Unos días después recibí una llamada de mi madre a través de la
que me comunicaba que tenía trabajo en una clínica en Madrid y que
podía comenzar a trabajar en septiembre. Me quedaba por delante un
mes de vacaciones, que iba a aprovechar para hacer la mudanza. Una
nueva vida me esperaba en Madrid. Era como regresar a los orígenes,
aunque no lo hacía con ilusión, sino llevando de la mano el regusto
amargo de una relación que había muerto por no haber sabido actuar
bien.
Comencé a empaquetar mis cosas, ayudada por mi tía Teresa en su
tiempo libre, que no paraba de decirme que me pensara bien lo que
estaba haciendo, que no era lo correcto y que acabaría
arrepintiéndome. Yo procuraba no hacerle caso, aunque por momentos
no podía evitar que me entraran las dudas y pensar si no tendría
razón. Además, y como es evidente, Ginés no se volvió a poner en
contacto conmigo y yo lo echaba mucho de menos.
Por fin llegó el día en que tendría que celebrarse la boda. No
había vuelto a saber de ellos dos, por lo que deduje que Lidia tenía
que saber algo sobre mí que no le había gustado. Bien que yo me
había liado con su novio, entonces casi seguro que no habría boda;
bien cualquier otra cosa inventada por Gines, con lo cual la boda tal
vez siguiera adelante. Aquella misma tarde yo tomaría un tren hacia
Madrid, así que supuse que me iría sin saber el resultado de mis
cavilaciones. Por un momento pensé en acercarme a la Iglesia en la
que se casaban y cerciorarme por mí misma de si mis sospechas era
ciertas o no, pero enseguida desistí. No merecía la pena hurgar más
en una herida que ya de por sí tardaría mucho en cerrarse. Sin
embargo poco sospechaba yo que mis dudas se iban a disipar mucho más
pronto de lo que creía, cuando poco después del mediodía sonó el
timbre de mi casa y una sorpresa me esperaba al otro lado de la
puerta. Pensé que sería la casera que se había acercado a buscar
la llave del piso, aunque habíamos quedado en que se la dejaría en
el buzón. Sin embargo cuando abrí la puerta me encontré a la misma
Lidia en persona. Al verla allí, frente a mí, con el rostro
hinchado y los ojos acuosos y rojos, señal de haber estado llorando,
mis piernas se echaron a temblar. De lo que menos ganas tenía era de
enfrentarme a nadie, y menos a ella. Así que no le dije nada y dejé
que fuera ella la que rompiera el silencio incómodo que se instaló
entre nosotras cuando estuvimos frente a frente.
–Quiero hablar contigo – dijo finalmente – ¿Puedo pasar?
–Sí, claro, pasa. Pero ¿tú no tenías que estar casándote? –
le pregunté. Aunque inmediatamente me arrepentí de haberlo hecho,
no quería que Lidia pensara que me quería hacer la inocente o
incluso que intentaba burlarme de ella. Nada más lejos que mi
intención.
Pasamos al salón, en el que solo quedaban los muebles desnudos, y se
dejó caer en una silla con gesto de derrota.
–Sabes perfectamente que no me he casado, que la boda se suspendió.
Vi tanta tristeza en su mirada que me sentí la mujer más mezquina
del mundo. Quería disculparme por lo que había hecho, pero no
encontraba las palabras, porque en realidad no tenía que pedir
disculpas por nada. El amor no es algo por lo que se deba pedir
perdón y yo quería a Ginés, a pesar de todo lo que había pasado
entre nosotros. Le quería de manera inexplicable. Le quería sin
saber ni desear saber el motivo, porque no había motivo.
–Lidia yo...
–Déjame hablar a mí, Dunia – dijo con el tono de voz suave que
la caracterizaba. Suspiró, tomando una bocanada de aire antes de
comenzar a hablar –. Hacía tiempo que sospechaba que Ginés tenía
otra mujer y también que la boda no se iba a celebrar, a pesar de
que me empeñaba en convencerme a mí misma de lo contrario. Lo que
no me imaginaba era que tú fueras la causante de todo.
–Lo siento, Lidia, es que....
–No me interrumpas, por favor. Hace unos días me lo contó todo. Y
cuando digo todo, digo todo. Cuando te conoció porque fuiste a
trabajar a su casa, como te forzó una noche en la piscina, el tiempo
que estuvisteis separados, su accidente, tu denuncia.... todo.
