque por lo visto no era nada bueno...la posibilidad de ver una bruja con mis propios ojos era sumamente atractiva. Debo decir, sin embargo, que el miedo fue superior a cualquier otra sensación y que, por lo tanto, me guardé mucho de atreverme a abrir aquella puerta y subir al desván. Me limitaba a observar, desde el jardín, la pequeña ventana redonda que casi tocaba el tejado de la casa, esperando que de un momento a otro apareciera pegada al cristal la cara imaginada, de nariz aguileña coronada por una horrible verruga. Evidentemente eso jamás ocurrió y la llegada del invierno y el regreso a la ciudad hicieron que me olvidara un poco del misterioso ser que según mi abuela habitaba en el desván.
Las siguientes Navidades, cuando toda la familia se volvió a reunir unos días en torno a la mesa de los abuelos, retornó a mi mente la imagen de la supuesta bruja, aunque cada vez me creía menos lo que mi abuela me había dicho. Un día, mientras la señora Maruja Rivas, aquella campesina de modales rudos y corazón tierno que ayudaba a mi abuela en las tareas de la casa, limpiaba con ahínco las manillas de las puertas, me atreví a preguntarle qué había detrás de la puerta fruto de mis quebraderos de cabeza.
-¿Qué va a haber? Pues el desván- me contestó como si le hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo.
-¿Y allí vive una bruja?
Se detuvo un momento en su ardua tarea y me miró sonriendo.
-¿Pero a ti quién te ha dicho eso?
-La abuela.
-Chocherías de tu abuela – me dijo mientras reanudaba su trabajo – En el desván lo único que hay son trastos y porquería. Un día de estos tendré que decidirme a hacer una limpieza a fondo allí, de lo contrario nos comerán las arañas. Pero tranquila María, allí no hay ninguna bruja, ¿quieres comprobarlo?
Negué con la cabeza y salí de allí apresurada, no fuera a ser que Maruja estuviera equivocada y al abrir la puerta del desván apareciera el ser demoníaco que yo imaginaba.
Con el tiempo, según me fui haciendo mayor, mi curiosidad por el desván desapareció por completo, al igual que la estúpida idea que mi abuela me había metido en la cabeza, hasta que, por casualidad, el verano en que cumplí los quince años, hice el mayor descubrimiento de mi vida.
Nada más comenzar las vacaciones, cuando de nuevo la pandilla se reunió, se unió a la misma un nuevo miembro, Juan, un muchacho vasco que había llegado al pueblo con su familia a pasar el verano. Juan era guapísimo, o al menos a mi me lo pareció, y me quedé prendada de sus cabellos rubios y de los ojos más verdes que yo hubiera visto jamás. Nunca antes había sentido aquella sensación, las mariposas en mi estómago revoloteaban sin cesar cuando estaba a su lado y no deseaba otra cosa en el mundo que, más pronto que tarde, mi enamorado me correspondiera en el intenso amor que yo sentía por él en secreto. Por aquel entonces yo era una adolescente tímida y apocada, por nada del mundo quería que Juan se enterase de mis sentimientos hacia él, por eso me guardé de contárselos a nadie, salvo a Ana, mi mejor amiga, con la que no tenía secreto alguno. No me imaginaba por nada del mundo que fuese precisamente ella la que me llegase a traicionar. A pesar de ser conocedora y depositaria de mi secreto, una tarde me dijo que Juan le había pedido para salir y que ella le había dicho que sí, que lo sentía mucho, que nunca me había dicho que a ella también le gustaba porque me veía muy enamorada, pero que no iba a desaprovechar la oportunidad. Aquellas palabras me hirieron en lo más profundo de mi alma. Mi amiga me estaba traicionando y ni fuerzas tuve para enfadarme. Di media vuelta y me marché a casa llorando como una magdalena, viendo como mi castillo de naipes se derrumbaba. Me había quedado sin novio por culpa de mi mejor amiga, me estaba dando cuenta de que la vida podía ser muy, pero que muy cruel.
Cuando llegué a casa mi llanto era tal que quise esconderme, no me apetecía que alguno de mis primos o incluso mi madre me viera de aquella guisa y qué mejor lugar para esconderse que el desván. Allí podría llorar a moco tendido todo lo que me apeteciera que nadie se iba a percatar de ello. Tomé la llave que tantas veces había visto guardar a mi abuela y ni corta ni perezosa subí aquellas escaleras que de pequeña tanto me habían llamado la atención. Me acomodé en un viejo sillón apolillado a punto de romperse y durante no sé cuánto tiempo me regocijé en mi propia desgracia. Sólo cuando dejaron de brotar lágrimas de mis escocidos ojos y me disponía a salir de mi escondite la vi. Allí estaba, en una esquina, cubierto su cuerpo con una capa morada, adornada su cabeza con un gorro negro, con su nariz aguileña y su verruga horrorosa, sujetando en su mano izquierda una escoba...no había duda alguna, era ella, la bruja del desván.
De repente viejos recuerdos que creía olvidados volvieron a mi mente y me acerqué a aquella figura completamente fascinada. Alargué mi mano y la pasé liviana por su cara de cartón brillante, acaricié su capa polvorienta e intenté quitarle la escoba sin éxito. Entonces me fijé en aquel anillo que adornaba el dedo corazón de la mano que sujetaba la escoba, una sortija cuya piedra azul relucía con fuerza. La toqué con la yema de mis dedos y sentí como si una descarga eléctrica recorriera mi cuerpo. Asustada salí de allí, cerré la puerta como pude y después de guardar la llave en su lugar me refugié en mi habitación.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué extraña sensación había experimentado al tocar el anillo de la bruja? ¿Qué significaba todo aquello? Me sentía, además, con fuerzas renovadas y cuando pensaba en Juan y en mi amiga Ana, en lugar de sentirme desgraciada, algo en mi interior me empujaba a luchar por lo que deseaba. Si mi amiga no había tenido la menor consideración hacia mí al aceptar salir con él, ¿por qué había de tenerla yo con ella? Juan sería para la mejor y la mejor, seguro, sería yo. Esa misma noche se lo iba a demostrar a ambos.
Me sorprendí a mi misma con semejantes pensamientos. Era ideas de....de una chica mala y yo no era así. Parecía como si la bruja del desván me hubiera insuflado algo, no sabría decir qué, tal vez el valor del que siempre había carecido, la valentía para, de vez en cuando, pensar más en mí y no tanto en los demás.
Con una decisión inusual me preparé para la verbena de aquella noche dispuesta a comerme el mundo: zapatos de charol naranja con tacones kilométricos, falda de volantes azul por la mitad del muslo, camiseta naranja con los hombros al descubierto, pendientes de botón azules, el pelo cardado a más no poder y una cinta alrededor de la frente, un look de los ochenta total y aunque a alguien le cueste creerlo les aseguro que estaba moderna perdida, como lo demostraron todas las miradas que se volvieron hacia mi al verme llegar a nuestro punto de encuentro, incluidas la de Ana , muerta de envidia y de asombro, y la de Juan, al que parecía faltarle poco para desmayarse allí mismo. Aquella noche mi amiga se quedó sin novio, se terminó nuestra cándida amistad y yo comencé a vivir mi primer amor, ese que dicen que nunca se olvida. Y todo gracias a la bruja del desván, o por lo menos eso parecía.
El verano transcurrió sin que yo me volviera a acordar de tan singular personaje, pues ni que decir tiene que lo pasé ocupada en quehaceres mucho más interesantes. Fue durante el curso cuando la habitante del desván volvió a tomar protagonismo en mi vida.