Incluso que un domingo te habías presentado en su casa y después de
haberos acostado le dijiste que se casara conmigo y que tú te
volvías a Madrid. Me lo contó todo antes de decirme que aunque tú
te hubieras marchado, no se podía casar conmigo porque te quería a
ti. A pesar de estar furioso, de maldecirte mil veces por haberle
abandonado de nuevo, te quería, te quiere, sin saber bien por qué.
Al principio te odié con todas mis fuerzas, me dolió tanto tu
traición... – en este punto sus ojos se llenaron de lágrimas y su
barbilla comenzó a temblar – Lo que pasa que conforme fueron
pasando los días pensé y....todo fue tan casual... que nadie tuvo
la culpa. A lo mejor Ginés, por no haberme dicho hace tiempo que te
amaba.
Lloraba intentando tragarse el llanto. Me dio tanta pena que me
acerqué a ella y la abracé. Pensé que me iba a rechazar, pero no,
se dejó abrazar y lloró un rato sobre mi hombros, sacudiendo los
suyos en un movimiento convulsivo imposible de evitar.
–Lidia yo me voy a Madrid – le dije cuando se calmó un poco –.
Ya he tomado la decisión. No puedo estar al lado de Ginés. Debe ser
mi propia estupidez pero las cosas siempre acaban mal entre nosotras.
–No lo hagas. Ahora es distinto, ahora ya no hay un obstáculo que
impida vuestro amor. Él está muy triste, está echo polvo y todo
esto le está afectando mucho. Yo ya no seré un impedimento para lo
vuestro. He comprendido que no tengo nada que hacer y me quito del
medio.
–No, Lidia, no lo hagas, tienes que luchar.
–¿Luchar? ¿Para qué voy luchar? Tú eres la que tiene que luchar
y yo soy la que debería irse lejos para olvidar. Búscalo, Dunia, te
quiere y a pesar de todo lo que hizo es un buen chico.
Pero de nada sirvió su insistencia y aquella misma tarde tomé el
primer tren y me fui a Madrid. Me despedí de Teresa. De Teresa, de
la ciudad y de una vida que había tenido sus luces y sus sombras.
Cuando el tren comenzó a moverse, me pareció ver un hombre que
corría a lo lejos en dirección al andén. Puede que fuera Ginés. Y
por un segundo me arrepentí de marchar.
*
No conseguía acostumbrarme de nuevo a Madrid. Echaba de menos mi
antiguo trabajo. El nuevo estaba bien, pero los compañeros no tenían
nada que ver conmigo y no acababa de cuadrar entre ellos. Añoraba
también a mi tía, los paseos por la calle Real o por la Torre de
Hércules para ver batir el mar contra las rocas. Añoraba incluso
las tardes de lluvia y el viento frío del nordeste. Y por supuesto a
quien más echaba de menos, era a Ginés. Mis pensamientos giraban
continuamente en torno a él. Cuando hacía algo, cualquier cosa,
pensaba en cómo lo haría él y si tenía que tomar alguna decisión
también pensaba en la que hubiera tomado él. A veces incluso soñaba
con que, en cualquier momento, iba a aparecer por una esquina, iba a
buscarme para estar juntos de nuevo y para siempre.
Llevaba ya casi tres meses en Madrid cuando sucedió todo. No había
amanecido todavía y llovía. Era el día de Navidad y yo volvía a
casa después de haber pasado toda la noche trabajando. Iba pensando
en acostarme en la cama y descansar. Había sido una noche ajetreada
y no tenía ganas de nada más. En casa reinaba el silencio. Todos
estaban aun en la cama. Yo también me acosté y me dormí enseguida.
Mi tía Teresa y Teo con su novia también estaban en casa, habían
venido a pasar las fiestas y habían llegado el día anterior justo
para la cena, cena que yo no había podido disfrutar con todos ellos
por motivos laborales. Habíamos decidido pues intercambiar los
regalos aquel mediodía, antes del almuerzo, para darme tiempo a
descansar.
Cuando desperté eran casi las dos de la tarde. Me levante despacio,
me di una ducha larga y bajé al piso de abajo. En el comedor mamá
ya había puesto la mesa. Todos estaban esperándome en el salón,
alrededor de la chimenea encendida, ansiosos por abrir los presentes,
como si fuéramos niños. En cuanto yo llegué nos pusimos a ello. De
los paquetes salieron bolsos, gafas de sol, pendientes, libros,
discos y alguna corbata. Finalmente quedaba un paquete amarillo
debajo del árbol que nadie cogía. Estaba medio escondido entre las
hojas del abeto.
–Eh, queda un paquete – dije – ¿Para quién es?
Lo cogí y vi que en el papel estaba escrito mi nombre. Paseé mi
vista por los demás miembros de mi familia, que también me miraban
expectantes.