Ocurrió que a la profesora de matemáticas, como consecuencia de alguna fechoría de las nuestras que prefiero no recordar, señaló un examen para cuatro días después, un examen de trigonometría que casi nadie había estudiado y cuya materia, a más de uno, se nos atragantaba. Yo no era mala estudiante, pero confieso que las matemáticas me traían por la calle de la amargura y en aquel caso concreto tres días no eran suficientes para preparar una dura prueba que por nada del mundo quería suspender. Toda la clase entró en una especie de desesperación colectiva, incluso aquellos para los que aprobar era poco menos que un acontecimiento inusual.
Comenzó a circular de boca en boca la posibilidad de robar el examen, pero ¿quién lo iba a hacer y cuándo? Estábamos a viernes y el examen sería el martes, con el fin de semana por medio pocas posibilidades nos quedaban. Me predispuse pues a estudiar todo lo posible, pues la idea de robar el examen no entraba en mis planes, no me parecía honesto. Sólo cuando tras horas de infructuoso estudio la preocupación empezó a apoderarse mí, una lucecilla se encendió en mi cerebro y me dije que tenía que probar la última posibilidad que me quedaba. Era domingo y estaba en casa de los abuelos, así que no me resultó difícil subir al desván y rogarle a la bruja que me ayudara a solucionar aquel horrible problema que me agobiaba. Así se lo dije en un susurro mientras mi mano se posaba en la piedra azul de su anillo. La misma sensación extraña de la primera vez recorrió mi cuerpo, con la misma fuerza y decisión me vi después. Algo me decía que la suerte se iba a poner de mi parte, como así fue.
El lunes por la mañana algo me impulsó a ir al despacho donde se ubicaba la fotocopiadora, a pesar de que no tenía nada que hacer allí. Apenas me lo podía creer cuando vi sobre una mesita auxiliar un examen de matemáticas. Me aseguré de que nadie me veía y lo cogí para echarle una ojeada. Era el nuestro, no había duda, así que me apresuré a hacer una fotocopia. Mis compañeros se iba a poner muy contentos cuando les hiciera partícipes de mi golpe suerte. Aunque bien pensado, ¿por qué tenía que hacerles partícipes de nada? La mayoría de ellos eran unos vagos y si suspendían ese examen era porque se lo merecían, ni más ni menos. No, nadie iba a saber que yo lo tenía, me lo guardé para mi, lo resolví en mi casa, me lo memoricé bien...y fui la única de la clase que aprobó, nada menos que con un diez. No tuve el menor remordimiento por lo que había hecho. No era yo misma. La bruja no sólo me daba suerte, sino que sacaba lo peor de mí y descubrí que me gustaba.
Desde entonces he aprovechado su influjo en multitud de ocasiones para conseguir algún que otro perverso objetivo. Podría relatar aquí unas cuantas ocasiones en las que pedí su ayuda y no me fue negada, como cuando dejé en ridículo a aquella compañera de trabajo que era una trepa y una presuntuosa, o cuando tuve una aventura con el novio de mi mejor amiga. Jamás me hubiera atrevido a hacerlo, pero me gustaba mucho y no pude resistir la tentación de deshacer su cama. No se crean que pido ayuda a la bruja con mucha asiduidad, que va, lo hago sólo en contadas ocasiones. La última de ellas, cuando me disponía a subir al desván, mi abuela, que ya es muy mayor y no le funciona bien la cabeza, me vio cogiendo la llave.
-¡Qué María! ¡A visitar a la bruja! ¿no? - me dijo a la vez que me hacía un guiño.
Me quedé mirándola durante unos instantes, sorprendida de que ella supiera mi secreto, más cuando le quise preguntar ya el momento de lucidez había pasado y se marchó escaleras abajo murmurando incongruencias. Tal vez ella haya utilizado también, en alguna ocasión, el poderoso influjo de la bruja, sus poderes para sacar a flote nuestro “yo” más perverso. Y es que ser buena siempre....qué quieren que les diga, es tremendamente aburrido.