–Para mí no puede ser – dije –, yo ya he abierto uno de mamá,
otro de Teresa y el de Teo....
–Tiene tu nombre – dijo mi madre –. Anda, ábrelo.
No sé por qué me puse nerviosa. Quité el papel amarillo de manera
torpe y a trompicones. Quedó al descubierto una pequeña cajita de
nácar ámbar, de esas que daban antes en las joyerías. La abrí,
pero dentro no había una joya. Había un papel cuidadosamente
doblado. Lo desdoblé con cuidado, absolutamente intrigada. En el
papel blanco estaba escrita una sola palabra: “YO”
–Pero... ¿esto qué es? – no entendía nada, pero ellos, en
vista de sus sonrisas, sí parecían entender.
Entonces unos pasos ligeros y lentos se dejaron escuchar desde el
pasillo y entraron en el comedor. Vestía un jersey de cuello alto
azul marino y un pantalón vaquero desgastado. Su pelo estaba medio
revuelto, como casi siempre, y seguía conservando aquellos preciosos
ojos grises y la sonrisa que me había encandilado desde el día en
que le conocí. Ginés entraba de nuevo en mi vida.
Me puse en pie y durante unos instantes no pude moverme, hasta que él
llegó a mí y nos echamos uno en brazos del otro, queriendo olvidar
todos aquellos meses que habíamos estado separados por culpa de mi
cabezonería.
–Te quiero, Dunia, te quiero. Y ahora estoy seguro de que nada
podrá separarnos.
Yo tenía un nudo en la garganta que me impedía hablar, así que por
toda respuesta le besé en los labios. Luego mamá apuró a todos a
sentarse a la mesa. Yo pregunté quién había sido el artífice de
todo aquello. Mi tía Teresa se acercó a mí y regañándome, como
si fuera una niña que ha hecho una travesura, me dijo:
–No lo pude evitar. No podía dejar que cometieras de nuevo una
estupidez. Y me lo traje conmigo.
Una vez más Teresa se convertía en mi salvadora. Me había devuelto
al hombre que amaba, y junto al que, por fin, conseguiría ser feliz.
EPÍLOGO
Dentro de tres meses Teo se casa con su novia Noruega. Me hace
ilusión ir a una boda en Noruega, en pleno mes de noviembre, con las
ciudades nevadas y el frío calándonos hondo en los huesos.
Teresa, que será madrina, dice que no quiere llevar a Andrés, que
todavía es muy pronto para incluirlo ya en la familia, a pesar de
que ya lo conocemos y sabemos que se siente feliz a su lado. Se
conocieron en Madrid, las pasadas Navidades, cuando Teresa trajo de
nuevo a Ginés a mi vida. Estuvieron comunicándose por internet
durante un tiempo. Teresa comenzó a venir con frecuencia a Madrid y
finalmente se ha trasladado de manera definitiva para estar cerca de
él. Después de todo lo pasado, de tanta soledad no buscada, se ha
merecido encontrar a alguien con quien compartir su mundo.
Hace unos días he recibido una carta de Lidia. No sé cómo ha
conseguido mi dirección, pero lo ha hecho. En ella me cuenta que se
ha marchado a Londres, que allí trabaja como enfermera y que poco a
poco ha ido olvidando a Ginés. Se siente a gusto y dice que,
probablemente, no regrese nunca a España.
Y Gines y yo.... Gines y yo mantuvimos nuestra relación a distancia
durante unos meses, hasta que finalmente, al igual que Teresa,
decidió dejar La Coruña y venirse a Madrid, a mi lado. Juntos hemos
decidido comenzar una nueva vida y hacer las cosas bien, sin caer en
las tonterías que hemos estado cometiendo desde que nos conocimos.
Vivimos mirando al futuro y nos comportamos como si no tuviéramos
pasado, de hecho, cada vez que alguno de nosotros, sin querer, vuelve
la vista atrás para recordar lo que tiene que quedar en el olvido,
el otro le da una colleja. A veces pensamos que nacimos abocados a
estar juntos y que fuimos nosotros mismos, estúpidamente, los que
fuimos poniendo obstáculos a un destino que, inevitablemente, ha
acabado por unirnos. Ya eso terminó. Ginés y yo nos queremos, a
pesar de lo ocurrido, a pesar de que en algún momento de nuestra
vida pareciese no tener lógica ese amor que nos profesábamos. Da
igual. Si al fin y al cabo el amor es el sentimiento más ilógico
que existe. Pero también el que hace a uno más dichoso. Como a
nosotros.